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Luz
Se nota en el acto /cuando la perdemos /
en una cámara vacía/ la silueta ayuda/ remonta o se disuelve
el destino se disfraza/de insensatez
y las voces o los silencios/ se quejan
de las estrellas o luciérnagas
el espejismo/puede ser oscuro
Viene en colores/ con rapidez/aun eclipsada / en tormentas
Es posible cernir/ los apremios /el vacío o la nada/
las estrellas o luciérnagas/ a toda hora y estancia.
A. Spinoza
Exilio o alienación
En los 80, Héctor era militante de izquierda. También lo eran Hilda y Pablo. A veces sentía que me miraban “feo” porque yo no lo era. Mi perfil era el de un adolescente clase media, con una barba hirsuta para aparentar mayor edad, y militante del psicoanálisis. Por aquel momento, no sabía que la raíz latina de dicha palabra (militans) significaba «el que se adiestra para la guerra», ni que milites quería decir soldados.
Para entonces, las militancias venían ya en nuestro ADN, junto con el acné y las poluciones nocturnas; y hasta los no militantes, eran milites en su negación.
Lo más cercano que estaba de la izquierda era por la vecindad con el partido MAS, y por los ensayos musicales de la agrupación Un Solo Pueblo, quiénes, con su Debajo de la matica, me despertaban todos los domingos. En ese momento, yo añoraba que el capitalismo acabara con cualquier pretensión de izquierda que atentara contra mi sueño. No sé si por eso votaba por AD. En realidad, la consciencia política me llegó tardíamente.
Cuando quise acercarme a la izquierda fue quizás para que Héctor, o Hilda me prestaran sus apuntes de psicología social; o mucho tiempo antes de mi entrada a la universidad, para impresionar a María, una hermosa cubana con quien estudie en la secundaria. Entonces mi falta de lucidez me hacía suponer que “algo” vinculado al comunismo serviría de puente entre ella y yo.
Ir al colegio con el libro Nicolás y Alexandra de Robert K. Massie, sólo me había servido para dos cosas: primero, para sumar peso a mí ya cargado maletín; segundo, para impresionar a María con la anécdota del día en que mi abuela materna vio al zar. Quizás en mi imaginación de incipiente escritor, eso era importante. Pensarla muy joven (porque eso sí, las abuelas alguna vez fueron jóvenes), acercándose a Nicolas II, vestida como Julie Christie en Doctor Zhivago, con un chal negro cubriendo su cabeza, superaba los límites de cualquier fantasía.
Buscando impresionar a María con una historia de los albores del nacimiento del comunismo, interrogue a mi abuela. Lamentablemente, no pude vislumbrar en su relato la más mínima posibilidad de un encuentro fortuito entre ella y el hijo mal portado del señor Heinrich Marx y doña Henriette Pressburg. Decidí entonces volver al encuentro de la señorita Hantea Geizericher con el zar. (¿Y si ya se había casado con mi abuelo? No, esa posibilidad no existía por aquello del honor familiar). Pues mi historia fabulada le daría una vuelta más capitalista al asunto, y evidenciaría mi linaje antirrevolucionario para con mi compañera de clases.
Le pedí a mi abuela que me volviera a contar la escena. Ella me miró condescendiente, mientras preparaba su maravillosa masa de hojaldre. Entonces me dijo: “A quien vi de cerquita fue al General Juan Vicente Gómez”. En ese momento, como dicen los jóvenes de hoy, se me cruzaron los cables; y en honor a la verdad, decidí buscar otro recurso para impresionar a María.
Hantea (o la señora Ana, como le decían en La Pastora) debió ver mi rostro de decepción, y trató de paliar la situación contándome cómo los viejos tiempos eran mejores, y que el Benemérito había logrado que “Venezuela estuviera libre de deudas, y no le debiera nada a nadie”. Eso me dejo muy mal. Su discurso a mitad de camino entre el yiddish y el español, no me dejaba argumentos para debatir en torno a la explotación del proletariado, “privado de medios de producción propios”, “obligados a vender su fuerza de trabajo para poder existir”.
En la pequeña biblioteca de mi hermano encontré más recursos. En aquel momento, él entraba en la UCV, y la seducción por la izquierda le llegó, al mismo tiempo que las exigencias de la carrera de arquitectura. Entre su extraña mezcla de Nietzsche con Ernst Neufert, las chicas de Playboy, y León Rozitchner, había un ejemplar de El Estado y la revolución, con el rostro de Lenin en la portada. De ahí, la disparatada idea de aprender a dibujarlo, para hacerle creer a María que estaba al tanto de la situación en Cuba.
