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1. Al abrir la década de 1960, cuando a mi abuela Carmen le obsequiaron los hijos una máquina de coser eléctrica, mamá heredó la vieja Singer de pedal, con la que mi abuela no podía ya satisfacer los encargos de sus clientas caraqueñas. Estas incluían desde modestas vecinas de San Bernardino, quienes le traían sus cortes comprados en las tiendas del centro, para confeccionar camiseros de diario; hasta parientes más encopetadas, con trajes adquiridos en Nueva York o Miami, los cuales requerían algún arreglo de envergadura. Ello hacía de mi abuela una modista de cierto tenor en aquella sociedad, que no conocía todavía los “diseñadores” nacionales; mientras que mamá, quejosa por no haber heredado las habilidades de su madre, siempre se consideró a sí misma una “costurera de remiendos”.
Con todo y sus limitaciones, en la aparatosa máquina de hierro forjado y caoba tallada que yo conservo – pariente de la patentada por Isaac Singer en Boston, en 1851 – mamá se las apañaba para coser los menesteres familiares. Si bien a veces se aventuraba a confeccionar algún vestido para ella o mi hermana Corina, siguiendo los patrones McCall que compraba en la mercería La Linda, en general se limitaba a remiendos de ropa trajinada, o entalles de prendas nuevas. Las más de estas nos eran traídas por tíos del exterior, o eran compradas por mis hermanos, en sus primeros viajes.
Así ocurrió con el modesto ajuar comprado por Corina en Miami, para su debut universitario en aquel 68 turbulento, ajustado por mamá en su Singer: desde los ruedos de los pantalones tobilleros, al estilo californiano, hasta los tachones de algunas blusas, para que no lucieran “puretas”… Y de aquel viaje me había traído Corina, por cierto, los primeros bluyines que tuve, cuya bota, algo acampanada a pesar de la corta longitud, fue también recogida por mamá, tal como hacía con los pantalones de gabardina azul, usados en el colegio como uniforme.
2. Una tarde de noviembre de 1968, mientras mamá pedaleaba laSinger y escuchaba noticias en su radio Sanyo, levantó la mirada para comentarme que le preocupaban los resultados de las elecciones presidenciales en Estados Unidos,transmitidas por el transistor. Algo sorprendido yo porque me abordara con ese tema de adultos, traté de prestar atención al locutor, probablemente de radio Aeropuerto, que era la emisora más escuchada por papá y mamá. Se comentaba entonces que Hubert Humphrey “reconocía la derrota”, para así sellar la “mala racha” arrastrada por los demócratas en el 68, tras el asesinato de Robert Kennedy el 5 de junio, completada por la disidencia de George Wallace y la violenta convención en Chicago, sofocada por la policía.
Sabía yo que mamá era admiradora de los malogrados hermanos Kennedy, así como de su partido demócrata, al igual que incontables amas de casa de aquella americanizada Venezuela de mi infancia. Sobre todo después de la flamante visita de John y Jackie en diciembre de 1961, cuando fueron hospedados por el presidente Rómulo Betancourt. Pero me di cuenta de que, allende el revés demócrata, algo más sombrío presagiaba el triunfo del republicano Richard Nixon, cuyo nombre alcancé a escuchar en la radio. Ante mi pregunta sobre qué había de malo para nosotros con el resultado electoral, mamá se quitó los verdosos lentes de presbicia, usados para coser, volteándose para responderme: “A Nixon lo escupieron aquí”.
En el reducido mundo de un niño casero como yo, era difícil entender que un político americano hubiera sido escupido en un país como el nuestro, que a la sazón semejaba unos pequeños Estados Unidos. Porque de allí no solo venía mucha de la ropa que usábamos, sino que también eran gringas muchas de las marcas de los productos consumidos a diario. Por lo demás, con frecuencia escuchaba a papá decir, mientras veíamos por las noches el Observador Creole, que los Rockefeller y otros grupos estadounidenses no solo se habían “posesionado de los campos petroleros”, sino que también habían “poblado nuestro paisaje urbano”: desde el CADA que teníamos en San Bernardino, hasta la Sears de Bello Monte. Y ciertamente, durante mi infancia entre casera y vecinal, el supermercado y la tienda por departamentos jalonaban aquella Caracas modernista, atravesada por autopistas y coloreada con vallas de neón, la cual recorríamos los fines de semana en carros americanos de tíos pudientes.
