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El narrador Jacobo Villalobos (Caracas, 1995) se estrena como novelista con DŹWIĘK (Lecturas de Arraigo, 2024). Una obra que indaga en los territorios de lo familiar y lo siniestro. El hogar como espacio natural de lo inquietante. La perturbadora familiaridad de lo fantasmático, lo espectral, lo insólito. Objetos cotidianos que desaparecen sin razón al tiempo que ciertas ausencias irrumpen en esta realidad y desequilibran el mundo. Una novela que nos confronta con mirada cercana, íntima, como un enorme ojo asomado a la mirilla de la puerta de la casa para echarnos en cara el hecho de que vistos de cerca todos somos criaturas más que peculiares. Y es que seguramente no haya espacio donde lo extraño sea tan cotidiano como el terreno de lo familiar. Una novela que se lee con el estómago contraído y la respiración entrecortada, con gozo, pero también con sonrisas, como debe ser cuando este tipo de historias están bien articuladas. DŹWIĘK (sonido, en polaco) es la comprobación de que Jacobo Villalobos es una de las voces del panorama actual venezolano a la que deberíamos prestar especial atención.
Joven autor venezolano. ¿Significan esas tres palabras juntas algo para ti? ¿Es una etiqueta que te pesa, te deja indiferente o tiene alguna importancia?
Agradezco que hayas usado la palabra “autor” y no “escritor”, que es una denominación con la cual siempre he tenido problemas. Sin embargo, mientras que “escritor” me causa rechazo, “autor” me deja indiferente. Creo que hay una idea más o menos instalada que apunta a que los creadores, en especial en las artes, tienen alguna capacidad privilegiada que les permite hacer lo que hacen y cuyo reverso es la prepotencia. A mi parecer, la única diferencia entre los “autores” o los “escritores” y cualquier otra persona que desarrolle cualquier otro oficio es cómo decidieron invertir sus esfuerzos. Y aunque concedamos que se requiere de cierta inclinación para ser un buen narrador o un buen poeta, lo mismo diríamos de los buenos médicos, de los buenos mecánicos, de los conductores de tren.
En todo caso, la importancia del autor es la de ser causa de lo que realmente importa, que es su obra. No mucho más. Como señala Hebe Uhart:
Es mejor que el que escribe no se sienta escritor. No es que sea un destino (…) Inflar el rol del escritor conspira contra el producto, porque la vanidad aparta al que escribe de la atención necesaria para seguir a su personaje o situación.
Sé que no tiene mucho que ver, pero aprovecho también para comentar que las opiniones más insensatas, anacrónicas, dañinas y superfluas se las he escuchado a grandes escritores.
En cuanto a lo demás, no creo ser ya joven. En cambio, ser “venezolano” adquiere cada vez mayor significación para mí, y eso no me deja indiferente.
¿Cómo se origina DŹWIĘK? ¿Cuál fue la chispa que detona esta novela y cómo fue el proceso de elaboración hasta convertirla en libro?
Diría que fue una hechura de la migración. He comentado antes que mi experiencia al migrar fue la de sentirme sordo y mudo. No solo por las esperables barreras lingüísticas, sino porque sentía que, en un nivel más íntimo, no podía comprender el mundo, y el mundo me había dejado de entender a mí. DŹWIĘK trata, justamente, del silencio y su significado. Mejor dicho, apunta a que la interpretación que hacemos de los sonidos, de las palabras, de las obras en general es algo que realmente no está allí fijado, no es obvio, es el lugar del aparente mutismo. «Lo invisible», diría Clément Rosset, o –aproximadamente– «la estructura ausente», según Eco. Pensemos en las composiciones de John Cage, que son piezas musicales integradas mayormente por silencios. Mucho de lo que se pueda decir de esas obras tendrá que ver con nuestra propia interpretación, con lo que de nosotros mismos encontremos en esa experiencia; pero, en estricto sentido, ahí no hay nada de eso, sino que nosotros lo hacemos surgir (a veces ilegítimamente). En mi novela, las páginas en negro vienen a ejemplificar esa idea subyacente. Las palabras que brotan de un horizonte de posibilidad que es silente, que volverán a ese silencio una vez enunciadas –o dejadas de leer– y que cargan con él por la posibilidad de interpretación que ofrecen.
