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En pleno furor y agitación por los hechos del 11 de septiembre del 2001, en la Oficina Federal de Investigación (FBI) estalló uno de los mayores casos de espionaje a organismos de inteligencia de ese país. El caso no involucraba terroristas del islamismo radical, sino a una mujer de mediana edad y origen puertorriqueño que espiaba para unos enemigos de más antigua data: los cubanos.
Ana Belén Montes tuvo una carrera estelar como analista en el Organismo de Inteligencia, en el Departamento de Defensa y dentro del mismo FBI, donde asesoraba a las autoridades más importantes de la agencia sobre Cuba. Su ambición, disciplina e inteligencia —así como su frialdad— le valieron el apodo de La Reina de Cuba, mucho antes de descubrir que espiaba para el G2 (la inteligencia cubana) desde 1984.
Nacida en 1957, fue la hija mayor de Emilia y Alberto Montes, ambos puertorriqueños. Su padre fue un respetado médico militar y psiquiatra que trabajó para el ejército alemán y luego se radicó en varias ciudades de Estados Unidos antes de establecer un exitoso consultorio privado en las afueras de Baltimore. Ana tuvo dos hermanos, Lucy y Tito, quienes también llegaron a trabajar en la inteligencia estatal, alcanzando cargos importantes. Por ejemplo: Lucy recibió una condecoración especial por trabajar en el descubrimiento de espías cubanos.
Su familia era culta y moderna, pero sólo en apariencia. El padre de Ana era de carácter imprevisible y temperamental. Se llegó a tener testimonios de que golpeaba a sus hijos con una correa durante sus arranques de ira, sin que su esposa pudiera detenerlo. El matrimonio se separó cuando Ana tenía 15 años, pero los conflictos familiares y la actitud paternal de superioridad ya habían inculcado en ella un resentimiento hacia las figuras de autoridad y una identificación con los menos poderosos.
A finales de los años setenta, durante su tercer año en la Universidad de Virginia, viajó a España, y en la atmósfera de los comienzos del posfranquismo conoció a un argentino, hombre apuesto y de izquierda, quien le habló a Ana sobre los desmanes de la intervención de la CIA en América Latina y el apoyo estadounidense a las dictaduras en la región. Este contacto terminó de sellar sus preferencias ideológicas. A partir de entonces, dividió dentro de sí las esferas de lo público y lo privado en una confrontación emocional que determinó su carácter enajenado y solitario.
En la década de los ochenta, Ana inició su carrera en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información del Departamento de Justicia, a la par que cursaba una maestría en Estudios Internacionales Avanzados en la John Hopkins University. La administración Reagan también hacia su debut en Washington y, ante el apoyo de la nueva administración a los Contra que atacaban a los sandinistas en Nicaragua, Ana radicalizó su postura política. Eso no pasó desapercibido para los agentes cubanos que hacían vida en la universidad, quienes la reclutaron en 1984.
Su ambición e inteligencia impresionó a sus superiores estadounidenses, lo que le permitió ascender rápidamente y tener acceso a documentos clasificados que filtraba a sus otros jefes, en La Habana. Según informes de la CIA y confesiones de la propia Ana, los cubanos notaron (y manipularon) rápidamente su personalidad ambiciosa y convicción ideológica, motivándola y perfilando una idea sobre lo éticamente correcto. Montes visitó Cuba en secreto en 1985 y se le indicó que debía ascender en la jerarquía de inteligencia para conseguir información más privilegiada. Y así fue: aceptó un cargo en el Organismo de Inteligencia de la Defensa (DIA), nada menos que la división de espionaje extranjero del Pentágono.
Durante 16 años tuvo una carrera meteórica: se convirtió en la especialista principal sobre El Salvador y Nicaragua para la DIA, obtuvo diez reconocimientos especiales (uno entregado por el mismo director de la CIA en ese entonces, George Tenet), hasta ser designada Jefe de Analistas en el tema político-militar de Cuba. En sus labores de espionaje, filtró información sobre agentes encubiertos en La Habana para el G2 y sobre actividades de contraespionaje de la propia CIA en Miami.
Como espía, la técnica de Ana era sencilla y clásica: memorizaba documentos en su horario de oficina para luego transcribirlos en una laptop Toshiba. Luego, al mejor estilo de la Guerra Fría, transmitía mensajes a través de una frecuencia radial anónima por onda corta. Los cubanos la entrenaron en las labores de engañar el detector de mentiras, comunicarse en clave y desaparecer del área en caso de que fuese necesario. Los niveles de riesgo y de perfección que alcanzó fueron tales que almorzaba con sus contactos del G2 en restaurantes chinos de Washington.
Su doble vida como funcionaria y espía la alejó mucho de su familia. Rara vez contactaba a su hermana Lucy, a pesar de ser muy cercanas en edad y que ambas trabajaran para el Estado en el área de inteligencia. Ana era paranoica y propensa a ataques de ansiedad, algo que discutía con sus enlaces del espionaje cubano, quienes trataron, sin éxito, de procurarle un amante con la idea de aliviar por esa vía sus hábitos de ermitaña y asocial.
El vuelco de esta historia llegó en el año 1998. Su hermana Lucy se destacó como traductora en una operación para desmontar la “Red Avispa”, una trama encargada de infiltrar organizaciones del exilio cubano. El triunfo profesional de Lucy significó el derrumbe emocional de Ana, ya que muchos de sus contactos cubanos tuvieron que ocultarse y abandonar sus puestos regulares, dejándola todavía más sola. Típicamente inestable, pronto desarrolló severas manías obsesivo-compulsivas como bañarse con múltiples jabones o pasar varios días comiendo sólo papas cocidas sin sal.
Sin embargo, a pesar de su seco trato social, se mantuvo en la DIA como la funcionaria ejemplar que había sido siempre. Logró engañar a todos, menos a Scott Carmichael, el encargado de investigar potenciales espías en el organismo. El ascenso de Montes a un prestigioso cargo en el Consejo Asesor de la CIA (y, con esto, el acceso a documentos secretos que ella jamás habría imaginado que podría ver) coincidió con la paranoia institucional que siguió tras el atentado a las Torres Gemelas del 11 de Septiembre. Por esta razón, Carmichael montó una operación encubierta en la que terminó de exponer a Ana Belén Montes.
Cuando se le presentó la acusación, en la propia oficina del director de la DIA, Ana mantuvo la compostura y no opuso resistencia al arresto.
Según el estudio psicológico que realizó la Oficina Central de Inteligencia (CIA) tras el arresto de Ana, los episodios de maltrato vividos durante su niñez y adolescencia la llevaron a asociar la figura del padre con todo tipo de autoridad basada en la superioridad, simbolizada en el poder militar de Estados Unidos. Esos eventos, dicen los informes, “incrementaron su vulnerabilidad a la hora de ser reclutada por servicios de inteligencia de otros países”. Su hermana Lucy, quien accedió a hablar con los medios diez años después de la captura de Ana Belén, confesó que la revelación no la sorprendió, ya que encajaba con la conducta errática, el aislamiento y los traumas causados por las viejas heridas de la infancia.
Hoy en día la “Reina de Cuba” está internada en una prisión para mujeres de máxima seguridad. No muestra ningún arrepentimiento por sus acciones. Se declaró culpable por el delito de espionaje y fue condenada a 25 años de cárcel. Saldrá en libertad el 1 de julio del 2023.
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