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El hecho de que en julio de este 2019 se cumplan exactamente 220 años desde que Alexander von Humboldt emprendiera su ruta por tierras venezolanas me compromete, muy en lo personal y por dos razones distintas, a la hora de hablar de un viajero que, como él, recaló en estos parajes por obra de una simple casualidad. El primero de esos dos motivos que me gustaría explicar se debe a que yo egresara como bachiller del Colegio Humboldt –del Humboldt Schule-, en el cual si algo aprendí con pasión fue el amor por la naturaleza y el amor por la música, ambos rasgos muy distintivos de mi instituto escolar y, por extensión, del gentilicio alemán.
Lo segundo es que soy hijo de un naturalista devoto del sabio Humboldt, tal como lo fue mi padre, el zoólogo Edgardo Mondolfi Otero (1918-1999). A él le debo mis primeras aproximaciones a la obra del viajero, pues siempre tuvo en su biblioteca, al alcance de la mano, los cinco tomos de la edición venezolana del Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente en la traducción de Lisandro Alvarado. Esta edición -por cierto- aún la conservo, descosida por el uso y la frecuente consulta a la cual la sometió el viejo Edgardo en busca de detalles de interés sobre tal o cual especie de nuestra fauna tropical. De hecho, y lo más interesante de todo, es que, cuando Humboldt comenzó a escribir al respecto, muchas de esas especies le eran totalmente desconocidas; aun así, y como jamás se cansó de repetírmelo mi padre, las descripciones zoológicas del científico alemán lucen admirablemente libres de errores.
Quisiera dedicar estos apuntes al Humboldt viajero, no al Humboldt naturalista, aun cuando a veces resulte difícil deslindar las fronteras que separan a uno del otro. Al mismo tiempo, y ya cuando sólo del viajero se trata, debo hacer una clarificación necesaria. Ello es así puesto que, a la hora de leerlo, en el caso de Humboldt figuran dos viajeros a la vez. Por un lado, un Humboldt que podría resultar agotador; me refiero, en este caso, al que llena las páginas de su libro de clasificaciones técnicas, exhaustivos cálculos matemáticos, mediciones trigonométricas, o de digresiones científicas o quien, a fin de cuentas, lleva minucioso registro de la temperatura o de lo que revelaran las posiciones astronómicas de los sitios visitados, o de lo que pudiese marcar su brújula de inclinación, la columna de mercurio de su barómetro, los ángulos horarios de su cronómetro, o el registro de alguno de sus otros delicados instrumentos, bien fuera el electrómetro de Volta, su sextante de Ramsden o su sextante de Troughton.
Pero, al mismo tiempo, existe el viajero amable, aquél que, de manera tan graciosa como espontánea, va almacenando en su pupila cuadros de interés social, detalles sobre la vida cotidiana y, en suma, apreciaciones acerca de lo que consideraba la franca jovialidad, la inveterada cortesía y, especialmente, la hospitalidad a prueba de todo que eran capaces de exhibir los habitantes de la Capitanía General de Venezuela. Por algo suena natural decir que el testimonio de un viajero –y así pareciera confirmarlo el caso de Humboldt- siempre se convierte en una fuente valiosa para la comprensión de la realidad. Además, esa faceta de “viajero” forma parte, si se quiere, del científico multifacético capaz de exhibir, al mismo tiempo, una prosa cuya calidad revela, sin duda, el sólido bagaje y la asombrosa formación que traía a sus espaldas.
En Humboldt rara vez está presente el comentario incisivo acerca de la cultura o las relaciones sociales de los pobladores de Tierra Firme. Quisiera ser enfático en este punto puesto que a Humboldt no le faltaron contrariedades ni dejó de encarar, en los rincones más apartados, situaciones que fácilmente habrían podido enervar a cualquiera. Aun así, el sosiego humboldtiano contrasta de manera notable con la urticante mala-lengua o las profesiones de maledicencia que, hacia el clima o hacia los pobladores, uno advierte en muchos viajeros posteriores que no completaron tan siquiera un tercio del recorrido emprendido por él entre julio de 1799 y noviembre de 1800, ni le consagraron jamás una descripción tan brillante a la naturaleza venezolana como la suya.
De hecho, convendría decir algo acerca de las circunstancias propias de este viaje venezolano que, en parte, fue producto del azar. Tengamos en cuenta que lo que apenas debió ser una recalada de algunos días en Tierra Firme con el objeto de seguir hacia La Habana, devino en un recorrido de más de 900 leguas que lo condujo, sin proponérselo, a visitar prácticamente toda la Capitanía General con excepción de los Andes. Así, el recorrido en cuestión lo llevaría a explorar casi todo el oriente –desde Güiria hasta Barcelona; el centro (incluyendo Caracas, La Victoria, Maracay, Puerto Cabello y Valencia); los Llanos occidentales y orientales, así como los confines del alto Orinoco, el Guaviare, el Río Negro y el Casiquiare.