Con esto no quiero insinuar que cualquier cosa que se pueda decir de una obra sea válido. Antes de escribirla, está abierta a todas las posibilidades de realización y de interpretación; una vez hecha, las posibilidades se cierran. Puedes interpretar mil cosas, pero no mil y una.
Cada vez con más frecuencia se habla del new-weird para hacer referencia a este subgénero fronterizo que combina el terror con la ciencia ficción, con lo siniestro, con lo familiar y lo íntimo; pero también lo real con lo perturbador, lo espectral, lo fantasmático. ¿Consideras DŹWIĘK una expresión del new-weird venezolano?
Creo que eso le corresponderá decirlo a los lectores agudos e informados. De mi lado, me gusta producir historias que causen incomodidad. Lo extraño es incómodo, es siniestro. Creo que ya el miedo no lo producen los espectros ni los monstruos, sino lo que nos es desconocido, distante e incomprensible. Me gusta introducir esa extrañeza en los espacios cotidianos y ver a dónde conduce. Usualmente resulta que esas intimidades ya estaban llenas de rarezas una vez que uno las escruta lo suficiente. Pienso en el cine de Yorgos Lanthimos y de Roy Andersson, en algunos mangas de Junji Ito, Tatsuki Fujimoto e Inio Asano. Pero también en cosas más ordinarias, como asomarse al balcón, ver la fachada de los edificios y tener la certeza de que en al menos uno de esos departamentos está ocurriendo algo que nos dejaría conmocionados, compelidos o desconcertados.
Me estoy yendo por las ramas. Si eso que yo quiero hacer califica como new-weird, y si lo estoy haciendo con éxito, entonces sí: DŹWIĘK es una obra new-weird venezolana.
¿Qué respuesta lectora, crítica, feedback o comentario te haría (o te ha hecho) sentir: misión cumplida, eso era precisamente lo que esperaba detonar con DŹWIĘK?
Al leerla, Natasha Rangel, la autora de Estorninos negros (Dos Pájaros, 2024), hizo mucho énfasis en mi afición por el Body Horror. Comentó que, a su parecer, la novela convierte al cuerpo en una metáfora del lenguaje como invasor y que, al hacerlo, mi narrador poco confiable era el cuerpo mismo. Ya he comentado que yo siento que escribo con todo el cuerpo. Al narrar, me palpo en busca de texturas referenciales, imito movimientos, poso, hago sonidos, gesticulo. En ese sentido, el comentario de Natasha –con quien también comparto este gusto por lo corporal monstruoso en la literatura– me dejó satisfecho.
Hablemos del trabajo con Lecturas de Arraigo. Una editorial independiente joven que está armando un catálogo bien curado y cuidadosamente editado. ¿Por qué allí? ¿Cuál consideras es el valor de esta editorial en el contexto actual?
No tengo –ni recuerdo haber tenido– la aspiración de publicar con grandes sellos ya institucionalizados. Mi expectativa siempre ha sido poder acercarme a editoriales cuyo trabajo sea más artesanal, con las cuales pueda sentirme acompañado y, sobre todo, complementado. A mi parecer, la editorial y el editor deberían ayudar a darle la forma más ideal a la obra, lo cual demanda mucha atención, y creo que eso es difícil cuando el sello se tiene que hacer cargo de una docena de otros títulos. Lecturas de Arraigo es un sello cuidado, detallista y serio, que se aboca a sus autores con todo y de uno a la vez. Orianna Camejo hace una operación impresionante: es una cadena de ensamblaje constituida por una sola persona: edita, diseña, distribuye, al tiempo que te invita a tomar un vino, con alguna música de fondo que desconocías y hace que te replantees las ideas centrales de tu libro. Por supuesto, DŹWIĘK también contó con la corrección de Daniel C. Aro y con el diseño de José Luis Hernández para la cubierta. Sonará a que hago publicidad para la editorial, pero creo que se merecen todas las flores. Se trata de reconocer el esfuerzo de nuestros colegas.
