Fotografía de Rayner Peña | EFE
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Voy a intentar construir algo sobre la base de tres preguntas que he escuchado circular durante las tan siquiera veinticuatro horas que han transcurrido desde el anuncio de la candidatura de Corina Yoris para las elecciones del 28 de julio.
En primer lugar, los venezolanos podrán preguntarse quién es Corina Yoris, más allá de quienes la conocemos como historiadora. La pregunta es legítima. Es totalmente legítima. De eso se trata precisamente. Creo que a ello apunta lo que ha sido la escogencia de la opción más inesperada y más alejada posible del radar del adversario. Esto da por descontado lo difícil que supone burlar semejante radar tomando en cuenta la naturaleza del contrincante que enfrenta la oposición organizada.
En todo caso presumo que María Corina Machado viene entendiendo desde hace mucho tiempo atrás que todo esto consiste en un juego de ajedrez y que, por ello mismo, se precisa de paciencia y cuidado a la hora de pulsar cada paso que pretenda ensayarse. Por lo demás, ante la larga lista de errores acumulados en el camino, esto viene a hablar, sin la menor duda, del estado de madurez alcanzado por el arco opositor. Por tanto, estoy seguro de que la candidatura de Yoris no fue, ni mucho menos, desbrozada de un día para otro. Como también estoy seguro de que María Corina, y quienes inteligentemente la asesoran, deben manejar algún horizonte sobre los inesperados efectos que una candidatura como ésta es susceptible de generar, sobre todo dentro del tipo de estructura de captación de votantes que se ha propuesto elaborar la plataforma opositora.
Quienes entienden de ajedrez saben perfectamente bien que existen sacrificios que resultan tan inesperados como exitosos. Y se cumple en este caso otra regla: no es bueno anunciar el jaque. Ya el gobierno, en cambio, hacía tiempo que resolvió anunciar el suyo. Por tanto, el rival (en este caso, la oposición) demostró ser mucho más hábil sobre el tablero. Además, el pánico tampoco es el mejor consejero de algo que requiere de tanta serenidad como supone serlo justamente este deporte inventado hace más de veinte siglos por el mundo persa. Visto así, la inteligencia opositora también es una incitación a que el gobierno resuelva patear la misma mesa donde el juego debe tener lugar.
La segunda pregunta que me es dable observar, y que circula en boca de muchos, es si tanta solvencia académica, como la que exhibe Corina Yoris, no equivale más bien a un fardo dentro de un país que supuestamente reclama siempre lo contrario: una figura agraz, o sea, alguien cortado a cuchillo. Aquí, sin duda nos veríamos bordeando algo tan inconfesable como supondría serlo subestimar de modo grosero al venezolano y su capacidad de discernimiento. Insisto: tal reserva sería desconfiar de los mismos venezolanos que, en sus respectivos momentos, supieron votar por Rómulo Gallegos y Rafael Caldera en medio de circunstancias históricas radicalmente distintas, o en medio de coyunturas que en nada remedan la que afrontamos o que, en suma, fueron hijas de su propia época y producto de trayectorias notablemente distintas como las que exhibe la actual candidata (nadie, en su sano juicio, pretendería incurrir en la desmesura de comparar a Corina Yoris con Rómulo Gallegos, en caso de haberse leído mal).
Aparte de convertirse en un flaco servicio, desdeñando de tal forma la opinión que pueda formarse el más común de los venezolanos, la duda (o la pregunta) tampoco pareciera tener muy en cuenta el factor “hartazgo” que, en estos momentos, no reconoce ni distingo de clase ni grupos de ninguna naturaleza, algo que puede perfectamente verificarse en todas las encuestas más o menos creíbles que circulan al respecto a nivel nacional.
La tercera pregunta, no menos importante que las dos anteriores, es si, a fin de cuentas, esto no pasa de tratarse de una candidatura “simbólica”, tildando de paso tal atributo (si tal fuera el caso de la candidatura de Corina Yoris) a la ligera. Allí justamente radica también un reto atractivo y novedoso puesto que muchas veces resulta desde todo punto de vista imposible determinar qué rumbo pudiese acabar cobrando una candidatura semejante en un momento determinado.
Pongo por caso, y si hubiese que revolver para ello en el cajón de la historia, lo ocurrido con Patricio Aylwin, en Chile, en 1989. Su candidatura comenzó siendo motejada, de algún modo, de “simbólica” luego de que, dicho sea de paso, ciertas postulaciones iniciales terminaron viéndose desechadas por el Servicio Electoral chileno so pretexto de acusar problemas de “forma”. El caso es que al final, luego de todo un largo e inesperado recorrido, Aylwin terminó imponiéndose en el plebiscito contra Augusto Pinochet. Esto, desde luego, está lejos de ser algo de poca monta si pensamos en la idea de un adversario “formidable” o “imbatible” desde el punto de vista de lo que significa la intimidación, el agavillamiento, el amedrentamiento, el ventajismo y el control de las instancias públicas.
Ante semejantes preguntas como las que la gente se formula en medio de este proceso (natural, por demás) de ir metabolizando la candidatura de Corina Yoris, me aventuraría a darle cabida a dos conclusiones.
La primera de ambas es que el venezolano tiene ardientes deseos de votar, como lo demuestra en toda su redondez el proceso de elección primaria del pasado 22 de octubre que pilló a medio mundo por sorpresa. Además, sabe hacerlo, históricamente hablando. El ejercicio de votar está encajado entre los tejidos del ADN cultural del venezolano, bien que esto fuera algo que terminó construyéndose a pulso apenas a partir de la segunda mitad del siglo XX. Justamente, si algo puede ponernos a salvo del deslave al cual nos hemos visto sometidos como sociedad es apelando a los atributos que aún perduran en nuestra memoria histórica. Y votar es uno de ellos, pese a todo el esfuerzo por hacerlo añicos.
La segunda conclusión viene a propósito de una referencia con la cual topé hace poco a propósito de otra espesa coyuntura de nuestra dinámica política (en este caso, del siglo XX), la cual también lucía repleta de enormes y ríspidas interrogantes. Pues bien, el caso es que, a propósito de tal coyuntura, y del proceso que condujo a la crisis del 18 de octubre de 1945, alguien que se propuso serenar las aguas quiso dejar dicho lo siguiente: “Nunca es bueno perder las esperanzas en este país de las sorpresas”.
Ojalá que esto sirva como ejercicio orientador en medio de las inquietudes que todos tenemos por igual
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