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Un avión se estrelló en la cordillera de los Andes con 45 personas a bordo el 13 de octubre de 1972. 29 fallecieron, 16 lograron sobrevivir y fueron rescatados setenta y dos días después. El 28 de diciembre de 1972, confesaron que se había alimentado con los cuerpos de sus compañeros. Esta es parte de esa historia.
Hace cincuenta años publiqué mi primera nota periodística en el diario El Nacional. Fue el 28 de diciembre de 1972. Ocupó la última página del periódico dedicada a lo que llamamos sucesos, con una de las noticias más estremecedoras del pasado siglo: el Milagro de los Andes. El caso de la caída en la cordillera de los Andes, en los límites entre Argentina y Chile, de un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya con 45 personas a bordo.
¿Por qué era noticia un accidente aéreo ocurrido más de dos meses antes? Porque el jueves 21 de diciembre aparecieron caminando entre las montañas, como dos fantasmas, dos individuos barbudos y famélicos que dijeron ser pasajeros de ese avión. Luego, el mundo supo que eran dieciséis los sobrevivientes y que el resto, veintinueve, habían fallecido, unos en el propio accidente, los otros por frío o inanición.
¿Era esa realmente la noticia? No tanto. Lo verdaderamente novedoso era el hecho de que habían sobrevivido a casi cinco mil metros de altitud, en medio de la nieve, y con temperaturas de hasta 15 grados bajo cero, durante setenta y dos días. Dos meses, una semana, y algo más.
Pero tampoco esa era la noticia. Definitivamente, no. La noticia era que habían logrado soportar tanto tiempo en condiciones extremas y seguir vivos, alimentándose con los cuerpos de los fallecidos en el accidente. Es decir, antropofagia. Del griego anthrõpophagía, hecho o práctica de comer el ser humano carne de su propia especie. Otros hablan de necrofagia, acción de comer cadáveres.
Estuve allí como joven reportero. Fue una de las más importantes noticias que me ha tocado cubrir. El enfoque informativo desde el primer momento estuvo centrado, además del rescate, en la supervivencia. Era lo que lo investigado indicaba. Pero una cosa son los hechos y otra cómo ocurrieron esos hechos.
¿Cómo entender lo que realmente sucedió?
Los hechos
Un avión Fairchild FH-227D, el FAU 571, con destino al aeropuerto de Cerrillos, en Santiago, se estrelló en uno de los pasos cordilleranos entre Argentina y Chile, el viernes 13 de octubre de 1972, a las 15:34 horas. La aeronave, con 45 personas a bordo, 40 pasajeros y 5 tripulantes, impactó contra una de las montañas andinas y se partió en dos. Murieron 13 personas en ese instante, 3 tripulantes y 10 pasajeros. Luego fallecieron 4 más producto de las heridas y del frío. El resto sobrevivió protegido por parte del fuselaje que quedó casi entero sobre la ladera de la montaña. Diecisiete días después, el domingo 29 de octubre, se desató una tormenta de nieve que provocó una avalancha que arrasó con los restos del avión hasta el fondo del valle, muriendo aplastados 8 pasajeros más. Luego fallecieron 4 más los días siguientes antes de que fueran rescatados 16 sobrevivientes, setenta y dos días después del accidente.
No creo que el piloto, coronel Julio César Ferradás, haya tenido tiempo de informar por radio del choque que enfrentaba. Todo ocurrió demasiado pronto, volaba equivocado entre montañas en medio de nubes. La señal de alerta se disparó cuando la aeronave siniestrada no aterrizó a la hora prevista en el aeropuerto donde los esperaban. El Servicio de Búsqueda y Salvamento Aéreo de Chile (SARS) coordinó las tareas para sobrevolar las posibles rutas e iniciar el salvamento una vez ubicado el sitio del suceso. Pero esto nunca ocurrió porque nadie vio los restos del avión confundidos con las nieves andinas.
Cumplidos los protocolos de búsqueda y rescate, las labores se abandonaron el sábado 21 de octubre ante la infructuosa tarea de ubicar sobrevivientes. La orden fue esperar la llegada del verano y que la nieve se derritiera para así emprender un recorrido por tierra para ubicar y recoger los cadáveres porque, sospechaban, nadie puede sobrevivir tanto tiempo sin recursos en situaciones tan inclementes como las de las cumbres andinas.
Los porfiados hechos demostraron lo contrario.
Quiénes eran
De los que iban en el avión, cinco eran tripulantes de la aviación uruguaya. De los cuarenta pasajeros, 19 pertenecían al equipo de rugby Old Christians Club, de Montevideo, formado en el colegio católico privado Stella Maris. El resto eran familiares y amigos que acompañaban a los jugadores.