Mi despropósito se tornó en culpa, cuando ella me espetó su cruenta historia para salir de la isla. Un rapto de lucidez me arrancó de mi “enfermedad infantil del izquierdismo” como lo diagnosticara el camarada Vladímir Ilich. Era como si sus palabras me ubicaran más allá de la inocencia, o de la estupidez. En última instancia, el límite entre una y otra es muy tenue.
Pocos años después, la pseudo militancia psicoanalítica me llevaría a otra derrota: la de no ser aceptado para trabajar en la UCAB por “defender la obra freudiana”. Entonces comprendí por qué el Dr. Fernando Rísquez, o la irrepetible Dra. Ascensión de Arruche me protegían de los milites psicométricos, que se encargaban solapadamente de poner zancadillas en mi camino, para que mi entusiasmo militante no hiciera ruido en el sagrado espacio de la ciencia.
Años después descubrí que quien en mi Alma Mater se consideraba el mayor heredero de San Alberto Magno, patrono de las ciencias, y principal opositor a mis pretensiones como docente, era un excelso lector del tarot. Pero no nos desviemos: a principios de la década de los 80, me encontré con que mi ideal era un obstáculo para mi mayor aspiración. Podía renunciar a él o fortalecerme en el contratiempo, y con esto entender que nadie imbuido en creencias o ideologías estaba libres de pecado… Lo dice un prófugo de la caverna platónica.
Debí pasar muchas horas acostado en un diván para entender que el drama con los ideales es que pueden ser prótesis para la identificación; y aquella constituye un recurso necesario cuando apenas se está descubriendo el sentido de la vida.
Agreguemos algo más: ante la falta de sentido con que nos tropezamos en el tiempo que vivimos, las militancias ofrecen la ilusión de poder explicarlo todo, (aunque sea desde un solo ángulo); y así montar una historia que calme la angustia-de-vivir.
Yo era apenas un adulto joven y como miles de mi causa, apostaba a mi derecho de ser psicoanalista. Pero en ese camino, conocí mi segunda derrota (¿o decepción?). Para la elite psicoanalítica de entonces, yo era demasiado joven. Debía madurar, (es decir, tener más solvencia económica para poder analizarme), amén de otros superlativos que, para ese entonces, me hacían cuestionarme que ese fuera el templo de la salud mental.
Lo cierto es que, a pesar de los obstáculos, devine psicoanalista (omni iuvenali furore); y hoy, en plena sexalescencia, –y después de todo lo vivido en esas lides–, rechazo la militancia, y asumo mi oficio no como militans, sino como una vía para pensar la vida.
Quizás fue el efecto de la des-idealización de los grupos, de la comprensión de la toxicidad grupal que Wilfred Bion plantea; de reconocer la vigencia del mito de la caverna de Platón. Especialmente en nuestra cultura plagada de intereses solapados y el consumo forzado de fake news con el fin de aceptar verdades prefabricadas (tanto en los pequeños grupos como en las grandes sociedades), que terminan generando un efecto de lucidez ficticia.
Mundo de comunidades virtuales con pertenencia líquida, donde el Big Brother recibe el nombre de IA, y la ilusión de pertenecer actúa como antídoto, ante las incertidumbres que generan vínculos cada vez más efímeros.
Adheridos al deseo de Otro, la consigna es “todos somos uno”; ergo, todos adoramos al mismo líder. Para ello se requiere un enemigo –más que un ideal– a fin de sostener la cohesión social. Un “tu=yo”, en un mundo sin espacios, deforestado en sus principios.
La cuestión es si este refugio alienante lo es por miedo al encuentro con lo más íntimo del Ser; lo cual conduce al hombre a tornarse en feroz caníbal de su propia existencia. Platón lo advierte: salir de la cueva implica no regresar, a riesgo de perecer por descubrir “otra verdad”.
El riesgo de las certezas
A Héctor le paso algo similar. Quizás no con tanto tropiezo. En su caso, las izquierdas quedaron atrás y devino en budista zen. En realidad, pasó de una militancia contra la opresión materialista a la búsqueda de una liberación espiritual. El zen lo llevó a un proceso de transformación de consciencia, ruptura de cadenas ideológicas y despertar de la ensoñación mundana a través de la poesía.
