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Amor, haz como que no me conoces

The Dinner, ilustración de Milan Rubio / Flickr. Haga clic aquí para ir al perfil del autor

15/02/2018

Al igual que muchas otras parejas, mi novia y yo pensamos que el Día de San Valentín es una festividad comercial. El año pasado no quisimos hacer nada tradicionalmente romántico, como hacer una reservación para una cena elegante. En cambio, decidimos hacer algo un poco más atrevido.

Teníamos una lista de actividades que deseábamos hacer y que poco a poco habíamos cumplido, por lo que discutimos cuál idea sería perfecta para la fecha. Optamos por una de mis sugerencias: iríamos a un bar que no frecuentábamos, fingiríamos ser dos desconocidos y yo trataría de conquistarla.

Habíamos estado juntos ocho meses, lo suficiente para sentirnos cómodos. Sentirse cómodo es uno de los placeres de estar en una relación a largo plazo: en lugar de aguantar el nerviosismo de la primera cita, podíamos pedir comida para llevar, ver televisión y aburrirnos juntos. Es un alivio no tener que estar “alerta”; sentirse en libertad de mostrarse poco atractivo o de contar alguna neurosis rara sin preocuparse de que la otra persona sepa quiénes somos en realidad.

Sin embargo, este también es un riesgo de las relaciones: dar por hecho a tu pareja y no tratar de impresionarla. Olvidamos cómo coquetear el uno con el otro o el que la otra persona puede ser atractiva para alguien más y entonces quienes forman una pareja pueden llegar a aburrirse, de ellos mismos y de la otra persona. Y luego llega el día en que se enteran de que uno de ellos tiene una vida secreta, como un amorío o correspondencia erótica o que había escondido un gusto sexual o una expareja de un estilo o género inesperado.

Ninguno de nosotros tenía experiencia con los juegos de roles; no solemos hacer escenarios elaborados de la alumna y el profesor, de fingir que alguno está en una entrevista de trabajo con el otro o que ella es la princesa-esclava y yo Jabba el Hutt. No íbamos a fingir que no éramos nosotros; íbamos a ser nosotros en una realidad paralela en la que no nos habíamos conocido.

A ambos nos preocupaba sentirnos tontos y arrepentirnos de la idea. Hubo titubeos de último momento. Ella no había tenido el mejor de los días y le dije que podíamos posponerlo si no estaba de humor, pero terminó diciendo que sí. Nos pusimos dos palabras clave: una como advertencia y la otra para finalizar el juego.

De camino al bar aquella noche para “conocer por primera vez” a mi novia, me sentí nervioso. No estaba seguro sobre la ropa que iba a ponerme. Elegir un lugar en la barra me pareció tan lleno de posibilidades y desventajas como si fuera el primer movimiento en una partida de ajedrez. Al final, opté por un sitio en el extremo de la barra, que dejaba dos lugares vacíos entre otro chico y yo, para así permitir que mi novia decidiera junto a quién iba a sentarse. Saqué el libro que había llevado, Pálido fuego de Nabokov (cuyo narrador también finge ser otra persona), y esperé.

Cuando llegó, me hirió que se sentara en el banco junto al otro tipo. “No podía sentarme junto a ti”, me explicó después. “Eso habría sido muy fácil”. Dijo que incluso había considerado sentarse al otro lado del bar y lanzarme miradas desde ahí.

No tengo idea de cómo coquetearle a una mujer que está del otro lado de un bar. Seguramente habría fracasado y hecho el ridículo.

Cabe mencionar que mi novia es —¿cómo decirlo?—… voluptuosa. Hace tiempo se cansó de que los hombres miren detenidamente su escote y ahora se viste toda de negro con cuellos altos y accesorios poco llamativos de color cobre que lucen como partes de una maquinaria u objetos totémicos. Así que cuando se sentó en el banco con una blusa ajustada sin mangas que dejaba ver la forma de sus senos y parte de su vientre, tuvo en mí el mismo efecto cálido y desorientador que media tableta de hidromorfona masticada.

Sacó un libro de su bolso y lo abrió; también era Pálido fuego (lo estábamos leyendo juntos como nuestro proyecto invernal). El otro tipo también leía un libro.

“Es como un club de lectura en el bar”, dije, para iniciar la partida.

“Miren”, dijo el otro tipo. “¿Sabían que ustedes dos están leyendo el mismo libro?”.

Ambos fingimos sorpresa y los tres nos pusimos a charlar. El libro del hombre era una colección de ensayos que sonaba bastante bien. Me inquietó que resultó ser inteligente y muy bien leído porque, claro, la ciudad de Nueva York está llena de gente inteligente y bien leída que compite, con sus formidable educación y encantos, por la pareja potencial.