Creo que ha sido buena mi decisión de mantenerme en la órbita y de apostar por los sellos y agentes culturales independientes. He podido trabajar con Natacha Rebolledo, de Dos Pájaros (Montevideo), quien editó El otro hemisferio (2023), y con Libros del Fuego, quienes se encargaron de Armados (2024). También, con Sello Cultural, Autores Venezolanos y Libre Albedrío. Con Juan Mercerón, que es un maestro en el oficio. Y, claro, con Orianna, que es fantástica. Aunque lo correcto no sería decir que yo he apostado por ellos, sino que ellos han apostado por mí.
Pregunta ineludible: ¿se puede hablar de una literatura venezolana contemporánea? ¿Cómo la definirías? ¿Cuáles serían, en tu opinión, sus características principales?
No sabría decirlo. No podría dar ese diagnóstico. Pero sí creo que hay una generación de autores y, sobre todo, de autoras que están atravesados por temas y búsquedas similares. El tema político, nacional, histórico está dejando de ser tan relevante; ahora creo que el interés recae en asuntos más universales: el cuerpo, la identidad, la sexualidad, la tradición y la mitología latinoamericanas. Sin pretender ser demasiado riguroso, creo que para las nuevas autoras y autores el asunto ya no es político sino moral y ético. Sin embargo, esto no significa que lo venezolano ha quedado de lado; lo venezolano está en las expresiones, en el ritmo, en el uso del lenguaje; en la audacia. Además, creo que hay otros dos rasgos más o menos novedosos: la autogestión y la resiliencia. Esta generación ha tenido la necesidad de crear sus propios espacios de una manera muy radical, y lo han hecho desamparados por las generaciones precedentes, salvo algunas notables excepciones. Para decirlo directamente: a grandes rasgos, a esta generación no se le ha cedido la antorcha, sino que ha tenido que avivar el fuego por sí misma. Esto no lo digo como reproche, sino como reconocimiento. Entonces sería eso, lo que caracteriza a esta posible literatura contemporánea sería el tránsito hacia la novedad de sus indagaciones y también el esfuerzo extraliterario.
Pienso en Andrea Leal, Natasha Rangel, Juan José Toro, M. M. J. Miguel, Verónica Flórez, Gabriela Vignati, Yoselin Goncalves, Clara De Lima, Alejandra Blanca, Mayi Eloísa, Carlix Alfonzo, Annya Rivas, por decir algunos nombres. En poesía hay otro tanto. Manuel Gerardi, Carlos Padilla, Pamela Rahn, Jesús Montoya, Carlos Katán, Sofía Crespo Madrid, Daniel C. Aro, Johan Reyes, Jorge Morales Corona, María Alejandra Colmenares.
Faltan muchos nombres, también algunas autoras y autores que son, a mi parecer, una suerte de bisagra. Arianna de Sousa, Enza García, Oriette D’Angelo, que tienen un pie entre lo que ha sido y otro en lo que será.
¿Qué te gusta especialmente encontrar en la literatura de nuestros tiempos? ¿Y qué detestas toparte en la literatura de estos tiempos?
Me gusta toparme con la convicción, lo inesperado y la temeridad. Detesto lo reiterado, lo conformista y el temor. Quienes hacen esto último usualmente, además, están muy apurados en aplaudirse a sí mismos. Lo cual lo hace aún peor.
Durante años trabajaste como librero. Recomiéndanos tres libros fundamentales que consideras que valdría enormemente la pena leer.
No creo poder dar solo tres. El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel; El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de Tatiana Țîbuleac; El ruletista, de Mircea Cărtărescu. Cualquier cosa de Samanta Schweblin o de Ana Paula Maia. Hopper y el fin del mundo, de Fedosy Santaella. Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett.
También recomendaría Ética práctica, de Peter Singer; Razones y personas, de Derek Parfit; Interpretación y sobreinterpretación, de Eco, y Justicia poética, de Martha Nussbaum.
Dicen que hay dos tipos de autores: los que intentan reinventarse en cada obra para ofrecer algo totalmente distinto en cada ocasión, y los que están obsesionados con las mismas ideas y que, por ello, solo ofrecen variantes de la misma pieza. ¿A cuál grupo cree pertenecer Jacobo Villalobos?
Soy un obsesionado.
José Urriola
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