Sin embargo, tal vez sería oportuno comenzar por lo que fuera el particular privilegio que, por disposición de Mariano Luis Urquijo, Secretario de Estado, se le dispensó a Humboldt con el objeto de que pasase a las Indias Occidentales en calidad de viajero y observador científico. A fin de recibir el aval de la Corte de Carlos IV, Humboldt presentó una breve autobiografía –lo que hoy llamaríamos el requisito de un Currículum Vitae– en el cual, curiosamente, destaca el invento de una lámpara de seguridad para mineros que resistía los efectos de cualquier gas, así como una máscara de protección respiratoria para el trabajo en ambientes subterráneos. Esa habilidad técnica era resultado de sus años de estudio en la Academia de Minería de Freiberg.
Aparte, pues, de tratarse en su caso de una rarísima excepción, consta que, además de zarpar prevalido de extensas recomendaciones dirigidas a las principales autoridades de Cuba, México y el litoral venezolano, se le extendió un pase amplísimo con el fin de que pudiese recorrer a sus anchas las comarcas americano-españolas. Hay que tener en cuenta que, hasta entonces, la nómina de tales científicos o geógrafos no españoles había sido limitada. Si descontamos el caso de algunos oficiales de marina con veleidades de naturalistas y quienes, por lo general, no llegaron a asomarse más allá de las costas, la capacidad que tuvieron otros extranjeros de ampliar las observaciones existentes se limitó fundamentalmente a la licencia que le fuera otorgada al botánico sueco Peter Loefling, quien se concentró en el oriente y la región del Caroní, entre 1754 y 1756, y al Conde de Ségur, quien, como huésped del Capitán General en 1783, hizo lo propio en la región norte-costera, pero cuyas observaciones son de interés social, no científico.
Existe también el valioso caso del explorador Nicolás Hortsman, quien recorrió Guayana en 1739 pero quien lo hizo en realidad bajo patrocinio holandés, en tiempos de un Esequibo cuyos títulos de propiedad aún lucían confusos. Sin embargo –y como correctamente lo apunta el naturalista estadounidense Paul Russell Curtright- el espíritu investigativo moderno hace verdaderamente su entrada a este particular confín de la América española a partir de Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland.
Todo esto lo traigo a colación con el objeto de poner de relieve que la limitada presencia de los científicos viajeros formaba parte de esa misma gramática del exclusivismo o del secretismo con que las autoridades de la Metrópoli juzgaban casi todos los asuntos atinentes a la América Española. No tiene nada de extraño que así fuera puesto que ese mismo carácter restrictivo se extendía a lo que eran las leyes y ordenanzas relativas al comercio con extranjeros que sólo, en muy contados casos, llegaron a flexibilizarse a favor de breves interludios del llamado “comercio neutral”. Y eso mismo, desde luego, aplicaba al potencial que, como informantes, podían tener los viajeros científicos como proveedores de valiosas noticias acerca de los recursos con que contaba la América española.
Esta política, tan celosa como efectivamente aplicada a tal fin, eludió inclusive la penetración británica con un notable grado de éxito. No perdamos de vista que ni tan siquiera Gran Bretaña, como impenitente rival del poder español, había llegado a poseer información lo suficientemente precisa, en términos estadísticos, acerca de las ventajas comerciales y naturales que la América española era capaz de ofrecer. De hecho, cuando llegó a tener acceso a tal información fue en una fecha más bien tardía, hacia finales de esa última década del siglo XVIII. Y ni tan siquiera dispuso de ella tan prolijamente a través de sus funcionarios en el Caribe inglés, o de los propios agentes comerciales británicos que merodeaban el vecindario americano-español, como lo hizo gracias a lo que le fuera aportando, metódica y sistemáticamente en materia de población, minas, productos naturales, consumo y rentas, una leva de criollos avecindados en Londres en calidad de exiliados: me refiero al neogranadino Antonio Nariño; al cubano Pedro José Caro; al porteño Mariano Castilla; al chileno Eugenio Cortés; al novohispano José Pavía y, desde luego, al caraqueño Francisco de Miranda, todos ellos surtidores de información sensible y, por ello mismo, altamente valiosa para el Gabinete inglés.
