Entrevista

Amor, boxeo e insomnio. Sobre “Round 15”, de Juan Carlos Méndez Guédez

16/12/2021

Juan Carlos Méndez Guedez retratado por Raquel Méndez Roperti

Aspirar a una escritura que apueste por las incertidumbres y el poder de lo no dicho como hilo conductor parece ser una de las premisas que guiaron la escritura de Round 15 (2021), la novela más reciente de Juan Carlos Méndez Guédez publicada por la editorial colombiana Caballito de Acero.

Desde hace más de veinte años Méndez Guédez reside en España, lugar donde ha escrito la mayoría de sus libros. Su obra ha sido estudiada en distintas universidades europeas y americanas. Además, ha participado en decenas de encuentros literarios como la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el Hay Festival de Cartagena de Indias, la Miami Book Fair, entre otros. La distancia, sin embargo, no ha afectado su conexión con Venezuela, país natal que recrea en sus composiciones y que visita con cierta regularidad.

De esos viajes, de esas memorias entresaca motivos con los cuales ha construido novelas como Los maletines (2014) o La ola detenida (2017) donde nos convertimos en testigos de una Caracas peligrosa, ruda y violenta, pero que al mismo tiempo resulta una ciudad de amor, ternura y sonrisas en la que los abrazos, los encuentros entre amantes furtivos y los paseos de domingos por la tarde son todavía posibles. Esa doble cara de la capital venezolana aparece en Round 15 como un ejercicio de resistencia: el de un hombre llamado Francisco que se sabe derrotado –no solo por el desamor de su esposa Inmaculada, sino por el paso de una vida que pudo ser mejor–, pero que se resiste a ser vencido con un pundonor propio de aquellos que incluso en la derrota encuentran formas ocultas de la belleza.

A la vez que se sostiene con un ritmo avasallante, Round 15 puede traducirse como un viaje a algunas aficiones de la infancia del autor narradas desde un constante desdoblamiento fruto de esa extraña lucidez que resulta del insomnio, terreno fértil para indagar las vetas del pasado y sus consecuencias, y que en el caso de esta novela deriva hacia una historia de amores inconclusos y frustraciones, y en la que el boxeo resulta metáfora de vida.

Es aquí, justamente, donde brilla la prosa de Méndez Guédez: en su capacidad para rescatar algunos paradigmas de la nobleza humana tanto más en personajes que, a primera vista, podríamos juzgar réprobos o deleznables.

¿Cómo plantea, desde la voz narrativa, la extensión de sus novelas? En su producción destacan libros que superan las trescientas páginas, como Los maletines o La ola detenida. Pero también hallamos textos más brevesquizá no tan totalizantes como Y recuerda que te espero, Veinte merengues de amor y una bachata desesperada y ahora esta novela, Round 15.

Para mí es importante no plantearme que voy a escribir una novela, un relato o un cuento. Lo que deseo es contar una historia, sin que falte nada en ella y que tampoco sobre. ¿Cómo decírtelo? Mi aspiración consiste en narrar en todos los formatos posibles: me gusta la idea de moverme desde el microcuento perturbador, como pueden ser los de Ana María Shua, hasta la novela total, como la que encuentras al leer Física de la tristeza, del búlgaro Gospodínov. Pero cuando me siento frente a la computadora me olvido de eso. En ese momento solo quiero ser la historia: escucharla, vivir en su respiración, seguir sus pasos naturales. No quiero imponerle presiones exteriores a lo que estoy contando. Además, cuando ya me decido a escribir algo es porque he podido mirar sus dos puntas: el inicio y el final. De allí que si en un momento dado me encuentro con que deseo contar la historia de una detective que estando de paseo por Francia es contratada para resolver un misterioso caso en Caracas, esas dos puntas me indican que se trata de una larga historia, que debo adecuar los ritmos de mi prosa, la exposición de las situaciones, como sucedió en La ola detenida. Pero si la historia transcurre en una noche, como es el caso de Round 15, intuyo que la tensión dramática exige mayor concisión, una prosa más apretada, un uso continuo del resumen, porque aunque el personaje esté recordando veinticinco años de vida esa memoria debe ceñirse al espacio de esa noche. Esto fue algo que tal vez comprendí con una novela preciosa de Eduardo Liendo: Si yo fuera Pedro Infante. Quizá, sin saberlo, muchos años atrás comencé a imaginar una novela que transcurriese con esa ilación tan particular, tan ansiosa y lúcida del insomnio.

Hablemos de los rounds. En Los maletines hay cierto orden estructural que responde a esta nomenclatura. Recuerdo, por ejemplo, lo que podemos llamar los últimos rounds de Donizetti. Ahora, esta palabra aparece en el título de su novela reciente. ¿De dónde surge no solo el gusto por el boxeo, sino la idea de conciliar este deporte con la literatura?