En todo este trayecto, nuestros caminos se habían separado después de la graduación como psicólogos. Hoy, cuarenta años después, volvimos a reencontrarnos, no-militantes.
Por esas vueltas de la vida, sorpresivamente recibí una nota de Héctor: me hablaba con la absoluta honestidad con que acostumbra a hacerlo, y cerraba sus palabras con esta frase: “Agradecido por tu contagiosa lucidez”.
Ante esto, las preguntas necesarias: ¿Se puede ser lúcido en nuestros tiempos? Quizás podamos hallar respuesta en la etimología. Lucidez viene del latín lucidus, cualidad de claro, y por lo general, en estos días (donde la lentitud no es una virtud) se le vincula con rapidez de pensamiento. Pero esto exige poder diferenciar que una cosa es tener sagacidad, capacidad de discernimiento; otra, claridad mental.
Fernando Pessoa decía: “Sentir es crear. Sentir es pensar sin ideas (…) El sentimiento abre las puertas de la prisión con las que el pensamiento cierra el alma (…) La lucidez sólo debe llegar a la entrada del alma. En las propias antecámaras del sentimiento está prohibido ser explícito. Sentir es comprender. Pensar es equivocarse”
¿Ante qué nos sitúa el poeta? Frente al abismo del Génesis. Frente a la creación ex nihilo. Ante el espacio del sinsentido. En el más allá de lo inconsciente: en ese real lacaniano que sólo se puede bordear pues no admite simbolización. He allí el inconmensurable mundo de la sinrazón, de lo que desafía a la ciencia, desequilibra a los tecnócratas, maravilla de los misterios del espíritu y fascina de la física cuántica.
A nivel psíquico, esto no ocurre sin consecuencias: lo que no puede ser puesto en palabras implica angustia. De ahí la “guerra” contra lo no medible, lo no observable. Las cuantificaciones, las normativizaciones, los estándares que apuntan al control. Necesidad de certezas que han marcado las épocas en la historia de la humanidad: La ilustración apuntaba a disipar las tinieblas de la “ignorancia” con “la luz” del conocimiento; el positivismo despejando el coqueteo con lo inasible, con lo unheimlich propio del romanticismo.
Cabe recordar que el exceso de certeza, desde la psicopatología, es un indicador de psicosis y, en consecuencia, de “estar fuera de realidad”. Para muestra, todos los delirios que pivotearon circunstancias desde las cruzadas a la inquisición; los diversos reinados de terror con todas las permutaciones posibles desde Robespierre hasta los fanatismos latinoamericanos, o los fascismos del siglo XX incluidos los eventos del macartismo y los gulags soviéticos. Sin olvidar, por supuesto, las “discriminaciones por contaminación” de raza, credo y género. Y todo ello es tan solo, una muy breve referencia a hechos puntuales en la estrecha senda, del largo sendero de sangre, recorrido por nuestra civilización occidental.
Lucidum et tenebrae
Tensión de opuestos. Es la eterna contraposición entre sentido vs sinsentido. Coherencia vs absurdo. Yin y Yang. Dinámica continua entre polos contrarios que genera tensión.
Hipólito de Roma (170 – 235) afirmaba: “…la tiniebla, de manera inteligente, se esfuerza por poseer al resplandor, para someterlo” El significante inteligente aquí es la clave. Aplica a las sombras como a la luz. ¿Será que ambos son partes constituyentes del Logos? Y éste, no es acaso, ¿la Unidad a la cual apunta el fin último de la tensión de opuestos?
Así, para encender el motor que a través de los tiempos ha generado nuestras sociedades y sus creaciones, se requiere que dicha dinámica esté ahí para impulsar los cambios.
El planteamiento de Hipólito nos devuelve a Platón: todo aquello que cambie la verdad instituida generara resistencia. Las transformaciones implican crisis; y éstas, van de la mano con la incertidumbre, a veces con el terror al derrumbe de estructuras, y todas las consecuencias que esto puede conllevar. Sociales, económicas, políticas, psicológicas.
La cuestión es ¿cómo percatarse de todo ello estando en el centro de la tensión? ¿es realmente transmisible la lucidez? Decirse lúcido, ¿no es acaso un signo de ofuscación?
Así qué, si un budista zen agradece una “contagiosa lucidez”, no es poca cosa. Lleva a pensar: ¿Dónde está el riesgo de “ceguera”? ¿Qué punto de equilibrio reconoce? ¿Cómo se sostiene? ¿A qué compromete? ¿Dónde nos sitúa? Cuestionamientos éticos que debemos tener en cuenta para no caer en la vorágine del no-ser y, en consecuencia, dejarnos arrastrar en la marea hipermoderna.
