Antonia Palacios: desalojo y oscuridad

13/03/2021

Antonia Palacios en Saint-Malo, Bretaña, el 7 de abril de 1959: Tarjeta Postal ©ArchivoFotografíaUrbana

¿Por dónde va el camino a la habitación de la luz
y dónde está el lugar de las tinieblas?

Job 38.19

¿Qué hace hablar a un libro de poesía a pesar del hermetismo con el que ha sido escrito? ¿Quién da vida a las palabras que conforman un poema? ¿El significado del poema es inmutable o el lector puede inmiscuirse y metamorfosear su verdad? Para algunos, la importancia de un libro de poesía radica en cómo este afecta al lector. Cuando la poeta nos muestra su mundo desde el ropaje del despojo, entendemos la angustia manifiesta en algo que va más allá de un lamento.

A los mencionados significados existenciales, nos acercaremos de dos maneras: una que podríamos llamar exegética, donde analizaremos este poemario desde la figura del personaje bíblico de Job para descubrir cuál es la relación que Palacios establece entre el dolor y la divinidad; y la otra desde la elucubración ante una significativa identificación con el sentir de los hombres cautivos en La alegoría de la caverna de Platón.

¿Qué significa un desalojo para un poeta? ¿Acaso el desarraigo permite una visión más profunda? El estudio de Textos del desalojo de Antonia Palacios nos permite acercarnos a estas respuestas. ¿Qué podemos decir de una escritora que a sus 69 años sufre una epifanía que la lleva a anotar en papeles sueltos una voz desgarrada donde se anuncia de forma visionaria la noche oscura del alma? Así nació este primer libro de poesía, Textos del desalojo, a una edad en que la vejez abre sin misericordia las puertas de la sombra. Los grandes poetas narran experiencias místicas que los arrastran más allá de su mundo cotidiano.

La poesía se nutre de estados alterados de conciencia. Hay estados de conciencia positivos ascendentes, como los que se encuentran en la poesía de Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Pero hay otros que podríamos llamar existenciales, en los que se rebela la inutilidad de la existencia. Al parecer este libro se enmarca en esta segunda clasificación. Apoyándonos en los epígrafes del Libro de Job que abren cada una de las tres secciones de Textos del desalojo, vemos el profundo temor de la poeta por la presencia divina. Es solo en estos epígrafes donde está la voz de Dios. En el resto del libro alguien intenta dialogar con un ser superior desde el sufrimiento. No obstante, el Discurso de Yahveh está tan entronizado en los poemas de Palacios, que el lector puede comprender por qué ella evita increparlo.

La poeta se viste con los andrajos del personaje bíblico de Job para, desde su orfandad, encarar la ausencia de Dios. Este es un monólogo entre titanes. Frente a estas sobrias descripciones fenomenológicas la poeta se siente arrojada al mundo y quisiera comprender por qué razón Dios la ha abandonado.

En el primer poema de la sección que da título al libro, Textos del desalojo*, hay un enfrentamiento continuo desde la conciencia al proceso de disolución. Cuando dice: “Se llevarán todas mis pertenencias, todas las ofrendas… Llegarán feroces, llegarán con odio, llegarán con desprecio proclamando el vacío. Me irán despojando de todo: punto, gesto, voz”, anuncia un arrebato de todas las posesiones y atributos propios de un ser humano, por una entidad desconocida y bárbara. La voz que habla en el poema es conminada a desprenderse de sus bienes a pesar de la conciencia testigo. Desprenderse de la noción del adentro, con la metáfora de la casa y sus pertenencias, para ir en busca de la luminosidad del afuera.

Esta expulsión del territorio vital es una experiencia mística negativa. Hay una entrega digna y sin patetismo. Este poema describe algo desestabilizador, muestra a alguien desvalido que enfrenta una horda invasora. Y nos viene la imagen de Zorba el griego; la escena brutal de las viejas de negro acurrucadas como buitres en el cuarto de Bubulina, esperando que fallezca para despojarla de sus pertenencias, dejándola allí tirada sobre la cama, porque ni siquiera merece ser enterrada por ser extranjera.

En el segundo poema de esta primera sección se profundiza la entrega de la protagonista. Hay una resignada impotencia ante la adversidad. Los sentidos se exacerban, percibe los alveolos pulmonares, “las materias más ásperas… toca las heridas, las inertes heridas, las del humus violeta…”. En este poema aparece el famoso oxímoron “salto inmóvil”, apenas un anhelo de lucha contra la parálisis. También surge la imagen de una boa constriñéndola entre sus anillos. La poesía como premonición del fin más temido: la muerte.

