Perspectivas

A Violeta Rojo

TEMAS PD
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
28/12/2024

Violeta Rojo. Fotografía de Casa de América | Flickr

La primera vez que vi a Violeta Rojo fue en la Universidad Simón Bolívar, en el Departamento de Literatura. Mi padre no manejaba así que me pedía, a veces, que lo fuera a buscar a la salida del trabajo. Para mí era un buen plan, tenía dieciocho años y era la excusa perfecta para darme un paseo en mi Chevette plateado, con la música a todo volumen y las ventanas abajo para que entrara la neblina de Los Guayabitos y el Valle de Sartenejas. Ese día subí hasta el tercer piso brincando los escalones de dos en dos. Me encontré a mi papá hablando con sus colegas, lo que implicaba una retirada lenta y a cuentagotas. Cuando por fin íbamos de salida en dirección a las escaleras el viejo vio algo que le hizo girar sobre los talones y devolverse al departamento. Le seguí, no tenía otro remedio. Recuerdo perfectamente –es una imagen que jamás olvido– cuando ceremonialmente me dijo: “Hijo, le presento a la profesora más talentosa y linda de este departamento”. Se trataba de Violeta Rojo, tendría unos treinta años, su nombre lo había escuchado con frecuencia. Madre mía, qué mujer más bella. Nos dimos la mano. Ella con mucha seguridad y sonrisa generosa, yo con torpeza y demasiada pena.

Algunos años después, trabajaba yo entonces en el semanario Domingo hoy, bajo las órdenes de Sergio Dahbar y Hugo Prieto, acordamos escribir un artículo sobre Quentin Tarantino –su película Pulp Fiction había ganado la Palma de Oro en Cannes y causaba un furor importante–. Los jefes me pidieron, eso sí, que me limitara a cierta cantidad de caracteres porque los restantes estarían destinados a Violeta Rojo. El domingo en que salió publicado el texto a doble página –como era de esperarse la sección escrita por Violeta muy superior a la mía– ella llamó a mi casa pero esta vez no para hablar con mi papá, sino para preguntar por mí. Entonces hablamos entre nosotros por primera vez. Fue cálida, ocurrente, generosa. Tenía una inteligencia fresca, capaz de decir cosas de enorme sabiduría, pero con el tono simple con el que hablas con un pana. Yo –aunque honrado– volví a ser tímido y tonto esa vez.

Pocos meses más tarde moriría papá, en diciembre de 1994. La siguiente vez que vi a Violeta me habló con cariño y respeto de mi viejo. Lo hizo con una cercanía que me hizo pensar que estaba transvasando su amistad con mi papá en mí. Como si el afecto fuera algo que se heredara también por medio de los genes.

A partir de ese momento y durante décadas Violeta Rojo siempre se mantuvo presente. Reconozco con absoluta honestidad que se trató de las maestras más queridas y admiradas que haya tenido en la vida. Me cuidaré de no exagerar en los halagos, de mantener el tono y la gratitud en su justa medida; porque ella hubiera sido la primera en recriminarme tales excesos. La primera en burlarse de semejantes zalamerías. Porque Violeta, aunque sonriente, amable y generosa, era así mismo una persona de carácter que no tenía pelos en la lengua para decirte las cosas de frente.

En cierta oportunidad, tras la muerte de algún personaje del mundillo cultural venezolano, cuando saltaron varios de esos que nunca faltan a autoproclamarse sus viudas, a colgarse medallas e intentar figurar y darse lustre a costillas del muerto, Violeta me dijo: “Oye, cuando yo me muera por favor no vayan a decir esas cosas de mí, porque qué vergüenza”.

Durante los últimos dos años estuvimos trabajando en mi más reciente novela aún inédita. Violeta fue mi editora. La mejor editora que haya tenido jamás. Fue respetuosa, pero también precisa en sus comentarios. Con cariño, pero llamando a las cosas por su nombre. Durante ese lapso, intercambiamos con frecuencia mensajes y llamadas. Hablábamos del libro, del país, de cómo pintaba el panorama, de los picos y los valles; también –con el permiso de Douglas Adams– de la vida, el universo y todo lo demás.

En una de esas conversaciones Violeta me confesó que durante las horas oscuras de 2019, cuando aquel nefasto apagón nacional dejó sin servicio eléctrico a Venezuela por varios días, ella había vuelto a rezar. Tenía mucho tiempo alejada de esos temas, pero de pronto, hallándose a oscuras y desesperada, encontró la calma en sus oraciones. Y desde entonces rezaba otra vez. Lo hacía a diario para sí misma, como quien cultiva un ritual para su más íntima y muy particular fe personal.

Me pareció hermoso. La imagino en ese acto y me conmueve. Me da esperanzas también. Esa imagen me resulta entrañable y poderosa: la de la gente que lleva su propio fuego interno, encendido en medio de las tinieblas, ahí donde nada ni nadie se lo podrá extinguir jamás.

De manera que yo también quiero echar a volar mi propio acto de fe, poner en marcha una de las pocas mentiras en las que todavía creo y me aferro: la gente buena al marcharse de aquí tiene que aparecer sana y radiante en otra parte. En un mejor lugar. Y ahí, a quien se lo ha ganado, le esperará al otro lado su comité de recepción. Me gusta pensar que en el caso de Violeta ha estado esperándola –entre otros– mi padre. Se habrán dado un abrazo, entonces el viejo habrá comentado a los presentes: Vengan para que conozcan a la profesora más talentosa y linda de este lugar.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo