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A los 50 años de la muerte del “Látigo” Chávez

21/03/2019

A diferencia de lo normal, ese domingo 16 de marzo de 1969 no viajamos a Cumaná. Entre la una y las dos de la tarde, Felipe le dio volumen al radio cuando anunciaron una canción de Bobby Solo: “Prendi questa mano, zingara… dimmi pure che destino avro…” En menos de dos minutos sonó la fanfarria de NotiRumbos. Se había precipitado a tierra un avión de Viasa. El locutor informaba con voz entrecortada que entre las víctimas se encontraba el pitcher de béisbol Isaías Látigo Chávez.

Pasaron más de diez minutos en silencio. Felipe solo suspiraba y masticaba saliva. Me salí de la ducha y pregunté envuelto en agua: “¿Qué pasó?” Aún estaba aprendiendo a conocer el juego, pero sabía quién era el Látigo, ese tipo que tanto nombraban mis hermanos cada cuatro días y que aunque tuvieran el examen más difícil de matemáticas la mañana siguiente, se las ingeniaban para escuchar el juego.

Pasé como tres días casi sin hablar. Sentía el dolor de aquella desaparición como la de un familiar muy cercano. Extrañaba todos los partidos que esperaba escuchar, todas las victorias, todas las asistencias, todos los juegos de un hit o sin hits ni carreras, que había soñado ver alcanzar al Látigo.

Papá no entendía cómo, si yo apenas conocía de béisbol, podía sentir con tal cercanía la desaparición de Isaías Chávez. Ignoraba que yo era testigo de primera fila de cada una de las transmisiones, de cada uno de los gestos, gritos y zapatazos de mis hermanos cuando el narrador anunciaba tal lanzamiento, tal jugada o tal batazo. En la mayoría de ellas se mencionaba la diligencia y disposición del Látigo. Desde mi ignorancia podía entender la intensidad, las agallas, la integridad de aquel pelotero.

Los análisis de mis hermanos eran tan detallados, extensos y minuciosos, que llegué a mencionar términos como strikesqueeze play o wind up sin siquiera saber nada de inglés. Y hasta los sorprendí cuando aquella tarde dominical de finales de septiembre de 1967, los llamé para decirles que el Látigo iba a entrar a relevar.

Felipe se me quedó mirando con los ojos desorbitados mientras reubicaba el radio en otro lugar del techo de la casa para mejorar el sonido de la emisora estadounidense. Luego, cuando terminó el juego con marcador de San Francisco 1 Filadelfia 0, también entendí perfectamente cuando el narrador dijo en inglés que el Látigo era el pitcher ganador.

Después de tres días en los que apenas probaba bocado y me retiraba a mi habitación, sentí los pasos de papá. El olor de cigarrillo se deshizo ante la ronquera de su voz. Intentó sacarme de debajo de la almohada. “Sé lo que estás pasando”. Le respondí casi sin voz. “No, no lo sabes”. Papá apoyó los codos en sus rodillas y empezó a hablar como nunca lo había escuchado. La voz se le afinó hasta hablar entrecortado. Las pausas duraban hasta medio segundo, cuando me contó su tragedia:

“Fue en 1949. Iba saliendo de una clase de matemáticas cuando escuché un revuelo en la bodega de la esquina. La gente mencionaba el nombre de Il Grande Torino, mi equipo de la liga italiana de fútbol que tantas alegrías me había dado. Por las facciones y los desniveles de modulación, presentí que la noticia no era buena. El avión donde viajaba el equipo completo de Torino se estrelló contra la basílica de Superga y perecieron todos. Todo el equipo, que a la vez era casi toda la selección italiana”.

Pasé varios días sin comer, hasta que mamá fue a hablar conmigo. “La vida tiene momentos duros, oscuros, desoladores, pero hay que sobreponerse, intentar hablar con Dios”. En mi dolor, lo único que pensaba era que ya no oiría o seguiría en los periódicos los juegos, los goles, las grandes jugadas de mis jugadores favoritos. Se había acabado todo. Ya no seguiría más el fútbol, senza Il Grande Torino, no tenía sentido.

Poco a poco me fui asomando de debajo de la almohada. “¿Cómo hiciste para aceptar eso?” Papá suspiró hasta casi detener la respiración. No sé si lo acepté o aprendí a asimilarlo. No fue fácil. Pasé muchos días llorando escondido debajo de la cama. Hasta que mi mamá me iba a buscar y me extendía la mano para sacarme de allí. Pasé mucho tiempo sin seguir el fútbol. Ni siquiera veía las páginas deportivas. Luego, de a poco volví a escuchar y ver los juegos. Pero nunca con la misma emoción, la misma intensidad, el mismo afecto que cuando jugaba Il Grande Torino. Era una relación casi familiar. Una vez mi mamá me tuvo que ir a buscar al patio y quitarme el radio. Tenía más de diez minutos llamándome. No la oía porque jugaba Torino y había marcado dos goles en cinco minutos.

De pronto me sentí en sintonía total con papá. Empezamos a hablar de ese tema todos los días. Me decía que el Torino más nunca volvió a jugar al nivel de aquel equipo que murió en Superga y cada vez que lo escuchaba o veía jugar superponía a aquellos jugadores hasta imaginar otro juego, el de su equipo del alma. Entonces me animé a contarle que cada cinco noches imaginaba escuchar un juego. Si estábamos entre abril y septiembre el uniforme era de los Gigantes de San Francisco, si estábamos entre octubre y febrero el uniforme mostraba el emblema de los Navegantes del Magallanes. Allí estaba sobre el montículo el Látigo, con su mecánica vertiginosa y la patada hacia el cielo, allí estaban todos los juegos que habían quedado suspendidos, pospuestos indefinidamente.

Cincuenta años después, aun puedo imaginar cada uno de aquellos juegos, y sigo sintiendo el escalofrío de aquella fanfarria de NotiRumbos, la inercia de la gotas de agua en mi cara mientras escuchaba la noticia del accidente aéreo de aquel 16 de marzo y de nuevo aquella canción. Sabía algo de italiano, pero no llegué a descifrar la letra hasta que le pregunté a papá en una de aquellas emotivas conversaciones. Mientras traducía mentalmente la canción sonaba otra en paralelo, una cuya melodía es más vigente en el tiempo, una cuya letra dibuja las deudas del Museo del Béisbol Venezolano y más aún, del Paseo de la Fama de los Navegantes del Magallanes.

Allí debería existir un nicho para el Látigo, esencialmente porque mantuvo vivo a un equipo que agonizaba a mediados de la década de 1960. Su sola presencia en el montículo rediseñaba la estructura anímica y técnica del equipo hasta hacerlo ganar, o en su defecto perder juegos muy cerrados en extra inning. Luego de su temporada de novato con Orientales, fue siempre el primer refuerzo que escogían para el playoff y resultó campeón al reforzar a los Tiburones de La Guaira en la temporada 1964-65 y los Leones del Caracas en la 1967-68. El argumento de que el Látigo apenas jugó cuatro temporadas con Magallanes no tiene ningún asidero lógico: él jugó esa quinta temporada con Orientales, franquicia que luego se convirtió en Magallanes, por lo cual debe ser considerada como requisito válido para optar al Paseo de la Fama magallanero.

Cada vez que escucho Zingara, regreso por instantes a aquel mediodía desgarrador. Imagino la pelota estallando en la mascota del cátcher. Imagino el brillo de los ganchos del zapato izquierdo levantado por encima de la cabeza. Aún veo la mano soltando la pelota desde el montículo del Universitario.


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