¿Por qué Humboldt fue una excepción dentro de este paisaje? Probablemente lo fue, hasta cierto punto, gracias a la flexibilidad que facilitara la –por entonces- reciente experiencia de las reformas borbónicas, las cuales, de paso, fueron responsables también de otras dos cosas: primero, de que se produjera uno de los interludios más importantes en materia de libertad de comercio con el mundo no español; y segundo, tal como lo avala un amplio consenso historiográfico, que se diera un nivel de crecimiento y prosperidad tal que hizo posible que se estimulara el potencial agrícola de la América española y se promoviera la expansión de su producción metalífera. Prueba de ello, por ejemplo, es que las primeras exportaciones regulares de café a la ciudad portuaria de Hamburgo se registraron entre 1786 y 1790.
Existe un testimonio valioso acerca de esa libertad de comercio, el cual emana directamente del propio Humboldt. Será cuando, luego de su tránsito por Cumaná, el Golfo de Cariaco, Araya, Cumanacoa y Caripe, resuelva dirigirse a La Guaira para tramontar a la capital. En ese trayecto, Humboldt hará un alto, en plena escalada de El Ávila, en la hostería conocida como “La Venta”, cuyos restos, por cierto, tuve la oportunidad de observar yo mismo, en años remotos, cuando pertenecía al Grupo Scout N. 4 de la Salle de la Colina. Lo cierto del caso es que, hallándose en esa posada en ruta hacia el valle de Caracas, Humboldt anotará lo siguiente: “Después de la época en que los neutrales han sido de vez en cuando admitidos en los puertos de las colonias españolas, se ha permitido a los extranjeros subir a Caracas más fácilmente (…). La Venta goza ya de alguna celebridad en Europa y en los Estados Unidos por la belleza de su situación”.
Sería pues, trayendo a sus espaldas esa excepcional década borbónica de 1780 a 1790, que Humboldt hiciera pie en Cumaná y permaneciera en territorio venezolano más de lo que jamás hubiese previsto, tal como lo dejé apuntado líneas atrás. Porque lo cierto del caso –y según el mismo se haría cargo de aclararlo-, su viaje a lo largo de 41 días de navegación se vio interrumpido de pronto por una epidemia de fiebre maligna que se había desarrollado a bordo de la nave que lo traía desde La Coruña.
A causa de tal razón, él y su compañero Bonpland, quienes no habían sido tocados por los síntomas de la enfermedad, resolvieron desembarcar, por simple prudencia, en el primer puerto disponible para ello, el cual resultó ser Cumaná. A propósito de este azar, y de un viaje que no estaba predeterminado a ocurrir tal como ocurrió, Humboldt dirá: “La resolución que tomamos en la noche del 14 al 15 de julio [de 1799] tuvo una influencia feliz en la dirección de nuestros viajes. En lugar de algunas semanas, nosotros residimos un año entero en la Tierra Firme; sin la enfermedad que reinó a bordo (…) no hubiéramos jamás penetrado en el Orinoco, el Casiquiare y hasta los límites de las posesiones portuguesas del Río Negro”. Y concluirá observando: “Nos hubiera dado pena desembarcar en Cumaná (…) sin penetrar en el interior de un país tan poco visitado por los naturalistas”.
Existe, además, algo particularmente precioso del encuentro de Humboldt con la nueva geografía. Acostumbrados a creer que al trópico se le llega, casi exclusivamente, a través del aspecto imponente de su vegetación –y, para ello, sólo basta pensar en el verso “las riberas bordadas de palmeras” del poema Vuelta a la Patria de Juan Antonio Pérez Bonalde-, la de Humboldt será, en cambio, la bienvenida que, como astrónomo aficionado, habría de dispensarle una bóveda celeste absolutamente novedosa para él. Por ello dirá: “No es menester ser botanista para reconocer la zona tórrida con el simple aspecto de la vegetación. (…) No sé qué sensación desconocida se experimenta cuando, al aproximarse al ecuador, pasando sobre todo de uno a otro hemisferio, se mira descender progresivamente, y luego desaparecer, las estrellas que uno conoce desde tu tierna infancia. No hay cosa que recuerde con mayor viveza al viajero la inmensa lejanía de su patria que el aspecto de un cielo nuevo”.
Estas comarcas, cuyas costumbres y hábitos describirá junto al acopio de noticias de carácter científico, serán todo menos apacible en lo político. Resulta preciso tener en cuenta que Humboldt llegaría a Cumaná en 1799, dos años después de ocurrida la insurrección de José María España, y casi siete años antes del intento de Miranda –en 1806- de incursionar, sin éxito, sobre la costa venezolana. Basta para ello citar este apunte del propio Humboldt, a propósito de sus dos meses de residencia en la capital: “Cuando llegué a Caracas, los blancos acababan de escapar del peligro del cual se habían creído amenazados con el levantamiento proyectado por España”.
