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La primera vez que leí a Teresa de la Parra era muy joven. En esos años, para la muchacha sesentista que yo era, la literatura constituía una pregunta a la vida. Mi espíritu se movía entre los Rolling Stones, Joan Baez, los hippies, la revolución sexual y la guerra de Vietnam. En ese estado de ánimo confieso que Mamá Blanca me resultó insufrible; Ifigenia, decepcionante. Mi apetito demandaba platos más fuertes, especies más picantes. Mi modelo de escritora era entonces la desaliñada Simone de Beauvoir, alguien en capacidad de conmover mis ordenamientos como joven formal, y por el contrario la elegante Teresa de la Parra se me presentaba como la imagen de mujer de la que precisamente venía huyendo. La tradición, las férulas familiares, el matrimonio convencional, todo ello era el pasado con el que mi generación pretendía romper. No encontré en aquella lectura ninguna respuesta a mis interrogantes, ningún consuelo a mis juveniles tormentos. En aquel estado de ánimo, fugada con Olmedo o casada con Leal, María Eugenia Alonso y yo no teníamos nada que decirnos.
Hice una segunda lectura ya cumplidos los cuarenta años. Había escrito un largo artículo acerca de Madame Bovary en su relación con un imaginario psicoanalista, y quise volver al tema de Ifigenia, cuyas semejanzas con Emma me parecían entonces evidentes. Leí la novela en un ánimo completamente diferente al de la primera vez. Subrayando, volviendo atrás, anotando. Quedé admirada de la perfección narrativa. De la impecabilidad de la estructura, del balance justo entre el argumento y la forma, de la conformación de los personajes, la pertinencia de los diálogos, la frescura del tono, la belleza de la prosa, la agilidad en la exposición de los acontecimientos con la que la novelista me suspendía emocionada ante las dudas de la protagonista, como si yo ignorase su destino. Leí a Teresa de la Parra como se lee a una maestra. No me interesaba entonces que me ofreciese respuestas a mis interrogantes existenciales sino recibir de sus páginas una lección de arte narrativo y mi parecer no ha cambiado: María Eugenia Alonso es la mejor construcción dramática de un personaje en la novelística venezolana.
Volví a leerla tiempo después junto con el Diario de Fuenfría, las conferencias colombianas, las Cartas a Lydia Cabrera (edición de Rosario Hiriart, Madrid: Torremozas, 1988). Entonces me interesaba la escritora. El primer obstáculo con el que me encontré fue el tremendo y pesado mito edificado a sus expensas. Ana Teresa Parra se convirtió en Ifigenia, en un personaje que construyó ávidamente la crítica, devorando a la persona. Es posible que yo cometa el mismo error y termine levantando otro mito, pero al menos quisiera aproximarme a un mito que dé cuenta de una mujer escritora, no de una santa o una diosa. Desde una orilla, santificada, pareciera que nada puede interrogarse, todo tiene justificación, toda pregunta respuesta, y si no es así, la pregunta es innecesaria. Desde la otra orilla, satanizada, la construcción del personaje se hace en la irrisión derogatoria: una señorita aburrida, una gomecista recalcitrante, una pensionada del régimen más abyecto de nuestra historia. Una ‘goda’ insoportable, en fin. Ninguno de estos perfiles resulta satisfactorio, redundan en que al fin y al cabo es una mujer y, por lo tanto, un cuerpo adorable o detestado.
En esta tercera aproximación me interesaba el sujeto que escribe. Desde esa perspectiva su obra puede revalorizarse. ¿Acaso eso es necesario?, podrían preguntarse algunos. Un mito de nuestra literatura, ¿qué mayores valoraciones necesita? Más que revalorización, la palabra adecuada sea quizá reconsideración. Es bien sabido que los paradigmas de la crítica han modificado sustancialmente el mapa y actualmente se sustentan en la intertextualidad de los estudios literarios con los estudios culturales. El texto se vacía y se agrupa desde otros contextos de significado. Dentro de ellos es particularmente importante la lectura del sujeto que escribe, y cuando el sujeto es mujer no cabe duda de que la perspectiva de género es tomada en primer plano. No sé si estas nuevas perspectivas son mejores o peores que las tradicionales, pero arriesgo la opinión de que muchas de las versiones de Teresa de la Parra, a la luz contemporánea, suenan gastadas. No cabe ya aproximarse a una autora desde el ángulo de la idealización, y menos de sus cualidades personales en términos de bondad, dulzura, gracia, belleza, o explicar su vida como una “entrega al arte”, como el camino de superación de un espíritu superior.
