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Dado que el tema que origina estas páginas es el temor, quisiera comenzar diciendo que no me infunde temor admitir que soy hijo adoptivo de este oficio. Quienes me conocen saben perfectamente bien que pertenezco, por origen, a una Escuela distinta, en este caso, a la Escuela de Letras.
Pero debo aclarar que, en algún momento, hice el esfuerzo de revalidar mis títulos para verme aceptado por los historiadores en su casa y poder, de algún modo, calzar su exigente ropaje. Ahora bien, no sé a ciencia exacta si esto sea lo que me lleve a conjurar cualquier sensación cercana al temor, o si más bien lo que lo explica sea que mis amigos historiadores hayan sido siempre lo suficientemente generosos e indulgentes conmigo como para no hacer que me sienta como alguien extraviado en un mundo ajeno.
Todo esto sirve de algún modo para aclarar que a Carlos Alfredo Marín no lo conozco por alguna procedencia mía directamente vinculada con la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela, de la cual egresó y de la cual, también, es actualmente docente. Por tanto, nuestra amistad no se remonta a que él haya sido mi alumno ni mucho menos mi tutoriado, sino a que hayamos coincidido y transitado juntos ciertas rutas a la hora de asomarnos a la comprensión del proceso histórico venezolano.
A Marín le debo, además, un esfuerzo muy valioso que me sirvió de guía para orientar mis propias pesquisas. Me refiero a lo que significó para mí la lectura de su tesis de pregrado titulada Dos islas, un abismo. De Acción Democrática al MIR, editada más tarde en forma de libro por la Fundación Celarg.
Justamente por adentrarse con el rigor con que lo hizo a la hora de examinar los avatares y agonías del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) durante la Lucha Armada, su estudio me sirvió para despejar algunas dudas y afinar ciertas percepciones cuando me propuse escribir, hace unos años atrás, La insurrección anhelada: guerrilla y violencia en la Venezuela de los sesenta.
Pero también viene muy a propósito expresar de otro modo las afinidades que siempre he sentido con él. Me refiero en este caso a que, aparte de manejarse con el rigor propio de todo historiador que se precie de tal, Marín tiene una gracia y un estilo a la hora de escribir que hace que allí anide otro motivo de comunión entre ambos dado que la literatura es una afición que jamás hemos dejado de compartir, como mucho menos la veneración que ambos le profesamos a los Yanquis de Nueva York.
Creo que no me equivoco al señalar que Carlos Alfredo Marín es uno de los pocos autores que, en nuestro patio local, ha recorrido el tema del temor como categoría y, más importante aún, que lo haya hecho afincado en una concepción absolutamente metódica y sistemática al respecto. Insisto en repetirlo: Marín ha sido quizá uno de los primeros en arrimar la pupila a lo que, en el caso estrictamente venezolano, implica el temor no solo como estado emocional sino como factor capaz de movilizar a una sociedad y mantenerla en estado de alerta.
Eso, entre tantas otras cosas, es lo que se ve puesto de relieve en este libro, Divino temor: Iglesia, miedo y guerra en Venezuela (1810-1814), el cual le hizo merecedor, junto con Andrés Eloy Burgos como primer finalista, de la IX edición del Premio «Rafael María Baralt» promovido por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación BanCaribe.
Hablamos del temor como algo historiable, del temor y de sus distintas funciones, del temor como instrumento para sostener el poder. En este caso hablamos del temor como instrumento que no solo sirvió para avalar la autoridad de Fernando VII en el contexto específico en que aquí se ve abordado (1810-1814), sino del temor como un artificio que, en manos de la Iglesia y de su misión apostólica, sirvió para que fuese enseñado y colectivizado a través de la catequesis, el sermón y otros tantos recursos puestos en uso por parte de la doctrina católica.
No perdamos de vista en este caso lo que significó el peso de la fidelidad fernandina y las dudas rupturistas frente a España, algo que quedaría asentado en el imaginario de la comarca incluso desde la propia fecha «pre-rupturista» del 19 de abril de 1810.
Por otra parte, y según el propio Marín, existe temor al temor, es decir, temor a historiar el temor. O, en todo caso, la noción de «temor» no ha generado aún en nuestro ámbito un cúmulo suficiente de estudios, pese a la forma como tal fenómeno ha incidido y desplegado sus resortes a lo largo de distintas coyunturas.
En cierto modo, la historia de la humanidad es también la historia del miedo. Así lo consideró al menos el historiador francés Jean Delumeau, cuya obra ha sido una de las tantas bitácoras empleadas por Marín a lo largo de su recorrido. El miedo, junto al temor (en tanto que, en este caso, hablamos de dos estados emocionales distintos entre sí), ha constituido una de las presencias más constantes y visibles en la vida cotidiana.
