Retratos, hitos y bastidores

Adriano González León, cronista y viajero urbano (I)

15/06/2024

“Cercana a un río absurdo, esta aglomeración de aceros, de asfaltos pretensados y locuras, sólo es asimilable con un buen respaldo de los sueños. Círculo de los ruidos, ágora de las máquinas, casa de los demonios, plaza del escándalo, fachada de lo abusivo, mercado de la desfachatez, así, con el lenguaje de los viejos profetas provoca nombrarla, hacer la lista de sus abominaciones”.

Adriano González León, “Río igual ciudad” (1980)

1. Leí País portátil(1968) en primero o segundo año de bachillerato, al abrir la década de 1970, sin sospechar para entonces que estudiaría yo urbanismo y me dedicaría a la cultura de las ciudades. El profesor de Castellano y Literatura nos hizo notar que la obra de Adriano González León(1931-2008) secularizaba el motivo de la odisea homérica, la cual habíamos analizado con el mismo profesor en un curso anterior. No recuerdo si nos advirtió que el autor venezolano urbanizaba el viaje a través de la Caracas del este y del oeste, siguiendo, más que a Homero mismo, el ejemplo de James Joyce, con su Ulysses (1922) a través de Dublín. En todo caso, tras saborear la lectura de Díaz Rodríguez y Blanco Fombona en el tema del modernismo, cuya diminuta capital me resultó seductora pero antañona, quedé atrapado en la trama entonces contemporánea de González León.

Cruzando la Caracas metropolitana con su maletín lleno de municiones subversivas, el gocho Andrés Barazarte mapea una travesía que ensarta contrastes del pasado rural e infantil con el presente urbano y adulto de su familia andina, trasunto del país todo. Según resumiera Orlando Araujo en Narrativa venezolana contemporánea (1972), el clásico de González León está estructurado por “la línea horizontal del medio día de Andrés Barazarte a través de la ciudad, cruzada verticalmente por su pasado personal, volcado en secuencias evocadoras…”. De manera que incluso en ese País portátil tan urbano y de su tiempo, asoman también – según señalara nuestro profesor del colegio Tirso de Molina – la provincia y el ruralismo pretéritos, característicos de la literatura venezolana y latinoamericana del boom. Y difería en ese sentido de Cuando quiero llorar no lloro (1970), otro clásico urbano que también leímos a la sazón, recién salido de la fragua de Miguel Otero Silva.

2. Recordé esa advertencia sobre el provincialismo de País portátilal encontrar, ya estudiando yo urbanismo, un texto de González León incluido en Así es Caracas (1980), de la serie editada por Soledad Mendoza. Con escasos recuerdos adolescentes asociados con la capital, adonde el joven de Valera llegara en los años cincuenta, fueron las improntas del paisaje natural capitalino, en contraposición con sus deformaciones artificiales, los motivos de “Río igual ciudad”, escrito por el autor trujillano con resonancias proféticas.

“Cercana a un río absurdo, esta aglomeración de aceros, de asfaltos pretensados y locuras, sólo es asimilable con un buen respaldo de los sueños. Círculo de los ruidos, ágora de las máquinas, casa de los demonios, plaza del escándalo, fachada de lo abusivo, mercado de la desfachatez, así, con el lenguaje de los viejos profetas provoca nombrarla, hacer la lista de sus abominaciones”.

Parece que con esa letanía sobrellevara González León el pandemónium caraqueño, predicable de la ciudad venezolana en general, marcada por el atropello del campamento petrolero. Urbe del “desamparo del transeúnte”, arrojado en calles donde “huele a gasolina y a frutas” a la vez, son algunas de las dislocaciones entre lo rural y lo urbano, que tanto como de González León el cronista, podrían ser confesiones del gocho Andrés Barazarte, atravesando la capital de País portátil. Porque no olvidemos en este sentido que, como señalara Abel Ibarra, “Andrés y Adriano son el mismo personaje, sólo que, en diversas circunstancias, les fue cambiando el mundo”, tornado sin duda más metropolitano para ambos, sin desprenderse de atavismos.

3. Ya decantado yo por temas urbanos, después de País portátil comencé a leer la columna “Del rayo y de la lluvia”, publicada semanalmente por González León en El Nacional. Las contraposiciones entre lo rural y lo urbano penetraban, desde su título mismo, las crónicas cargadas de imágenes estruendosas, suavizadas con frecuencia por motivos provincianos y bucólicos. Los primeros se colaban también en la poética de Juan Calzadilla y Eugenio Montejo, para citar coetáneos de González León, anunciando, en todos, el lenguaje más metropolitano de los grupos Tráfico y Guaire de los años Cual se tratase de un Arístides Rojas secular, era registrada en la columna periodística, por ejemplo, la noticia efímera y puntual, propia de la ciudad, como que se detuvo el reloj de la torre de Sabana Grande (La Previsora, suponemos). Ese accidente devenía “una manera de detener el tiempo y hacer esta noche perpetua”, informaba el escritor habitual de la calle Real y de la avenida Solano, a sus bohemios conciudadanos de la República del Este.