Además, publicados años más tarde en París, Humboldt tendrá la oportunidad de entremezclar en las páginas de los Viajes por las Regiones Equinocciales sus propias vivencias personales con lo que, hasta entonces, habían sido los avances registrados por la causa insurgente en contra las autoridades leales a Fernando VII. Por tanto, los Viajes estarán llenos de sutiles –y de no tan sutiles- observaciones de carácter político. Y cabe observar lo siguiente: no todas esas observaciones irán en desmedro del régimen español en Venezuela. De hecho, sin excusar la incuria, los desatinos, los errores o excesos, la valoración que ofrece acerca de la administración española, así como de algunos de sus principales funcionarios, será interesante desde muchos puntos de vista.
Por ejemplo, a propósito del siempre tan desmerecido Vicente Emparan –a quien conoció en Cumaná en calidad de Gobernador, mucho antes de convertirse en Capitán General- hablará no sólo de su eficaz labor en materia vial o de su combate contra la arbitrariedad de ciertos peajes sino que, incluso, estimará en mucho su sensibilidad a la hora de valorar el potencial que, para la prosperidad de su comarca, podía tener la explotación comercial de la Cuspa, conocida también como la Quina de la Nueva Andalucía. Humboldt resumiría esa hazaña de Emparan en estos términos: “La Cuspa, común en los alrededores de Cumaná (…), es un árbol desconocido todavía de los botanistas de Europa. (…) La Cuspa se administra con el mayor éxito en extracto alcohólico o en infusión acuosa, tanto en las fiebres intermitentes como en las malignas. El señor de Emparan, Gobernador de Cumaná, envió una cantidad considerable a los médicos de Cádiz; y, según informes dados hace poco [por el boticario del hospital militar] de Cumaná, la Cuspa se ha hallado en Europa ser casi tan buena como la quina de Santa Fe”.
Habrá incluso un gesto de significativa condescendencia de parte de Emparan que a Humboldt no se le escapará reseñar; será cuando, justamente a causa de la conmoción provocada en la comarca por la conjura de Gual y España, un comerciante de origen francés, domiciliado en el Morro de Barcelona, resultara arrestado y fuera conducido a Caracas por órdenes de la Real Audiencia, acusado de haberle ofrecido asilo a José María España durante el tiempo en que se mantuvo prófugo. Los buenos oficios de Emparan, basados –según Humboldt-, “en el recuerdo de los servicios que [este francés] había prestado a la naciente industria de esta región”, hicieron posible que, al poco tiempo, recobrara su libertad.
Iguales palabras de elogio irán dirigidas a Manuel Guevara Vasconcelos, el mismo que, luego de fracasada la expedición de Miranda, hizo que se fijara una recompensa por su cabeza que rondaría la exorbitante suma de treinta mil pesos. Acerca de él y, en general, acerca de la calidez de los caraqueños, Humboldt apuntará: “Si teníamos por qué estar satisfechos de la disposición de la casa [en la cual nos habíamos alojado], lo estábamos aún más por la acogida que nos hacían las clases todas de habitantes. Es un deber para mí citar la noble hospitalidad que, para nosotros, usó el jefe de gobierno, Señor de Guevara Vasconcelos, Capitán General por entonces de las Provincias de Venezuela”.
Habrá sin duda sus quejas acerca de la administración de justicia y tal será el caso a resultas de lo que probablemente fue el acontecimiento más penoso que registrara durante un año de viajes por las regiones de Venezuela. Lejos de haber sido víctima del encuentro cercano con una fiera –si bien relata el caso de un jaguar que estuvo a punto de darle alcance a orillas del río Apure- fue en realidad un atraco del cual fueran objeto él y Bonpland lo que se conservaría como el más amargo de sus recuerdos. La descripción de lo ocurrido amerita citarse casi en su totalidad:
Permanecimos un mes todavía en Cumaná. (…) Poco faltó para que un accidente funesto me obligase a renunciar al viaje al Orinoco. (…) Fuimos como de costumbre a la orilla del Golfo de Paria para tomar fresco y observar el instante de la pleamar. (…)
Atravesamos la playa (y) oí (a alguien) andar detrás de mí y, al volverme, vi un hombre de alta estatura del color de los zambos (…). Casi sobre mi cabeza tenía una macana, grueso garrote de madera de palmera, engrosado hacia la punta en forma de maza. Evité el golpe saltando a la izquierda. El Sr. Bonpland, que caminaba a mi derecha, fue menos feliz. Había percibido al zambo después que yo, y recibió por encima de la sien un golpe que lo tendió por tierra. Nos hallábamos solos, sin armas, a media legua de lo habitado. (….) El zambo, en vez de atacarme de nuevo, se apartó despacio para coger el sombrero del Sr. Bonpland que (…) había caído lejos de nosotros.