La naturaleza, por ejemplo, sigue siendo motivo de miedo. Si lo hoy lo infunden los tsunamis, en la Edad Media lo hicieron las hambrunas, las pestes y las sequías. Por otra parte, puede que ya no le tengamos miedo al Diablo; pero, hasta hace poco, nos acostumbramos a vivir con miedo bajo el espantoso equilibrio del terror nuclear.
Ahora bien, ya estrictamente dentro del terreno del temor, o de todos los temores posibles, Marín se concentra en la noción del «temor religioso» como instrumento de poder pero también, como queda dicho, a modo de recurso pedagógico. Esto es justamente lo que animó a nuestro autor a escudriñar entre una serie de fuentes documentales y de testimonios hasta ahora bastante desconocidos en procura de darle un entendimiento y una consistencia distinta al problema.
Marín reconoce, por supuesto, la existencia de un cúmulo de antecedentes que le permitieron navegar con algo de seguridad a la hora de adentrarse en los pormenores del fenómeno del temor. En tal sentido, por ejemplo, no deja de rendirle tributo en primer lugar al profesor Rafael Strauss y lo que para el mismo Marín significó haber cursado bajo su guiatura un seminario sobre el miedo como objeto de estudio. Pero también le rinde homenaje a la obra de Elías Pino Iturrieta, especialmente por la forma en que abordó la presencia del temor dentro de sus estudios precursores en torno al tema de las mentalidades y, sobre todo, en respuesta a las novedades ilustradas que iban a servirle de base a la causa rupturista en Venezuela.
También figura referenciado aquí, y como no podía faltar, otro autor como Germán Carrera Damas, cuyo estudio sobre José Tomás Boves abre un filón analítico a la configuración tanto del temor como del miedo durante los inicios de nuestra historia republicana y, de manera particular, en el contexto de la Guerra a Muerte.
El temor a la filosofía «impía» y al tipo de literatura que pretendieron combatir las autoridades eclesiales asoma por su lado (como otra fuente a la cual acude Marín), en el caso de la historiadora Elena Plaza. Lo mismo ocurre con Carole Leal, quien, de algún modo, explora el tema del temor, sobre todo a partir de la relación existente entre el discurso religioso y la fidelidad política, utilizando como dispositivo de análisis las ceremonias y los espacios donde solían verse desplegados los símbolos del poder eclesial.
Por otra parte, pero precisamente ante el poder de la liturgia y la noción de fidelidad política, asoma la idea del miedo al «mal francés», es decir, el miedo a todo el pensamiento de naturaleza insurgente que fuera abordado en su momento por Graciela Soriano y que también resultó ser esencial para la investigación de Marín puesto que allí figura el temor expresado no solo desde el punto de vista ideológico sino, también, cultural, en el contexto de los inicios de la guerra de independencia.
De acuerdo con Marín, otro autor que se suma a este catálogo en materia de antecedentes es Tomás Straka por la forma en que en su libro La voz de los vencidos se hizo cargo de poner de relieve lo que, para los exponentes del partido tradicional, significaban los «objetos amenazantes» que no eran otros que las ideas voceadas por los partidarios del rupturismo.
Lo mismo, y por último, viene a ser el caso de Luis Castro Leiva, otro autor importante a la hora en que Marín le sigue la pista a la relación entre lo político y la moral religiosa en lo que toca, de manera específica, a los avatares registrados en esta comarca venezolana.
Tal como puede apreciarse, entonces no todo ha sido un espacio yermo o huérfano de interés. Pero el estudio del temor aún reclama un lugar más permanente entre nosotros, tal cual ha querido ponerlo de bulto Marín a través de éste –su más reciente libro– a fin de que continuemos engordando una perspectiva de análisis tan particular en torno a nuestro pasado. Después de todo, como él mismo se hace cargo de señalarlo, existen muchos otros temores (y miedos) que quedan pendientes de verse historiados en el caso de nuestra sociedad.
Pero, una vez más, en lo que concretamente se refiere a este libro, nos vemos en presencia del miedo como una herramienta política, o como instrumento de control sobre la sociedad, circunscrito a la capacidad que tenía el poder eclesial para ejercer tales mecanismos de control, tanto desde el punto de vista simbólico como al tener un pie igualmente puesto en lo terreno, como bien lo explica Marín.