Teresa de la Parra merece salir de la casilla de una señorita nostálgica y del incómodo emblema de ser la portadora de una sociedad tradicional. “Flor del barroco”, la llamó Uslar Pietri (1948). Flor de la modernidad, sería más justo. La definición uslariana según la cual “era una señorita: ese ser monstruosamente delicado y complejo” (Teresa de la Parra ante la crítica, coordinación de Velia Bosch, Caracas: Monte Ávila 1980), ha sido la matriz de opinión más perturbadora para la aproximación a su proceso de individuación como escritora latinoamericana de la generación modernista, y es hora de desechar la que fue en su momento una construcción plausible para la moral nacional. Una mujer venezolana nacida en la última década del siglo XIX, y para mayor dificultad, dentro de una familia de la elite conservadora, no podía considerarse sino desde el matrimonio y la maternidad. Teresa elige una identidad alterna: la de ser una mujer libre que desempeña el oficio de escritora y vive exogámicamente. Su estilo de vida resulta común en el presente; en su contexto generacional era una transgresión.
Aun cuando carezcamos de elementos que nos permitan explicar los resortes que empleó en su construcción, estamos, sin duda, en presencia de una identidad subversiva. En todo caso, los valores exaltantes de su personalidad, tales como la santificación, su supuesto retiro a un “claustro penitente”, el misticismo, la purificación a través del sufrimiento, indican la voluntad de sus biógrafos por hacérsela perdonar. Ella misma contribuyó a esa imagen de sí misma en una bastante obvia estrategia de camuflaje para escudarse de la acuciosa mirada caraqueña. Frases como “llevo vida de ermitaño, vivo como una monja, florecer en silencio, huir de la vanidad literaria”, contrastan ampliamente con los comentarios de las cartas a Lydia en las que relata viajes, una intensa vida social, incluso en los períodos de hospitalización, y una constante preocupación por su carrera de escritora.
Parte de su mito es la presentación de una escritora que no quiere serlo, que desprecia la vanidad de esa identidad y que escribe desde la inocencia. Sus actos no lo demuestran. Sus pasos en la consecución de una carrera literaria son bastante inusuales para una mujer de la Venezuela de entonces. Dentro de las escasas posibilidades para un escritor venezolano de la época, y considerablemente menores en el caso de una escritora, no cabe duda de que Teresa actúa con la voluntad de quien quiere construir una carrera; incluyendo los planes de dictar conferencias en Estados Unidos para recibir honorarios que mejorasen la ya sufrida herencia de Emilia Barrios. Con 26 años publica varios cuentos cortos, a los 31 el “Diario de una caraqueña”, y a los 33 envía un cuento al concurso de El Luchador, en Ciudad Bolívar: Mamá X, que constituye un importante fragmento del proyecto de la novela que poco después enviará a un certamen convocado en París: Ifigenia, Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba. El título es fuertemente irónico. La autora sabe muy bien que una mujer no tiene ninguna razón para escribir, que no es ese el destino que se espera de ella, y se burla diciendo que las mujeres escriben porque “se fastidian”. Es como si dijera, ya que quieren una razón, daré la más tonta que se me ocurra. Pero escribir es un acto público y tiene clara conciencia de ello cuando se refiere a que muchos lectores han creído ver en Ifigenia su autobiografía. Ella niega ser María Eugenia. ¿Por qué se desmarca del personaje cuando lo ha construido según el modelo de las jóvenes que ella conoce? Sin duda porque se sabe más allá. Ella no está en la duda de fugarse con Olmedo o casarse con Leal. Ha escogido la independencia fuera del orden patriarcal. El precio, quizá, es su silencio literario una vez que ha vaciado sus recuerdos.
Ana Teresa Torres
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