Es la conciencia testigo de la que nos hablan los hindúes, una fragmentación del yo que se convierte en declarante de su propia desintegración. Pero será en el tercer poema de esta sección donde aparece la poética fenomenológica del libro. El ser quiere penetrar el instante, mostrarse, ser develado, desprenderse de las cosas, trascender en el tiempo: “Se quisiera no estar en sitio alguno, penetrar el tiempo en su nueva vertiginosa rotación, penetrar los signos, las señales. Se quisiera no estar y no ser en el ser anudado, espasmódico ser que no emerge… Se quisiera ser en la cópula infinita prolongación del ser”.

Y en este deseo de desintegración aparece la noche, “la noche isla, noche universo descendiendo”, surge en medio de una conjunción de deseos antagónicos: desde la noche, la poeta quiere “penetrar la luz/ remontar iluminada.” Cuando la subjetividad se desdobla, la poeta describe el instante en que el alma intenta dejar el cuerpo: “Una parte se desprende…separada de otra parte”. Aunque hay una parte que desea liberarse hay otra que no se entrega y asciende a las alturas, donde están los vientos más oscuros, para adentrarse en el tiempo de lo solo, del vacío: ‟¡Oh la parte de mi misma que me niega, me abandona, que se muere!”.

En el poema quinto, siempre de esta primera parte, hay una transición donde vuelve a surgir la desintegración de la existencia: “aquí la noche, aquí la ausencia, aquí la nada”. Y luego, en el siguiente poema la palabra sombra se repite ocho veces: “Esta sombra, este cerco” ¿Pero qué es la sombra? ¿Acaso es la misma sombra de la que nos habla Platón en su alegoría de la caverna?

Hay una obsesión de Palacios por la inconsistencia ontológica de los seres. Pareciera que la poeta está en el fondo de la caverna platónica. Platón describe, en el libro VII de La República, a unos hombres encadenados y cautivos desde su nacimiento, por lo que consideran como verdad las sombras que ven reflejadas en un muro ya que no pueden ver lo que sucede en la parte exterior de la caverna. Ellos tienen que vivir con esa ausencia, con esa apariencia de verdad.

Todo pareciera indicar que en este libro hay una mística sin Dios. Aunque no lo nombra, la poeta intenta preguntar por un ser superior cuando dice: ‟¿Quién levanta los pronósticos? ¿Quién abre los arcanos?”.  En este requerimiento hay pesimismo, desamparo, duda. El pathos de Palacios es la ausencia de Dios. Este libro tiene una resonancia con Job, el hombre víctima de la soberbia divina, por lo que hace pensar en la conciencia humana, precaria e indefensa ante el destino. Por contraste pareciera clamar por Dios, aunque no lo hace explícitamente. Es evidente la orfandad de la poeta cuando pregunta: “¿Quién se pliega, se deshila, se silencia, en la fiebre de la duda?” es una manera de negar el ateísmo, reconocer que hay un ser superior aunque este nos abandone y condene a una miserable finitud.

En la segunda parte llamada Esta columna en vilo, la poeta contempla desde su inmovilidad “el arco abierto, invisible” del día que alumbra. Contrapuesto a la sensación de mujer prisionera y sin habla, surge el deseo por renacer, trascender a un plano sensorial donde la materia no sea agresiva, sino que se reconstruya reinventándose en el día que alumbra. Hay que abandonar lo terreno, nacer de nuevo, dejar “que la casa sucumba en su conjuro, en su lluvia de polvo. Aléjate sin miedo. Vuélvele la espalda a ventanas hundidas en el aire, muros destruidos que el silencio arrebata. Deja atrás las puertas confinadas y mira hacia lo lejos…”. La autora está dispuesta a salir del mundo de las apariencias, de las sombras, para encontrarse con el ser metafísico, aquel que reúne todas las características que pueden concebirse fuera del mundo sensorial o físico.

La poeta está desdoblada en asaltos de silencios cuando sostiene: “Digo extrañada, desterrada, sacada de mi quicio, del umbral de una puerta que fue mía”.  Es la agonía que araña la tierra, una forma de entrega que requiere valentía para enfrentar la densa oscuridad buscando el límite. La inamovilidad ha llegado pero con conciencia. El día transcurre y no hay cambios, ella se la pasa “auscultando el suspenso del instante que huye…la misma en la inmóvil dimensión de la sombra”. Hay una leve queja con el tiempo que no genera cambios, no hay evolución, es la inmovilidad de la vejez, la postrera sombra.

Esta parálisis es premonitoria, aunque no es la inmovilidad de una lisiada sino la de alguien que sufre una parálisis existencial: “Ser siempre la misma, la misma en esta inevitable semejanza”.

Hay un largo trafagar hasta alcanzar la muerte. El poema VI de la segunda sección es de un gran dramatismo: “Estoy muriendo de la muerte como sola compañía, y la muerte penetra a mi casa, pisa mis alfombras, toca mis cristales, apaga mis campanas”.  Aquí vuelve a aparecer la semejanza con la alegoría de la caverna de Platón: “Estoy muriendo… Y de  pronto parece que la muerte alumbra. Que es solo sombra el sueño de la vida, que el aire de la vida es el soplo muerto”, se refiere a la concepción platónica que habla de la vida como una ilusión. ¿Podría ser la muerte una puerta para salir de la caverna en donde solo reinan las apariencias? Para Platón la respuesta es afirmativa. En ese sentido es que la poeta enmarca su discurso metafísico.