La feliz intervención –según refiere Humboldt- de “unos comerciantes vizcaínos que tomaban fresco en la playa”, hizo posible atrapar al malhechor y conducirlo hasta el castillo de San Antonio, el cual fungía como depósito de presos. Humboldt mismo concluye la reláfica así: “El macanazo le había alcanzado al Sr. Bonpland hasta la coronilla y le afectó por dos o tres meses. (…) Inclinándose para recoger plantas le dio varias veces un desvanecimiento que nos hizo temer que se hubiese formado un derrame interno. Felizmente no eran fundados estos temores, y los síntomas, al principio tan alarmantes, desaparecieron poco a poco”. Por supuesto, para su contrariedad y amargura, se vería obligado a reconocer lo siguiente, a propósito de la enervante demora procesal y sus consecuencias: “Siendo la justicia tan despaciosa en este país, en que los detenidos que llenan las prisiones se quedan siete u ocho años sin obtener su juicio, supimos (…) que, pocos días después de nuestra partida de Cumaná, el zambo había logrado escaparse del castillo de San Antonio”. Iguales quejas se repetirían luego de su largo recorrido por el sur, al recalar de vuelta en la ciudad de Barcelona. A lo ya observado por él en relación a la lentitud procesal y a la facilidad con que los detenidos lograban evadirse, agregaría –ni más, ni menos- el estado de insalubridad de los presidios, el cual se vería alarmantemente agravado –a su juicio- si “no se hubieran visto vacías de tiempo en tiempo por la fuga de los detenidos”.
Punto interesante, en lo que a sus observaciones de tipo político se refiere, tiene que ver con la trata de esclavos. Y aquí, incluso, opera un contraste interesante con Miranda. Fuera porque el propio Miranda procediera de un contexto esclavista, lo cierto del caso es que, viajando 15 años antes que Humboldt por Carolina del Norte y Carolina del Sur, Miranda no pareció interesarse en el elemento más volcánico que se gestaba en las entrañas de esa sociedad: el carácter no precisamente en declive sino en franca expansión de la institución esclavista durante los años que coincidirían con su visita a los Estados Unidos. Al menos, en su diario, no figura ninguna referencia al respecto. A Humboldt, en cambio, sí le impresionaría vivamente el hecho y, no menos, la hipocresía con que algunos gobiernos europeos –como el de Dinamarca- hubiesen figurado entre los primeros en abolir la trata y que, no obstante, siguieran tolerando que, a bordo de naves de sus respectivos países, se mantuviera con todo vigor el tráfico negrero. A tanto llegaría su disgusto con el espectáculo del tráfico humano que lo estimaría como la nota más discordante que halló frente a la dicha que, en estas latitudes, ofrecía la singular observación de los astros y los fenómenos meteorológicos.
Su descripción de lo visto en un mercado habilitado para tal fin correría así: “Los esclavos ofrecidos a la venta eran jóvenes de quince a veinte años. (…) A cada momento se presentaban compradores que, por el estado de la dentadura, juzgaban de la edad y la salud de los esclavos, abriéndoles la boca con fuerza, como se hace en los mercados con los caballos. Esta vil costumbre proviene de África, como lo prueba el cuadro fiel que, acerca de la venta de cristianos esclavos en Argel, trazó Miguel de Cervantes en una de sus obras dramáticas”.
Mención aparte merece lo que Humboldt estimara como la configuración de una identidad autonómica a partir de sensibilidades y peculiaridades propias de estas regiones. En otras palabras, el viajero creía hallarse en presencia de un mundo que, al irse criollizando, le costaba reafirmar cada vez más su pertenencia originaria a la hispanidad. Apelando para ello a otras experiencias, Humboldt se afincaría en el notable contraste que ofrecieran los antiguos dominios griegos del sur de Italia con lo que creía observar del fenómeno moderno de estas posesiones de ultramar. Por ello dirá:
Entre los antiguos, por ejemplo, los griegos, los recuerdos nacionales pasaron de la metrópoli a las colonias donde, perpetuándose de generación en generación, no cesaron de influir favorablemente sobre las opiniones, costumbres y política de los colonos. Los climas de estos primeros establecimientos ultramarinos diferían poco del de la Madre Patria. Los griegos de Sicilia no fueron extranjeros para los habitantes de Argos, de Atenas, de Corinto, de quienes tenían por gloria descender. Una grande analogía de costumbres contribuía a cimentar la unión que se fundaba en intereses religiosos y políticos. (…) Estas ventajas (…) faltan a las colonias modernas. La mayor parte de ellas está fundada en una zona donde el clima, las producciones, el aspecto del cielo y del paisaje, difieren totalmente de los de Europa. En vano da el colono a las montañas, a los ríos, a los valles, nombres que recuerdan los lugares de la Madre Patria; estos nombres pierden pronto su atractivo, y ya no hablan a las generaciones siguientes.