Pese a la rudeza del primer impacto de la aeronave, la situación, luego del choque, no resultaba tan definitiva: solo 6 fallecidos, 7 desaparecidos, 32 sobrevivientes. Cuatro más murieron la primera noche. A los doce días de la tragedia, seguían con vida 27. Fue ahí cuando escucharon en un pequeño radio transistor la noticia de que las labores de búsqueda del avión siniestrado se cancelaban, luego de 142 horas 30 minutos de vuelo que resultaron infructuosas. En ese momento comprendieron que salir de aquel lugar dependería solo de sus propias fuerzas.
La situación se complicó más la noche del 24 de octubre cuando en medio de una tormenta de nieve se produjo un alud que desplazó los restos del avión hasta el fondo de la ladera en que se encontraba, sepultando a ocho personas más, quedando tan solo 19 sobrevivientes y dos desaparecidos.
Desde un primer momento, la primera preocupación fueron los heridos. La segunda, ocuparse de acondicionar los restos del fuselaje para transformarlo en refugio. Y la tercera, la alimentación. Cómo hacer para que las pocas provisiones que encontraron en el avión, ocho barras de chocolate, una lata de mejillones, tres tarros de mermelada, una lata de almendras saladas, unos dátiles, caramelos, ciruelas secas y varias botellas de vinos, alcanzaran para todos y por cuánto tiempo. Finalmente, la más importante, ¿qué hacer cuando esto se acabara?
La proteína
Todos estaban conscientes de que debían esperar a que la nieve se derritiera para iniciar la caminata en busca de ayuda, yendo siempre hacia donde se pone el sol, Chile, y que eso no sería sino a comienzos de diciembre, a la entrada del verano austral. Sabían también que esas provisiones no alcanzarían para alimentar a todos los que quedaban con vida hasta ese momento. De hecho, duraron solo para los primeros diez o doce días. Algunos trataron de comer hasta el cuero de los asientos del avión, pero enfermaron. Uno de ellos, Fernando Parradó, confesaría tiempo después que en tres días solo comió un maní cubierto de chocolate y que bajó 44 kilos desde que se subió al avión hasta que fue rescatado.
Entre los jugadores de rugby del Old Christians Club, había dos estudiantes de medicina, Roberto Canessa Urta y Gustavo Zervino Stajano. Tienen que haber sido ellos, por lo que habían estudiado, los primeros en percatarse de que la única manera de sobrevivir en esas condiciones y conservar fuerzas para intentar salir, era consumiendo proteína y que esa proteína estaba allí, al lado de ellos, enterrada bajo la nieve.
La decisión de comer la carne de sus compañeros fue colectiva, pero no de consenso. Canessa lo contaría así meses después del rescate: “Sabíamos la respuesta, pero era demasiado terrible para contemplarla. Los cuerpos de nuestros amigos y compañeros de equipo, conservados en el exterior en la nieve y el hielo, contenían proteínas vitales y vivificantes que podrían ayudarnos a sobrevivir. ¿Pero, podríamos hacerlo?”. Lo hicieron. Con los cristales del parabrisas del avión como cuchillo, fueron cortando delgados trozos de carne que secaban al sol para hacerlos más comestibles. Canessa fue el primero, dando el ejemplo, luego siguieron los otros, como quien recibe la comunión.
La siguiente decisión vino un mes después, cuando comenzaron a escasear los cuerpos enterrados en la nieve. ¿Qué sucedería cuando los muertos por el accidente no pudieran alimentar a los vivos?
El 12 de diciembre, Parradó y Canessa emprendieron camino hacia el oeste, subieron los 4.650 metros de la montaña y de allí comenzaron a bajar siguiendo el curso naciente del río San José, que diez días después los llevaría al primer encuentro humano distinto al de sus compañeros de agonía. Habían vencido a la muerte.
El encuentro
Una piedra, un papel, un bolígrafo y cuatro panes. Esta es la síntesis de un diálogo silencioso, pero no mudo, que marcó para siempre mi amor por la palabra escrita y el respeto a los hechos y los testigos en el quehacer periodístico.
A eso de las 9 de la mañana del 21 de diciembre, Sergio Catalán Martínez, un arriero que llevaba ganado a pastar al piedemonte andino cuando la yerba vuelve a crecer, vio a dos extraños que desde el otro lado del río le hacían señas. Ya los había visto de lejos la noche anterior, pero no le dio mayor curiosidad. Como no lograba entender sus señas, trató de cruzar, pero la turbulencia de las aguas se lo impedía, así como tampoco podía escuchar lo que gritaban. Veía solo gestos y eran de desesperación. Tomó entonces en sus manos un papel de color rosado que cargaba, tamaño18 por 24 centímetros, y con un bolígrafo rojo escribió con mano temblorosa y letra ruda de campesino humilde: “Va venir luego un hombre a verlos. Yo le fui a decir… Contésteme qué quiere”.