Lo del pie puesto en lo terrenal significaba, en otras palabras, el castigo corporal ejercido, por ejemplo, a través de los tenientes de justicia por orden de los prelados (o hasta, en algunas contadas ocasiones, por parte de los prelados mismos). Esto era algo que hubo de traducirse en el empleo del cepo y del presidio, aunque incluyese también otras formas de tormento y suplicio más estremecedores como los que revelan las evidencias consultadas por Marín. Todo ello para lograr expiar las culpas extremas en las cuales hubiese podido incurrido un mal feligrés pero, también, un mal pastor de almas.
Asimismo, en este estudio está presente el discurso de la culpa y la penitencia, el discurso orientado a purificar al feligrés de manchas, escándalos y demás pecados, algo que incluía, desde luego, la idea del pecado político, como lo ponen de bulto las docenas de documentos revisados por el autor en el Archivo General de la Nación, en el Archivo Arquidiocesano y en los propios archivos de la Academia Nacional de la Historia.
Así, pues, a través del temor estaba planteado el camino al arrepentimiento, algo que presuponía no solo la cabida que tuviese dentro del imaginario el poder predicacional ejercido por la Iglesia, sino la capacidad de atar al feligrés a la práctica de denunciar a todo aquél que, en el contexto específico examinado a lo largo de este libro, tuviese contacto con ideas políticas perniciosas.
Esto es lo que de algún modo resume la idea del temor oficial. Véase si no la poderosa influencia para coaccionar conductas que pudieron haber ejercido los terremotos de 1812, todo ello a partir del discurso doctrinal de la Iglesia. Hablamos de un discurso practicado en defensa de una sociedad anclada, como lo precisa el autor, en una moral fidelista y denunciadora de cualquier atisbo insurgente que pudiese anidar entre la feligresía. O, dicho en otras palabras: un discurso dirigido a evitar que se descontrolara el edificio de la sociedad tradicional.
El temor tiene, pues, su propio relato en nuestra guerra de independencia. Puede que los que combatieran en nombre de la fidelidad, como Domingo Monteverde y José Tomás Boves, fueran más bien los exponentes del «miedo». Pero, ya en cuanto al «temor», allí estaba presente el arzobispo Narciso Coll y Prat quien se haría cargo de incitar a que la feligresía espiara o delatara a quienes comulgaran con «ideas novadoras», pero, también, para que esa misma feligresía temiera el alcance de lo que implicaba la desobediencia al orden divino.
Al mismo tiempo, en este libro se habla mucho de la pedagogía del temor. Esto es una forma de dar a entender que, lejos de ser visto como una humillación, como podríamos asumirlo en el presente, el temor era interpretado en tal contexto de un modo radicalmente distinto: como parte del virtuosismo de esa sociedad cuya conducta se asoma a examinar Marín, especialmente ante lo que significara la eclosión juntista del año 10, la proclamación rupturista del año 11, los terremotos del año 12 y la Guerra a Muerte a partir del año 14.
El libro es francamente sorprendente y lo difícil quizá sea resumir su contenido más allá de las cuatro o cinco cosas que llevo apuntadas y que, seguramente, no están ni remotamente a la altura del contenido de esta obra que apenas se halla en pos de sus primeros lectores. Pero, si se trata de asomar algunas apreciaciones finales, va de seguidas lo siguiente.
Lo primero quizá redunde un tanto en lo que llevo dicho, pero asumo el riesgo de introducir un par de variaciones solo para remachar lo esencial del asunto. Para una sociedad que empezaba a sufrir del aniquilamiento material y estructural, Marín nos invita a apreciar la forma como el temor al castigo divino continuó actuando a modo de referente explicativo más allá incluso de la coyuntura que aborda o del marco temporal que se impuso. Tanto así, que el autor fue capaz de hallar rastros alusivos al temor divino en tiempos que rozaban ya con el advenimiento más o menos definitivo de la república.
De allí que Marín insista en hablar de algo que, de acuerdo con nuestra sensibilidad actual, podría sonar desconcertante: el «saludable temor» y su persistencia en lo más hondo del tejido social. Esto significa que le daríamos una lectura limitada al fenómeno si entendiésemos el temor a Dios como expresión de simple superchería; al contrario: de lo que se trata es de ver al temor, en este contexto escudriñado por el autor, como una guiatura medular para el accionar de la Iglesia con el fin de poder defender al «cosmos monárquico» de cualquier desajuste que fuera obra de la naturaleza o decisión de los hombres.
Lo segundo es que aquí se pretende poner la mirada en una lógica institucional centrada en el discurso culpabilizador, o en la construcción del discurso penitencial, ante el castigo divino. En este sentido, al afincarse en un acervo construido desde los primeros sínodos y concilios eclesiásticos en términos de recursos predicacionales, ceremoniales y simbólicos, la Iglesia no se vio pillada sin respuestas en 1810 ni, mucho menos, en 1812.