Todo esto resulta interesante puesto que entre algunos contemporáneos de Humboldt –emplazados en otras latitudes- se estaría librando justamente un debate acerca de estas motivaciones de carácter identitario en torno a lo específicamente americano. Para algunos –como el jesuita Juan Pablo Vizcardo- esa identidad propia por diferenciación daba pie a pensar en la ruptura que, tarde o temprano, pudiera darse con la Metrópoli; para otros, como el neogranadino Camilo Torres, obsesionado con el sentimiento de pertenecer legítimamente al mundo español, bastaba con dirigirse a las Cortes, como lo haría en 1809, para proclamar con sonoro orgullo lo siguiente: “Aquí no hay que engañarnos: tan españoles somos como los descendientes de don Pelayo”. Pero, justamente a propósito de don Pelayo, Humboldt apuntará lo siguiente acerca de la forma en que su memoria parecía haberse diluido en estas comarcas. Dice Humboldt: “Bajo la influencia de una naturaleza exótica nacen hábitos adaptados a nuevas necesidades; los recuerdos nacionales se borran insensiblemente y los que se conservan (…) no se refieren ya ni a un tiempo ni a un lugar determinado. La gloria de don Pelayo y del Cid Campeador ha penetrado hasta las montañas y las selvas de la América; pronuncia a veces el pueblo esos nombres ilustres, pero se presentan a su espíritu como pertenecientes a un mundo ideal, a la vaguedad de los tiempos fabulosos”.
Otro comentario digno de nota acerca de las diferenciaciones tendrá que ver más bien con lo que creyera advertir en relación a la diversidad de intereses y la heterogeneidad del mundo americano-español resultante, a la vez, del carácter marcadamente heterogéneo de la propia Península ibérica. Por ello dirá:
Cuando se quiere tener una idea precisa de estas vastas provincias (…) hay que distinguir las partes de la América española opuestas al Asia de las que están bañadas por el Océano Atlántico; hay que discutir (…) dónde está colocada la mayor parte de la población y si ella está aproximada a las costas o si está concentrada en el interior. (…)
[Resulta preciso] examinar a qué raza pertenece el mayor núcleo de blancos de cada parte de las colonias. Los andaluces y canarios de Venezuela, los montañeses y los vizcaínos de México, los catalanes de Buenos Aires, difiere esencialmente entre sí en lo que hace a su aptitud para la agricultura, para las artes mecánicas, para el comercio y para las cosas que provienen del desarrollo de la inteligencia. Cada una de estas razas ha conservado, en el Nuevo como en el Viejo Mundo, los matices que constituyen su fisonomía nacional.
Humboldt -como ya lo he dicho antes- no excusa en ningún caso la incuria colonial; pero, a su regreso a Europa, y mientras completaba la redacción de sus viajes, creerá percibir un tono demasiado negador, de parte de la propaganda insurgente, en contra de los trescientos años de logros por parte de la administración en la América española. De hecho, creerá percibir mucho de ingenuidad y credulidad en tal esfuerzo propagandístico. Por ello dirá que se gustaba “aumentar la lista de los males. Es casi vengarse de la Metrópoli exagerar el estancamiento del comercio y la lentitud del progreso de la población [como si no existieran causas naturales que pudieran explicarlo]. Dudo que el crecimiento del comercio y la lentitud del progreso de la población pueda ser, en general, tan rápido [ante] los obstáculos que una naturaleza poderosa opone a los esfuerzos del hombre en climas ardientes y húmedos”.
Esto lleva directamente a otro tema que suscita interés. Contra la tesis central sostenida por los insurgentes –y, más tarde, por el leninismo- con relación al carácter expoliador de la Metrópoli, Humboldt estará más bien entre quienes observarían que los costos a corto plazo para el mantenimiento, protección y defensa del Imperio español superaban los beneficios que, a la larga, pudieran seguir obteniéndose. Por tanto, en relación a tales costos, Humboldt observaría que prácticamente todas las entradas correspondientes por concepto de aduanas, del estanco del tabaco y de las alcabalas de puertos y tierra adentro habían sido absorbidas por los gastos corrientes de la Capitanía General. Y luego apuntará: “Algunas veces ha habido un sobrante líquido (…) que ha ido al Tesoro de Madrid; pero los ejemplos de estos sobrantes enviados a Madrid han sido sumamente raros”.