Catalán tomó entonces el papel, lo envolvió en una piedra de regular tamaño y la lanzó con todas sus fuerzas hacia la otra orilla. El joven alto, rubio, barbudo, flaco, de pelo largo, se precipitó sobre ella y leyó con lágrimas en los ojos el mensaje. Sacó entonces un lápiz labial color plateado de su madre fallecida los primeros días del accidente, y escribió con letra de molde “¿CUANDO VIENE?”, y lo devolvió.
El arriero comprendió que no tenía lápiz y volvió a lanzarle nuevamente el papel y la piedra, esta vez con el bolígrafo. A los pocos minutos recibió por respuesta: “Vengo de un avión que cayó en la montaña. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedaron 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí. No sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos vienen a buscar arriba, por favor? No podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”.
Catalán entendió la urgencia de la situación. Recordó haber escuchado hacía meses del accidente del avión. Le hizo señas afirmativas con la cabeza y le indicó con la palma de las manos extendidas que tuviera paciencia. Luego, en un gesto de compañerismo, nobleza y solidaridad, le lanzó los últimos cuatro panes que le quedaban. Era la único que tenía.
Catalán montó en su caballo y cabalgó veinte kilómetros hasta llegar al puesto policial de Los Maitenes. En sus manos llevaba la prueba de un suceso increíble. Eran las 13:30 horas del 21 de diciembre, tres días antes de la Nochebuena.
Las palabras
Mucho se ha escrito en cincuenta años sobre esta tragedia. Aquí no hay desenlace. Todos sabemos el final y cómo fue contada la historia. O, mejor dicho, parte de ella, porque siempre quedarán secretos y dudas en el imaginario de los la vivieron y los que la escuchamos. El primer libro autorizado, con entrevistas a los sobrevivientes, fue el de Paul Read, ¡Viven!, de 1974. Fernando Parradó narró su experiencia, en 2007, en Milagro de los Andes. También hizo lo suyo Roberto Canessa, en el 2016, con Tenía que sobrevivir. Otro sobreviviente, Eduardo Strauch, en el 2019, dio su versión en Desde el silencio. Pero el más importante de todos, de reciente publicación, es La sociedad de la nieve, de Pablo Vierci, compañero de estudios de algunos de los protagonistas, quien entrevistó a los dieciséis sobrevivientes para que contaran su vida desde lo que les pasó en 1972. También se han hecho algunas películas, pero ninguna logra reproducir la magnitud de la vivido por esos uruguayos. Habrá que esperar por el documental que Netflix está preparando con los testimonios de Vierci, que se estrenará en 2023.
Luego del rescate, los sobrevivientes mantuvieron un código de silencio sobre lo ocurrido allá arriba en la cima de la cordillera. Estuvieron bajo control médico unos días, luego fueron alojados en el hotel Sheraton de Santiago de Chile, y no fue sino el 28 de diciembre de 1972, cuando regresaron a Montevideo, que hablaron de lo ocurrido, en una misa realizada en el Colegio Stella Maris. Fue realmente una confesión. Compararon su acción como un acto de comunión. Una eucaristía.
La fuente
Cuando Paul Read fue a hablar conmigo al periódico donde trabajaba en esos años, su preocupación mayor era averiguar sobre la fuente que habíamos utilizado para informar desde el primer momento que se habían alimentado con carne humana. De eso se comenzó a escribir, tímidamente, a los pocos días. Nosotros lo hicimos primero, no por intuición, sino porque teníamos testimonio de ello, como lo hacemos siempre en periodismo.
Luego del contacto visual con el arriero que les lanzó la piedra con el mensaje, los primeros que tuvieron contacto directo con Parradó y Canessa fueron otros dos campesinos, Juan Farfán Contreras y Eugenio González, quienes los trasladaron hasta el puesto de control más cercano, de donde se inició el rescate de los otros que habían quedado en la montaña. Fueron ellos los que obtuvieron la primera confesión, antes del silencio pactado al sentirse a salvo.
“Me dijeron —contó González— que se habían alimentado con lo que se abastecía el avión, lo que duró solo para cinco días. Había vino y la comida era repartida por raciones pequeñas entre los heridos menos graves. Después del sexto día se vieron en la obligación de enterrar los cadáveres en la nieve para conservarlos y luego comérselos pues era su único sostén”.
Read preguntó mi opinión y le respondí que hicieron lo correcto. No hacerlo, era suicidarse.
Miro Popic
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