Nunca olvido una frase que le escuché a José Balza en Madrid: la literatura es más importante que la vida. Entiendo que él se refería a que en la literatura la vida alcanza su máximo esplendor. Por eso, en la escritura la vida se asoma a las vidas que no fueron posibles. Hay un poema de Álvaro Mutis que nunca olvido y dice algo así como: «A la vuelta de la esquina, te seguirá esperando ese que no fuiste, ese que murió de tanto ser tú mismo lo que eres». Es decir, en la escritura, en la propia o la de otros, la vida se expande, se preserva, se multiplica y se condensa. Te digo esto porque intento escribir sobre lo que me conmueve, sobre lo que ha sido o puede ser la vida. Y claro, el boxeo fue muy importante en mi infancia y mi adolescencia. Recuerdo un combate entre Hearns y Durán que vi con mi amigo del alma Aquiles Villarreal. Nos sentamos y él dijo: “Debimos comprar un roncito”. Yo dudé y casi hice el gesto de levantarme, pero Hearns lanzó dos manotazos y noqueó a Durán. El soñado combate solo duró cuatro minutos. Aquiles y yo nos reímos tanto por nuestras expectativas de que el ron acompañaría una noche épica. También te puedo hablar de unas vacaciones en Los Caracas en que mi prima Janet y yo queríamos ver la pelea entre Leonard y Hearns, pero allí no llegaba señal de la tele. Pasamos esa noche imaginando cada round, contando las horas para comprar el periódico. Por eso, el boxeo para mí es la alegría que compartía con gente amada; o lo melancólico que fueron tantos lunes mirando a solas las peleas porque en la niñez eso es algo que se hace con el padre y esa es una figura ausente en mi vida. Dicho esto, no me queda duda de que reescribir es revivir. Y en el boxeo hay mucho de mi afectividad, por lo que la escritura me permite reinventar esa existencia. Como ejemplo concreto te digo que las peleas de Leonel Hernández que cuento en Round 15, a grandes rasgos, están transformadas. Prefiero el modo en que Hernández es derrotado en mi historia que como sucedió en la realidad. Entonces, ante la pregunta de por qué asociar literatura y deporte podríamos decir que ambos son juegos en los que representamos grandes momentos de la vida. Cada vez que recuerdo la pelea de Locche con Pambelé entiendo lo que significa la amistad que nos salva de nosotros mismos; cuando recuerdo la pelea de Pipino contra Hearns entiendo que a veces caerse a tiempo es un modo de sobrevivir; si recuerdo la pelea de Foreman contra Moorer pienso que el tiempo a veces nos concede un milagro.

Entrando en Round 15, llama la atención que su personaje protagónico, Francisco, sostiene el discurso narrativo desde el yo reflexivo. ¿Fue algo planeado desde el inicio? Es decir, ¿siempre hubo esta intención o surgió en el camino, con las correcciones?

A mí me conducen las palabras. Cierto que en las correcciones, en la segunda o tercera versión, pongo en marcha mecanismos de construcción literaria. Pero yo arranco con palabras. Y quizá mis personajes, en general, son personas a las que les suceden muchas cosas, pero no solo en su cotidianidad, sino en su pensamiento. Recuerdan muchas cosas y no dejan de contarse a sí mismos su propia novela de vida. El protagonista de Round 15 tiene una inmensa admiración por Leonel Hernández, un boxeador que estuvo a punto de ser campeón cinco veces, pero que nunca pudo lograr el título. Toda reflexión suya, todo recuerdo está permeado por esa conexión con un deportista que conoció el triunfo como una posibilidad a la que nunca pudo llegar. Cierto es que le presté a ese personaje mi simpatía por Leonel Hernández, un boxeador que siempre me ha acompañado en el recuerdo. Pero toma en cuenta que mi equipo en béisbol es Cardenales de Lara, quienes tardaron veinticinco años en ganar su primer campeonato. Yo con ellos viví todas las decepciones, todos los desengaños; eran los mejores en las eliminatorias y cuando llegaban los cuatro juegos de la final se desinflaban. Además, yo viví en Caracas, rodeado de caraquistas victoriosos. Así comprendí que siempre es posible superar la humillación y la derrota o al menos convivir con ella. La reflexión posible es que la derrota me despierta una inmensa simpatía, una hermandad solidaria. Asimismo, sospecho que los triunfadores casi siempre usan corbatas y me quedan muy mal las corbatas. En un cuello como el mío las corbatas no van bien.