Desiderius Erasmus, con su ironía tan particular, decía que “La existencia más placentera consiste en no reflexionar nada” El sabio de Rotterdam visualizó con más de 500 años de adelanto, lo que sería el primo movens de nuestra hipermodernidad.
Elogio a la lucidez
Siete años más tarde de El elogio de la locura (1511), y a unos 570 km de distancia, ocurrió un episodio muy particular, asentado en la prefectura de Estrasburgo: se trataba de una tal Frau Troffea, quien un buen día comenzó a bailar. Su alegre danza se tornó contagiosa para quienes la observaban; al punto que decidieron acompañarla en su bailoteo. El problema es que éste dejó de ser diversión y dio paso a la euforia. Consecuencia: el frenesí colectivo terminó en infartos, desgarros de tendones y derrames cerebrales. “La peste del baile”. Así se le recuerda hoy. Peste por aquel placer mortífero que obturó cualquier reflexión posible.
Y en el contexto mítico, podemos evocar a las ménades (μαινάδες) quienes en el fragor de la danza dionisíaca, devoraban a sus víctimas, entre ellas al poeta Orfeo, aquel que luchaba “por la unidad en los distintos ámbitos del ser, de la misma manera que Dioniso lucha por su disolución”.
Caos, fragmentación, desvinculación de relaciones, desfragmentación de identidades, dilución de géneros. Esto es la locura.
Nuestras ménades contemporáneas, revestidas de un poder extraordinario, oscuro, anónimo, global, engordan a nuestra sociedad con esa producción incesante de objetos de consumo que erigen el discurso capitalista en nuestros días. De ahí la adicción generalizada al vértigo, al consumo voraz, al reconocimiento virtual.
Todos adictos, buscando anestesiar el dolor-de-ser… o por sobreexposición “siendo insensibilizados”, en pro de la falta de lucidez. Recordemos a Albert Jacquard: “Quienes han provocado dramas por falta de lucidez dicen que no fue ésa su voluntad; pero la falta de lucidez es un crimen cuando se tiene una responsabilidad”.
Con la Revolución francesa decapitaron a un rey para terminar erigiendo a un emperador. En Rusia, ¿acaso murieron los zares tras el fusilamiento de Nicolas II? Al presente, las derechas o izquierdas dejaron de ser el centro del diálogo frente al futuro de la humanidad, para dar paso a algo tan regresivo como lo son los fundamentalismos. Estos barren toda polarización política, tornándose, por demás, en una amenaza real para la supervivencia del planeta.
Cabría entonces preguntarse ¿qué es hoy en día la lucidez? ¿Acaso un acto de resistencia en tiempos de militans programadas? Sin llegar a caer en la idea de conspiración global, las distopías tienen tiempo siendo anunciadas. La estandarización de los individuos-tipos de la sociedad es una estrategia de poder, y la lucidez es lo único que puede ayudarnos a no caer en ese molde.
Retorno al agradecimiento de Héctor, entre la gratitud retribuida y la amargura. La seguridad, ese extraño antónimo de la lucidez, sigue estando al calor de la caverna. Militans de nuestra pequeña existencia, alucinamos con una sensación de seguridad, mientras las tragedias están allá lejos, detrás de las pantallas de los televisores.
Afuera, en el asfixiante calor del desierto, encontraremos a Orwell, Nietzsche, Miranda, Spinoza, Dallaire y Wojtyła crucificados, entre tantos otros. Pero cuidado, que los gritos de las muchedumbres ciegas, milites de la ignorancia, no nos distraigan: ya no estan tan lejos aquellos que «subieron sobre la anchura de la tierra, y circundaron el campo de los santos» (Apocalipsis 20:9)
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1 En latín, soldado, singular de milites
2 Fernando Pessoa «Aforismos y afines» (2007) Recuperado 19/1/ 2024 https://circulodepoesia.com/2016/11/aforismos-sensacionistas-antonio-mora-fernando-pessoa/
3 Jung, C.G.Jung. Mysterium Coniunctionis (2007) Edit Trotta. Vol XIV. Tercera edición.
4 Cortes J, David: Nietzsche, Dioniso y la modernidad. Tomado de https://digitalrepository.unm.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1034&context=abya_yala Recuperado 7 de enero, 2024
Johnny Gavlovski
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