Su siguiente ejemplo obraría a mayor escala, abarcando inclusive a la América española en su conjunto, con el fin de demostrar cuánto era consumido por los propios dominios en detrimento de la exportación neta de ganancias con destino a España: “Ya he hecho ver (…) que las colonias españolas en América, para la época de la mayor actividad del comercio y de las minas, tenían una renta bruta de 36 millones de piastras y que la administración interior de estas colonias absorbía cerca de 29 millones, mientras que siete u ocho millones solamente refluyeron al Tesoro de Madrid”.
Esta tesis de Humboldt acerca de los costos de la administración de ultramar se hallará, por cierto, muy a tono con lo que había llegado a opinar en su momento el político conservador inglés Edmund Burke, a juicio de quien el costo de la estructura imperial británica era muy superior a la ventaja que, a fin de cuentas, supuso la emancipación de las colonias de América del Norte dado que éstas habían seguido dependiendo, y continuarían haciéndolo en un futuro predecible, del comercio británico. Pero la tesis humboldtiana coincidiría también, a su manera, con lo que sostenían los promotores de la economía de libre mercado –comenzando por el muy liberal Adam Smith- para quienes el carácter coercitivo de la estructura imperial distorsionaba las fuerzas del mercado. Para Smith, a fin de cuentas, la sola noción de Imperio se traducía en un drenaje para el erario y, por tanto, en una irremisible pérdida de dinero.
Si no fuera por el arbitrio que impone el espacio al cual pueden consagrarse estos apuntes me habría tomado la libertad de ahondar en otra serie de detalles que se ven recogidos por el viajero –algunos de un tono verdaderamente simpático- como, por ejemplo, la forma en que los caraqueños se sintieron ofendidos una vez que Humboldt, medición en mano, les revelara la auténtica altura de la Silla de Caracas, a la cual los orgullosos moradores de la capital creían superior a la cumbre más alta de los Pirineos; sin embargo, me limitaré a dejar asentada una serie de consideraciones finales.
La primera de tales consideraciones es que, dentro del universo de los viajeros a Venezuela, la ruta humboldtiana, si bien eminentemente científica –más que de tratarse de una excursión a través de las costumbres y la cultura local-, permite apreciar una valoración bastante positiva del elemento humano, todo lo cual resulta mucho más sobresaliente aún frente al determinismo racial que prevalecía en la época. En realidad, las observaciones sociales de Humboldt son más bien amables. No hay en él –y quisiera repetirlo- el menor gesto de menosprecio hacia lo nativo. Incluso, su valoración del elemento indígena parte de una sensibilidad poco común. Escuchémoslo:
Porque el indio (…) es tratado como siervo en la mayor parte de las misiones, [es decir] porque no goza allí del fruto de su trabajo [es que] los establecimientos cristianos del Orinoco permanecen desiertos. Un gobierno fundado en las ruinas de la libertad de los indígenas extingue las facultades intelectuales o detiene el desenvolvimiento de ellas. Cuando se dice que el salvaje, así como el niño, no puede ser gobernado sino por la fuerza, se fundan falsas analogías. Los indios del Orinoco tienen algo de infantil en la expresión de su alegría, en la rápida sucesión de sus emociones; pero no son grandes niños, que tan escasamente lo son como los pobres labriegos del Este de la Europa, a quienes la barbarie de nuestras instituciones feudales ha mantenido en el mayor embrutecimiento.
La segunda consideración apunta al hecho de que Humboldt es el hombre que capitula ante la naturaleza. Resulta importante decirlo puesto que el registro de las emociones que experimenta contrasta con la fe en el progreso, la cual, ya más avanzado el siglo XIX, será piedra angular del empeño por domeñar la naturaleza y, por tanto, el estribo de todo un empuje industrialista y de un temprano capitalismo tan despiadado como destructor de los entornos naturales, bien fuera éste el caso en la América del Sur o en el África ecuatorial.
Basta oír esta conmovedora confesión de parte del viajero para así demostrarlo:
Abarcando de una ojeada este vasto paisaje (…) no se presenta ya el hombre como el centro de la creación. Lejos de domar los elementos, no procura sino sustraerse del imperio de ellos. (…)
En el interior del Nuevo Continente casi se acostumbra uno a mirar al hombre como no formando parte esencial en el orden de la naturaleza. (…) Los caimanes y las boas son los amos de los ríos; el jaguar, el pecarí, la danta y los monos atraviesan la selva sin temor y sin peligro: se han establecido allí como en una antigua heredad. (…) Aquí, en un país fértil, adornado de un eterno verdor, se buscan en vano las huellas del poderío del hombre.