Él era abogado, y no me refiero a un abogado aburrido, sino uno que hacía algo interesante y genial. Tuve la impresión de que mi novia hablaba más con él que conmigo. Comencé a ver que al sujeto le iba mejor con ella y que para nada se podía concluir que al final ella se quedaría conmigo.

Sentía pena por este tipo (porque no tenía idea de que solo era un actor de reparto en nuestro juego privado y, creía yo, no tenía la más mínima posibilidad con ella), pero también empecé a odiarlo y quería superarlo en la batalla.

Mi novia y yo habíamos visto en una ocasión a dos gansos canadienses luchar por la hembra, graznando furiosamente y golpeando el agua con sus alas, mientras intentaban picotearse los cuellos ondulantes. Como todos los gansos (sin ánimo de ofender) se ven bastante parecidos, no fue fácil decir cuál de ellos ganó, si el atacante o el defensor, pero supe que quería ser el ganso que se quedó con la chica, no el que se alejó volando anunciando con sus graznidos su vergonzosa derrota.

Para mi buena suerte, la esposa del otro hombre apareció poco después, con uno de sus colegas. Ambos eran escritores de un programa de televisión que nos aseguraron que nunca habíamos visto y se reunían cada martes por la noche para ver la transmisión del nuevo episodio. Todos eran interesantes; nos cayeron bien. Sin embargo, no podíamos abandonar nuestros personajes.

Nos habíamos sentido cohibidos e inseguros con este plan desde el principio, pero ahora que nuestro juego privado se había convertido en un experimento descontrolado en el que participaban otras personas, nos sentíamos obligados a seguir adelante. Se había vuelto real.

Estar forzados a mantener nuestra condición de extraños frente a terceros nos obligó a presentarnos de nuevo y preguntarnos: “¿A qué te dedicas?” y “¿En dónde vives?”. Tuvimos que tratar de contestar sin sonar aburridos y escuchar nuestras respuestas como si fuera la primera vez.

Mi novia me reveló después que, de no haber sido por la presencia de esos extraños, estaba segura de que habría abandonado el experimento a los quince minutos. Eso también hizo que ambos fuéramos realistas en nuestro papel; ella se vio obligada a que su coquetería pareciera más real, tratándome como a un verdadero extraño en un bar, siendo cautelosa y dándose a respetar, en lugar de invitarme a “su” casa después de un trago o de encerrarnos en el baño a hacer el amor.

Justo antes de que nuestros tres nuevos amigos se fueran, el abogado nos dio su tarjeta y dijo: “Estoy aquí todos los martes, por si quieren seguir con nuestro club de lectura”.

Me pareció percibir una mirada de esas que intercambian los amigos universitarios, como de “Buena suerte” o “Felicidades”.

Después de que se fueron, le pregunté a mi novia si me permitiría pagar por nuestras bebidas. Me sentí tan nervioso al preguntar (y tan aliviado cuando dijo que sí) como me habría sentido de haber sido la primera vez que nos veíamos.

Por discreción, no diré cómo terminó aquella noche, pero he de decir que es una experiencia única tener un encuentro sexual extraño, casual y alcoholizado… con tu propia novia.

No se trataba de “avivar la llama” de una relación que se había estancado ni tampoco es que recomiende este juego para otras parejas.

Lo que sí recomendaría es lo que hizo por nosotros: nos recordó que, a pesar de una ilusión de familiaridad que nuestros meses juntos habían fomentado, mi novia y yo seguíamos siendo un par de perfectos desconocidos.

Contarnos historias sobre nuestro pasado romántico y sexual tiene un efecto similar. Me recuerda que ella es una persona completa de la que conozco apenas un porcentaje diminuto, con una larga historia de relaciones, amoríos y fantasías, y todo un espectro de deseo que en su mayoría puede ser invisible para mí.

Esto asusta, pero también resulta emocionante. Es fácil sentirse satisfecho e imaginar que la minúscula parte que nuestra pareja nos permite ver de sí misma (o quizá la única que nos sentimos cómodos de observar) es todo lo que hay.

Al final, nuestro juego no solo fue afrodisiaco, sino un bálsamo; un recordatorio de que ella podía, si quería, irse con alguien más cualquier noche que quisiera. Aunque confío en ella y creo que me ama, todavía tengo que merecerla y ganármela de vez en cuando.

Tal vez se vuelva una tradición para nosotros; un recordatorio de una verdad perenne. Suponiendo que vayamos a celebrarlo juntos, porque nadie tiene garantizado otro Día de San Valentín.

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