El personaje de Magdalena Yaracuy, protagonista de La ola detenida, tiene una breve aparición en Round 15. ¿Qué otros personajes pudiesen volver en las historias que escribe en este momento? ¿Veremos leeremos más de esta detective, de Francisco o de la propia Inmaculada?

La propia Magdalena Yaracuy ya aparece protagonizando un relato de unas sesenta páginas que se publicó en Colombia: Una canción de Carlos Vives y los ladrones de esmeraldas, texto publicado en un volumen del programa «Bogotá contada». También tengo un cuento inédito con ella que espero en el futuro encontrará su lugar. Digamos que su presencia se ha prolongado en mí, y claro que me encantaría que tuviese nuevas apariciones. La novela que le dedico, La ola detenida, a un mes de su aparición en Francia está teniendo estupendas críticas y hasta veo en los foros que hay lectores que dicen esperar la continuación. Bueno, es una idea seductora. Recuerdo el momento sobrecogedor en que vi reaparecer a Juan Pablo Castel, el protagonista de El túnel, en unas páginas de Abbadón el exterminador. Me gusta ese recurso que Sábato utilizó allí. Pero soy demasiado profuso, demasiado disperso para seguir personajes en varios libros distintos. Me gusta la mudanza. Ya veremos. Así que no sé si los personajes de Round 15 puedan tener prolongaciones o reapariciones. En cierto modo la historia de ambos, con ese giro un poco sorpresivo que tiene el final del libro, queda clausurada. Tal vez porque el peso dramático de lo que allí se cuenta apunta a que son personajes con pasado y memoria, pero que no tienen futuro.

El lector avezado en su obra podría ser testigo de cierto tránsito en el tratamiento de la violencia que parte del componente urbano en sus primeras novelas y cuentos hasta ese tipo de violencia que surge desde el poder político en los últimos títulos. ¿Consideraría este tema como algo inagotable para los escritores venezolanos que sufren bien sea desde la distancia o dentro de ella la debacle política, económica y social fruto de la situación reciente del país?

Sergio Ramírez dice que la literatura tiene cuatro temas: el amor, la locura, la muerte y el poder. Este último como un interesante agregado que él hace a las propuestas de Quiroga. La violencia que el poder ha ejercido estos años en Venezuela por supuesto que es un tema inagotable. Tiene muchas aristas. Desde la violencia directa y homicida hasta la tortura de la escasez, de los apagones, de la impunidad. El clima de miedo, el retorcimiento del lenguaje, la burla con el drama de las millones de personas que han debido huir del país. Pero literariamente no creo que sea saludable quedarnos enfrascados allí. La literatura siempre necesita moverse, expandirse. En Round 15, si te fijas, hay una violencia de fondo al otro lado de las ventanas, pero en la intimidad de los personajes solo ocurre el quiebre de una historia de amor; eso es lo que allí se encuentra en primer plano. Y claro que hay relaciones de poder entre los personajes: Francisco es solo una prolongación de su esposa, de su suegra. Ellas rigen su vida al igual que lo hace su primo, que es la amenaza siempre detenida del fin. En todo caso puedo decirte que sí, que hablamos de un tema inagotable. Pero hay que estar atentos a que no nos agotemos nosotros. Es un asunto complejo. A mí la mayor parte de las historias que se me ocurren ahora mismo tienen el escenario de ese horror. Porque es un horror que te persigue. Yo estoy aquí, pero sé que en mi casa en Caracas no hay agua, que el kilo de café que debo comprar allá cuesta tres veces más caro que en Madrid, que la salud de la gente querida es una lotería que es casi imposible asumir. Se vive en un espantoso vértigo. Las dictaduras destruyen por dentro. Y hay que asumir que estamos rotos. Por eso me parece tan literariamente interesante lo que hace Juan Carlos Chirinos enfrascado como se encuentra en historias góticas o el giro que da Rodrigo Blanco Calderón en su novela Simpatía, en la que fija su atención en los perros de la ciudad, seres que se convierten en víctimas de las víctimas; o en Liliana Lara que en Abecedario del estío se dedica a explorar palabras, a mirarlas con ojos de asombro. Siempre hay que intentar un más allá del dolor inmediato. Pero no es fácil. Y sobre todo es necesario comprender algo con humildad: nuestros libros no cambiarán nada. El mal, hasta ahora, ha mostrado ser más poderoso que nosotros. Tiene fusiles, tanques, lacrimógenas, esbirros. Tal vez la única salvación posible sea la belleza: releer un verso de Montejo y pensar: “Esto también ha sido posible, la mano que escribió estas palabras alguna vez también estuvo en mis calles. Eso es algo que jamás podrán robarnos”.


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