De esta necesidad por ascender a la luz, surge el valor para afrontar la muerte. El desapego por el cuerpo permite asumir la investidura luminosa que es la desmemoria. Hay que trascender estos parajes oscuros para poder asumir nuestra finitud como parte de una liberación. Sentir que “Ya no estoy muriendo. Que he alcanzado la muerte sin morir”.

¿Cómo se prepara el alma para abandonar un cuerpo? Sólo por medio de la confrontación descarnada con una presencia invasora es posible morir. Con la descripción de esta experiencia, la poeta realiza un viaje anticipado a su propia muerte. Hay una semejanza con la de algunos monjes tibetanos, seres que en apariencia mueren y luego se encuentran viajando por el bardo para regresar a la vida con un mensaje a los vivos. Todo este precedente es la antesala al último poema de la segunda sección, donde aparece la piedra inmóvil, la soberana quietud, la última residencia en la tierra: la lápida: “Todas las piedras acumuladas en vida, mi vida hasta llegar a la última piedra… Y esta mi piedra intacta… reclinada sobre la tierra, rectangular y fría, piedra sin nombre, aguardando mi nombre cada día”.

En la tercera sección, Tiempo hendido, la poeta da un giro. Comienza a hablar en plural. Narra el transito de un grupo de personas que vagan “por los caminos que parecían abiertos” … ‟La luz estaba incierta, en sus comienzos, en la ignorada iniciación”. Es inevitable pensar en el inicio de las andanzas fuera de la caverna de Platón, seguidos por una densa sombra. Hay una “Luz vacilante, temerosa de alumbrar la tiniebla”, un callado ordenamiento de la sombra que permite el encuentro con lo luminoso…”De rodillas te presiento, yo, la extraviada, y tú dejas al desnudo este muñón de ala ya petrificado.”

¿Qué es el tiempo hendido? Una posibilidad es concebirlo como la grieta en la temporalidad por donde se atisba la eternidad. Dicha atemporalidad está simbolizada, en la caverna platónica, por el día, por la luz, por la vida real fuera del mudo de sombras de los prisioneros: “Es alto el día. Alta la luz. No dejes que te roce el borde de la sombra”. Hay que salir en busca del día. Y allí hay que detenerse, abrir los espacios de entre los escombros y recibir al Tributario, una figura mesiánica.

En este ascenso hacia la luz, el alma encuentra un camino de “espumas, de polvos ásperos de cenizas”, se hunde en el abismo de los últimos designios. Inicia un viaje sideral donde la poeta se encuentra en lo oscuro, “olvidando el comienzo, la eternidad del día”. El perfil de su rostro se ha “perdido entre la sombra”. Hay una entrega, resignación ante lo inevitable. Ya no hay lucha ni reclamo. No se subleva en su “largo reposo” ni rompe la bóveda que la mantiene oculta. Cierra con un gran verso que dice: “No quiero ver donde se anida mi más alta memoria”.

Para cerrar este bosquejo, vemos cómo la poeta está atrapada en un centro existencial, aunque este no es el centro esencial de su dolor. Todo el problema parece ser que la vida ya no tiene significado. Aspira o siente nostalgia de un asidero que la conecte con un verdadero centro que irradie verdad. Como si el hecho de estar: “En el centro ya centrada, en el centro fija, fija en el centro, atravesada por el centro, fuera del centro” nos hiciera dudar de su cordura. Esta paradoja tal vez podría resolverse si entendemos que la palabra centro tiene dos significados. Por una parte el significado de centro existencial y por la otra el significado del centro esencial del cual carece. Nos atrevemos a sugerir que la poeta está en el centro de la caverna de Platón donde todo es apariencia, pero ella anhela más, anhela estar en el centro del mundo de las esencias, que es el exterior de la caverna.

Es casi al final del libro que podemos entender que este viaje no siempre es luminoso. Aunque hay una puerta que se abre hacia la luz, no es garantía de poder superar las sombras: El poema VII de la tercera sección dice: “Estoy aquí, aguardando… Y recojo mis gestos, y repliego mi aliento, amordazo mi voz y toda yo soy silencio, oculta entre lo oscuro”.

Parece que existen bastantes elementos para conjeturar que la poesía de Antonia Palacios está sembrada en la noche oscura del alma, a la que bellamente ha cantado San Juan de la Cruz. Nuestra sospecha es que esa negra noche, donde nos sentimos solos y asustados, oculta una verdadera ansia de luminosidad.

***

*Antonia Palacios, Obras Completas, Tomo II, Universidad Católica Andrés Bello, p. 506, Caracas, 2000


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