3. Además de ignorarhasta entonces el sentimiento anti-yanquien Venezuela y Latinoamérica, desconocía yo que Richard Nixon había sido vicepresidente de la administración de Dwight Eisenhower, tal como me relató mamá al terminar la transmisión radial. Fue entonces, durante la gira latinoamericana de mayo de 1958, a su paso por Caracas, cuando las protestas casi volcaron la caravana del visitante, impidiendo su arribo al Panteón Nacional. El malestar había sido avivado por la intención de Washington de conceder asilo político a Pérez Jiménez, tras su derrocamiento el 23 de enero, sin olvidar la condecoración que le fuera concedida en 1954. Ante la ferocidad del ataque, Nixon y su esposa Pat no solo hubieron de cancelar la visita al Panteón, sino que, tras entrevistarse con el presidente Wolfgang Larrazábal en el flamante Círculo Militar, se resguardaron en la embajada norteamericana, ubicada entonces en San Bernardino. Mientras tanto, a instancias del mismísimo Eisenhower, Washington planeó una operación de rescate, con dureza reminiscente de la “política del garrote”, aplicada otrora por Theodore Roosevelt en el Caribe.
Capturada en una histórica portada de la revista Life, tan traumática fue la experiencia que Nixon decidió incluirla en su libro Six Crises (1962), publicado tras su derrota ante Kennedy en las elecciones presidenciales. Sin embargo, del embarazoso incidente debía Estados Unidos sacar lecciones positivas, tal como el mismo dignatario se apresuró a declarar al regresar a su país, apuntando a prestar mayor atención económica a Latinoamérica. Si bien esta había recibido sustanciales inversiones privadas desde la Buena Vecindad, en tiempos de Franklin Delano Roosevelt, apenas se benefició del siete por ciento de la ayuda externa mundial otorgada por Washington entre 1954 y 1958. Por contraste, Corea del Sur e India, por ejemplo, recibieron cada una más de lo destinado a Latinoamérica en conjunto, tal como resalta Jeffrey Taffet en Foreign Aid as Foreign Policy. The Alliance for Progress in Latin America (2007).
De manera que una de las primeras medidas de la administración Eisenhower, tras el infame viaje de Nixon, fue constituir el Banco Interamericano de Desarrollo, similar a uno creado para el Cercano Oriente, destinado a ofrecer préstamos para mejoramientos en infraestructura, transporte y educación. Se pensó que tales programas bastarían para aplacar el malestar antiamericano y asegurar la región contra el comunismo, pero la Revolución cubana habría de demostrar la cortedad de tal estrategia.
4. Aparte de la debida asistencia económica, eran más graves y difíciles de enmendar los errores políticos cometidos por Washington en la posguerra, mientras trataba de blindar el patio trasero latinoamericanofrente el creciente orbe soviético. Un temprano caso de penetración anticomunista había tenido lugar en Chile, cuando en reacción a la Cortina de Hierro que comenzaba a desplegarse tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Gabriel González Videla fue inducido a pasar la Ley de Defensa de la Democracia en 1948; esta proscribía al partido Comunista que había formado parte de la coalición gobernante, por lo que militantes y senadores como Pablo Neruda fueron desaforados y forzados a la clandestinidad y el exilio.
Más tarde, denunciando al gobierno izquierdista de Jacobo Árbenz en Guatemala, el combate al comunismo guio la cruzada diplomática de Washington en la región. En la décima Conferencia Interamericana que inaugurara el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela en 1954, la administración Eisenhower trató de suprimir el principio de no intervención en asuntos internos nacionales, el cual había sido refrendado en la conferencia de Bogotá en el 48, e incorporado a la carta de la OEA. Estados Unidos finalmente hizo de las suyas, aunque le saldría el tiro por la culata, por así decir: fue durante el derrocamiento de Árbenz, organizado por la CIA en el mismo año 54, cuando Ernesto Guevara se radicalizó en contra del imperialismo yanqui; forzado a dejar Guatemala, como muchos otros extranjeros procomunistas, el futuro Che se refugió en México, donde conoció a Fidel Castro. Y se unió en 1956 a la expedición de Gramma, cuyos 83 ocupantes liderarían la revolución contra el régimen de Fulgencio Batista.
5. Esos y otros errores de Estados Unidos en su patio trasero explicaban en parte el sentimiento antiamericano, tal como Rómulo Betancourt señalara en febrero de 1958, a su regreso a Venezuela del exilio, con palabras anticipatorias de las venideras revueltascontra Nixon. Si bien criticando el “odio estratégico” que las “minorías comunistas” exhibían contra “todo lo norteamericano”, el líder de Acción Democrática fustigó a la vez la indulgente y equívoca política de Washington frente a las dictaduras como las de Batista en Cuba, Trujillo en República Dominicana, y Pérez Jiménez en Venezuela. Parte de la fortaleza de estas venía dada por su complacencia con los intereses económicos gringos, así como por su adhesión a doctrinas como la de Seguridad Nacional, promovida desde el Pentágono durante la guerra de Corea.