Pero a diferencia de la prensa escrita, donde acaso pasaba inadvertida, en la crónica del autor trujillano “la noticia diaria salta de su limitado entorno informativo, de su asfixiante inmediatez, para respirar una nueva atmósfera donde logra transmutarse en parábola”. Enmarcadas así en la rayuela cronística ofrecida semanalmente en El Nacional, las noticias devenían alegorías y parábolas emanadas con frecuencia del acontecer urbano; porque acaso como su imperial tocayo romano, Adriano – al decir de Ibarra, en la introducción al volumen compilatorio de 1991 – ponía “el ojo a un espacio sagrado, que se oculta tras la apariencia profana de una ciudad”.

También está en Del rayo y de la lluvia (1981) la refracción de Caracas con sus contrastes entre provincia y metrópoli, entre ruralismo y urbanidad trastornados. Por ello la ciudad es una “repetida locura” cotidiana que no impide “al humo entremezclarse al verde”. Por ello un barrio “se muere y otro estalla después que las grúas y las máquinas han paseado su procesión de animales fabulosos”. Por ello coexisten en Caracas las silenciosas y solitarias casas de fantasmas en La Florida y otras viejas urbanizaciones, como las conocidas por el escritor en Alto de Escuque, con la “tromba urbana” de las avenidas y calles principales. Y es en estas donde estalla a diario el alboroto que marca la crónica caraqueña de González León: “Escándalos, luces, lubricantes, combustibles, taladros, perforadores, cuentas, giro veloz. Toda una mecánica de la torpeza y la brutalidad…”.

Adriano González León retratado por Vasco Szinetar

4. A diferencia de lo observable durante la primera mitad del siglo XX, cuando persistieron la nostalgia bucólica y la oralidad tradicional del tiempo de Maricastaña, en el tercer cuarto del siglo solo una vertiente del imaginario provinciano se coló, a través de las puertas de campo y de pasado, en novelas, entre parroquianas y urbanas, de Salvador Garmendia y Adriano González León. También en su crónica, ya en mucho intelectual y cosmopolita, el segundo trató de rescatar, al decir de Ibarra, esa “suerte de santidad existencial que hay en lo rural venezolano”. Así, como si nos hablara todavía un miembro de la familia Barazarte en el Trujillo atávico, se recorta en el “Tiempo familiar” de El rayo y de la lluvia la estampa del padre en el caserón arruinado:

“En la casa solitaria, la mata de limón, un solar con pantano, cuentas de vidrio, rosarios destrenzados, silencios, retratos muy llenos de amarillo, el fantasma avanza sin armadura ni caballo, tan provinciano, sin voz sonora ni castillos, tan cargado de deudas y tristuras, tan papá más que padre, sin ceremonias reales y un poco de facturas y recibos a cancelar y sufrir”.

Junto a ese padre fantasmagórico y atribulado, asoma en Del rayo y de la lluvia la madre en medio de sus oraciones, arrastrando su “andar martirizado por la casa”. Sufriendo esta los “dramas del universo”, como los llamara Gaston Bachelard en La poétique de l’espace (1957), en esa casona solariega, bañada por las lágrimas santificadas de Ernestina, es conjurada también la parafernalia de la tía hacendosa y rezandera, primorosa y solterona, sosia de la prima Angélica de la novela:

“¡Esa palma doblada en cruz! La cruz de palma contra los aguaceros y los excesos del cielo. ¡Su amor…! Tía de mimbre y de vela esteárica y de máquina Singer sonando su bobina con hilo enredado en el ojo de la aguja como cualquier rico tratando de penetrar en el reino de los cielos. Tía… invoque sus ungüentos, sus sedas, las estampillas que venían de otro mundo, los recuerdos en cofres amarillentos y alfileteros de trapo, manchas para las cartas de negocios y tinta en letra cursiva para los asuntos de corazón”.

Por la persistencia de esas memorias interioranas, ya en medio de la Caracas violenta, el cronista se refugia en los olores infantiles que había en el patio de la escuela; “o el patio de la tía hace tiempo o un patio del cual leíamos o la calle de la película o cualquier patio que inventamos para que se aposente el olor o siga por la avenida estremecida de luces, con un gusto a otro mundo apetecido o una calle de bombillos temblorosos por los lados de Catia…”.

Puede así atribuirse a González León, el cronista, lo que Abel Ibarra predicara de Andrés Barazarte, la criatura novelística de aquel: “Andrés lo que persigue es, justamente, alcanzar ese espacio sagrado para obtener alguna unidad interior posible, al parecer perdida irremediablemente desde que salió del paraíso provinciano”. Pero si en la novela el protagonista es una suerte de expulsado del paraíso o ángel caído de aquel celaje interiorano, el cronista busca cierta reconciliación, me atrevo a decir, con la tierra urbanizada donde le ha tocado avecindarse.


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