En este sentido, el estamento eclesial supo perfectamente cómo responder a la catástrofe política que preludiaba ese año 10 y, mucho más, a las manifestaciones telúricas de 1812. Dispondría, en todo caso, del bagaje necesario para insistir en la idea del temor y, también, para seguir colectivizándolo. Especialmente, en lo tocante a lo político y a las novedades que empezaban a circular en 1810, se trataría, además, de aceitar la idea del temor a Dios como una herramienta de guerra.
La conclusión que ofrece Marín en este punto es clara: la Iglesia disponía de recursos discursivos antiquísimos a la hora de enfrentar la experiencia del nuevo peligro que empezaba expresarse en términos de cambio político. Es decir, cuando el mundo católico se vea amenazado por las ideas liberales y la tolerancia de cultos contaría con los resortes y los mecanismos necesarios como parte de su tradición doctrinal, desde las leyes canónicas, el sermón y las pastorales, hasta su visión en torno al pecado, el castigo y el perdón.
Lo tercero es que, dentro de ese clima mental de contradicciones y angustias, resultaba lógico que la propia Iglesia se escindiera. Hubo prelados fidelistas y prelados insurgentes. Pero quizá lo más interesante de todo cuanto pone de relieve Marín a este respecto sea el modo como el poder católico intentó, durante las entonces recientes reformas borbónicas, labrarse un papel dentro del discurso de la modernidad. Hablamos de un catolicismo que intentó abrirse al pensamiento científico y a la experimentación.
De allí, pues, que lejos de actuar entonces como un bastión del oscurantismo, hubo un sector del clero que, al avenirse al discurso reformista promovido por Carlos III dejaría la ruta abierta a lo que, no mucho más tarde, pretendió ser la edificación de una catolicidad republicana que la propia dinámica de la guerra se hizo cargo de soslayar o, inclusive, de aniquilar.
En cuarto lugar sería lo mismo que dejar un boquete abierto en la pared no mencionar aquí lo mucho que Narciso Coll y Prat protagoniza el recorrido que ofrece Marín a lo largo de las 229 páginas de esta novedad editorial que ahora se comenta.
De allí que el «Memorial sobre la independencia de Venezuela», redactado por Coll y Prat luego de experimentar las ventiscas venezolanas, y en el cual Marín se afinca de manera abundante y pormenorizada, sea un testimonio valioso de todo cuanto debió hacer el atribulado arzobispo (y de todas las astucias y urdimbres a las cuales hubo de recurrir) para poner a salvo su nave eclesial de los reclamos planteados por Miranda y Bolívar, pero también por Monteverde y Boves.
Dicho de otro modo: lo que más interesa del asunto es ver cómo Coll y Prat llegó a cuidarse de no dar un paso en falso ni, mucho menos, resbalarse ante ninguno de los miembros de aquella cuarteta durante el breve período que corriera entre 1812 y 1814. Después de todo, los cuatro (Miranda-Monteverde-Bolívar-Boves) resolvieron muchas veces arreglárselas directamente con los propios curas durante la contienda, para bien y para mal de ellos (aunque, las más de las veces, para mal).
Me quedo, por último, con una frase maravillosa que corre por cuenta del autor y que dice así: «En este ensayo no pretendemos criminalizar al clero. Para aquellos que tengan una concepción del relato de la independencia limitado a que buenos y malos se repartan los hechos del pasado, este trabajo no les servirá de mucho».
Por suerte, este estudio podrá seguir confiadamente su camino puesto que resultaría inadmisible suponer que entre los profesionales del oficio esté presente aún cualquier empeño por darle cabida a miradas convencionales o enaltecer bobaliconamente el discurso maniqueísta en torno a un proceso que sigue reclamando explicaciones complejas. Hablamos en tal caso de lo fue la caótica ruptura a partir de 1810 y el temor que ello suscitó entre quienes, como rehenes de su propio tiempo, tuvieron qué vérselas ante el riesgo de un futuro bastante incierto.
Además, si hemos de juzgarlo a partir de la obra cumplida hasta este punto por uno de sus egresados como lo es Carlos Alfredo Marín, no hay duda entonces de que la propia Escuela de Historia de la UCV, como cualquiera otra que califique en iguales términos de calidad, ha sido, y seguirá siendo, una fábrica hecha para ofrecer miradas problematizadoras, o miradas nuevas y diversas, a la hora de producir conocimiento crítico respecto a nuestro pasado.
Sin complejos, sin miedos y sin concesiones.
Edgardo Mondolfi Gudat
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