Pero tal como papá señalaba en las sobremesas de San Bernardino – y ahora entendía mejor yo, a la luz de lo que me explicara, como a otro adulto más, a propósito de mis preguntas sobre Nixon – Betancourt supo “ajustar su posición con respecto a Estados Unidos”. Durante la campaña, en cadena transmitida en octubre de 1958 por Radio Caracas Televisión, el entonces candidato de AD a las elecciones de diciembre del mismo año, se mostró más enfático sobre la conveniencia de estrechar los vínculos continentales con la nación “de mayor potencialidad” en el continente. “Nuestras relaciones con el país del Norte deben mantenerse sobre bases amistosas, que excluyan por igual la sumisión colonialista y la pugnacidad provocadora”, señaló en ese discurso recogido en Posición y doctrina (1958). Prefiguraba en esa fórmula el próximo presidente lo que sería el tono firme pero conciliatorio de su política con respecto a las administraciones de Kennedy y Johnson, que saludarían los cambios en el país que salía de la dictadura, para convertirse en una de las más firmes democracias de Latinoamérica.
Tal como recordaba papá cada vez que pasábamos frente a la embotelladora de Coca-Cola, ubicada en la parte baja de San Bernardino, la Venezuela de Betancourt era señalada beneficiaria de la Alianza para el Progreso, promovida por la administración Kennedy en Latinoamérica, tras el triunfo de la Revolución cubana. Además de los intereses petroleros siempre presentes en la agenda binacional, la relación fue avivada por la lucha contra el comunismo en la región, la cual tuvo que cobrar fuerza después de enero de 1959. Desde la temprana desavenencia surgida cuando el joven Castro visitara al Betancourt maduro por aquellos días en que ambos se aprestaban a asumir sus respectivos gobiernos, la oposición al bastión comunista se convirtió en pieza clave de la política exterior venezolana, cuya ayuda a las intentonas contrarrevolucionarias patrocinadas desde Washington y Miami, llevarían a la suspensión diplomática entre Caracas y La Habana. En términos de relaciones interiores, la nueva socialdemocracia venezolana excluyó y combatió definitivamente a los comunistas, quienes ya habían quedado fuera del pacto de Puntofijo; tal exclusión había sido factor detonante de las guerrillas urbana y rural de las que siempre oía hablar de niño por aquellos años sesenta, y que según entendí a la sazón, se transformaron en foco del antiimperialismo asomado ya en la visita de Nixon.
6. En los años de la “guanábana” – como llamaba papá, con algo de sorna, a la alternada coalición entre AD y Copei, tras la deserción de URD del pacto de Puntofijo – se aglutinaron las izquierdas excluidas y las facciones anti-yanquis en torno a movimientos guerrilleros y estudiantiles. Uno de sus focos era la Universidad Central de Venezuela. Como coletazo del Mayo francés, ya en las postrimerías de la administración de Raúl Leoni, llegaron a las aulas universitarias los vientos renovadores, mientras se escuchaban las voces protestatarias de cantautores como Alí Primera, Gloria Martín, y otros que darían lugar a la Nueva Canción. En ese clima tempestuoso y contracultural, la así llamada “renovación universitaria” socavó los establecimientos académicos consolidados en la primera década de Puntofijo. Mientras tanto, la escena internacional, poblada de feministas, hippies y ambientalistas, era caldeada por conflictos políticos como la guerra de Vietnam, heredada por Nixon de la administración Johnson.
Ese era el tempestuoso clima encontrado por mi hermana Corina cuando entrara a la UCV para estudiar, para más señas, Relaciones Internacionales; finalmente se retiró, en vista de los prolongados paros durante los años de Caldera. De manera que parte del ajuar comprado por Corina fue usado para su iniciación laboral sin profesión, como ocurrió con muchas otras bachilleras venezolanas de la generación de los sesenta. A la sazón, el gobierno de Nixon y la diplomacia de Kissinger, absorbidos por las protestas que estallaban de Nueva York a San Francisco, así como por la lucha contra el comunismo en Chile y otros focos en Latinoamérica, no pareció prestar mayor atención al país donde el ahora presidente había sido escupido.
Pero los temores de mamá en aquella tarde de noviembre del 68, secundados por las explicaciones de papá, despertaron en mí cierta conciencia sobre otra realidad nacional y continental, ignorada durante mi niñez en San Bernardino, la cual acabó casi a la par que la década demócrata en la Casa Blanca. Y aquel lapidario aserto sobre los escupitajos a Nixon, junto a las memorias asociadas, vienen a mi mente al contemplar la máquina de coser Singer, colocada en el recibo de mi apartamento tras la muerte de mamá.
Arturo Almandoz Marte
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