La tercera consideración va en punto a lo siguiente. Como es de suponer, la espesura de la selva constituye un tramo importante de su viaje; y, como es de suponer también, una vez que Humboldt deje atrás los Llanos, el paisaje humano se reducirá prácticamente a la presencia de mercaderes de aceite de tortuga que traficaban con los indios de las misiones y a los propios aborígenes –bien fueran Otomacos, Chaimas, Piaroas, Maipures o Maquiritares-, cuyas costumbres describe. Ahora bien, acostumbrado como se había visto hasta entonces, desde que saliera de Cumaná, a depender de los misioneros (especialmente de los Capuchinos) en cuanto a procura de víveres y noticias, la presencia cuasi-fantasmal de las misiones jesuitas será la nota que domine una vez que se adentre en la selva. De algún modo, en su narración se percibe el peso de lo que significó la expulsión de la Compañía de Jesús, ordenada por Carlos III, en 1767. No sólo habrá numerosas referencias al jesuita Bernardo Rotella, fundador de la misión de Cabruta y de otros asentamientos ya extintos, sino que en más de una oportunidad reconocerá haber dependido, para su orientación, de las obras y relaciones cartográficas escritas por el padre Filipo Gili o del padre José Gumilla –ambos jesuitas- al remontar el Orinoco.
Dirá más: sólo diez misiones había hallado repartidas dentro del vasto cinturón de la Guayana, es decir, entre el alto Orinoco, el Casiquiare y Río Negro. Y, para prueba del antiguo esplendor de los jesuitas, basta consultar este pasaje que ofrece Humboldt en la localidad de Atures, cuyo origen se debía también a la Orden de San Ignacio:
Los padres [jesuitas] poseían en las sabanas de Atures (…) de 20 mil a 30 mil cabezas de ganado. (…) Hoy no se cultiva más que un poco de yuca y de plátanos. (…) Los caballos y las vacas han desaparecido. (…)
Los agentes del gobierno secular, con el nombre de Comisarios Reales, administraron con culpable negligencia los hatos o dehesas de los jesuitas. Mataron el ganado para vender el cuero (…).
Desde el año 1795 ha desaparecido enteramente el ganado de los jesuitas: sólo quedan hoy, como testigos de la antigua cultura de estas comarcas y de la industriosa actividad de los primeros misioneros, pies de naranjo y tamarindos aislados en las sabanas, rodeados de árboles silvestres.
Las implicaciones de todo ello van más allá de lo apuntado por Humboldt puesto que la desaparición de los jesuitas que tuvieron a su cargo la administración espiritual de esa comarca hablará de un elemento de población, de un elemento de presencia del cual las autoridades españolas se verían privadas a partir de entonces; o, dicho en otras palabras, todo ello monta a lo que alguna vez significó –para decirlo en términos modernos- un ejercicio de soberanía sobre territorios que, al darse la expulsión de los jesuitas, terminaron viéndose despoblados para siempre.
Viene de seguidas la cuarta y última consideración. Ella tiene que ver con que Humboldt se refiriera en su diario a la prodigiosa confluencia del Orinoco, el Atabapo, Río Negro y el Casiquiare como una zona que, por ello mismo, estaba llamada a convertirse en motor de prosperidad y donde, en el futuro, podría verse reunido el comercio del mundo. Sin duda su recorrido por esa región, en el año 1800, fue difícil y no estuvo exento de peligros; pero probablemente fuera menos riesgoso de lo que supondría hacerlo hoy en día.
Hablamos, desde luego, de riesgos y peligros distintos, aunque quizá más escalofriantes: eso que para Humboldt era el asiento del futuro se ha convertido, con el tiempo, en una región librada a la suerte de los grupos armados; donde campea la violencia guerrillera; la narco-guerrilla; las redes de contrabando; la actividad extractiva sin control y la minería ilegal. Todo ello –como bien lo sabemos- ha venido provocando tanto la alarmante degradación de las comunidades indígenas como una depredación medio-ambiental de consecuencias irreversibles.
Al cabo de 16 meses en Venezuela, Humboldt habría de recurrir una vez más a un tema al cual no se había fatigado de aludir a lo largo de su libro. Me refiero, como ya lo he mencionado antes, a la proverbial hospitalidad que siempre creyó sentir de parte de los vecinos y pobladores de la Capitanía General. Por ello diría una vez más lo siguiente, al finalizar la obra: “Por largo tiempo nuestros ojos quedaron fijos sobre [esta tierra] donde no habíamos tenido que quejarnos de los hombres sino una sola vez”.
Aunque no lo precisara, seguramente se refería así a la oportunidad en que lo atracaron, a pleno atardecer, en aquel solitario pasaje del Golfo de Cariaco.
Edgardo Mondolfi Gudat
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