Eleazar López Contreras en acto oficial, circa 1935: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana
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A Jaime Ybarra (1970-2022), in memoriam
Una larga tradición
El 30 de junio de 1937 ocurrió algo jamás visto: la oposición ganó unas elecciones. Desde lo que hoy consideramos como democracia, estuvieron llenas de problemas, por decirlo de forma suave: los principales líderes de la oposición habían sido expulsados del país en marzo, la mayor parte de la población estaba inhabilitada para votar, era un sistema de tercer grado con muchas alcabalas entre los votantes y la elección presidencial y, sobre todo, se hicieron con el antecedente, muy poco promisorio, de las elecciones parciales de enero, en el que las victorias de los candidatos opositores fueron una a una anuladas por la Corte Federal y de Casación. Pero si consideramos que aquello ocurría a sólo año y medio de la muerte de Juan Vicente Gómez, el solo hecho de que existieran candidatos de oposición (y encima de izquierda), y de que las votaciones fueran lo suficientemente pulcras como para que pudieran ganar en nada menos que catorce de las veinte parroquias que entonces tenía Caracas, indica que el cambio liderado por Eleazar López Contreras había sido simplemente revolucionario. Las primeras elecciones universales, directas y secretas habrían de esperar una década, hasta el 27 de octubre de 1946, pero sin este paso, es muy difícil que ellas, y todas las que siguieran, hubieran sido posibles. Con las elecciones municipales del 30 de junio de 1937 se acabaron los setenta años de autocracia que habían arrancado en 1870. Es decir, no son un hito menor.
Pero como en todo proceso histórico, en ellas hubo tantas continuidades como rupturas: tampoco es irrelevante que se hayan hecho con la legislación existente, promulgada durante aquel largo período autocrático que se cerraba. Las primeras reformas de López Contreras atendieron lo electoral, pero sólo reformándolo, no inventándolo. De modo que cabe hacerse la pregunta de por qué un régimen como el de Gómez se ocupó en legislar comicios. Incluso, ¿se hicieron alguna vez elecciones, siquiera municipales, durante su larga dictadura? La respuesta es que sí, que incluso durante el gomecismo se votaba. Como vamos a ver en las siguientes páginas, el voto nunca desapareció en el ecosistema político venezolano, ni siquiera en sus momentos de mayor autoritarismo. Prácticamente ninguno de los venezolanos que votaron en 1937 tenía edad suficiente para haber participado las últimas elecciones más o menos libres, las de 1892; y si alguna memoria guardaba de campañas y comicios, era la de José Manuel “El Mocho” Hernández y el fraude que sufrió en 1898 y detonó una seguidilla de guerras civiles, de las que emergió, como “Padre de la Paz”, Juan Vicente Gómez en la batalla de Ciudad Bolívar en 1903 (aunque la dictadura franca y pura ya la había instituido su entonces jefe, Cipriano Castro, que, entre otras cosas, se encargó de desmontar la elecciones directas, pero volveremos sobre eso más adelante). La desgracia política de “El Mocho” debió, entonces, haber sido una advertencia en contra de las elecciones. Todos tenían algún padre o abuelo mochista, que brindaba a su salud cuando apuraba un amargo de berro o yerbaluisa, pero aquello no pasaba en 1937 de una nostalgia, melancólica y pintoresca. Por eso quienes se acercaron a las urnas debieron haberlo hecho con una mezcla de miedo a volver a 1898 o a lo que en España acababa de desembocar también en una guerra civil; y a la vez esperanza por la libertad que parecía por fin asomarse. Es la disyuntiva que Germán Arciniegas vería después como el sino de la Latinoamérica dominada por dictaduras[1], pero que en Venezuela ya se vivía en aquel momento. Con una demostración adicional: valió la pena votar. Pese a todos los obstáculos, a la larga, el voto ayudó a cambiar las cosas.
Eso habla bien de las elecciones de 1937. Pero durante las autocracias guzmancista y gomecista, ¿había servido para algo? ¿Todas las elecciones fueron fiascos como el de 1898 o el de 1846? Hay razones para pensar que consistieron solo en un saludo a la bandera, unos mecanismos de legitimación de situaciones ya dadas, que en poco o nada influían en el poder. No obstante, el recientemente fallecido historiador Jaime Ybarra (fue otro a quien el COVID se llevó en su mejor momento) concluyó, después de estudiar los procesos electorales del siglo XIX, que, al menos a nivel local y regional, se les dedicaba tanta energía y recursos, generaban tantas diatribas (a veces, incluso violentas) y se convocaban con tan religiosa periodicidad, que debieron ser algo más que una comparsa para el mandón de turno. Definitivamente, señaló, tenían importancia, y por eso es necesario estudiarlas. En ellas hay una tradición democrática con raíces más hondas de las que nos imaginamos, y además raíces diseminadas por todo el país[2]. Tal es la tesis que esperamos abonar en las siguientes páginas.
En el muy conflictivo 2016, Ybarra logró el prodigio –podríamos decir prodigio democrático– de reunir a historiadores de todas las tendencias, algunos de los cuales de otro modo no se hubieran dejado ver con los otros convocados, y coordinó un libro con distintos estudios sobre los procesos electorales del siglo XIX. Para más inri, a Ybarra lo acompaña en la carátula, en rol de coordinador, nada menos que el entonces gobernador de Carabobo, Francisco Ameliach, lo que no dejó de despertar alarmas, ni de crear comentarios en torno al hecho de que el gobierno regional sufragara la edición. Pero los trabajos reunidos son de gran solvencia intelectual y los autores, en todos los casos, muy respetados[3]. Leyendo el libro, cotejándolo con otros datos y siguiendo la recomendación de Ybarra, trataremos de ver, al menos panorámicamente, lo que en Venezuela fue votar antes de la democracia. Eso tal vez nos dé pistas para entender los retos y las oportunidades que encierra hacerlo después de ella.
El francoquijanismo: la otra tradición.
El primer problema con la larga tradición del voto que identificó Ybarra, es que había (y en gran medida está volviendo a haber) otra tradición, tanto o más fuerte, que justo durante el lopecismo se bautizó con el nombre de francoquijanismo. Es una palabra hoy en desuso –lástima que solo la palabra– que en el argot político venezolano de las décadas de 1930 y 1940 definía al conjunto de trampas y actos de ventajismo que hacían los gobiernos para ganar las elecciones. Sería antihistórico decir que hubo francoquijanismo en los tiempos de Guzmán Blanco, pero solo porque la palabra no existía, o porque la libertad de los comicios era tan baja que no hacía falta inventar, pero no porque en lo esencial no existía. El fraude masivo de 1897 tuvo mucho de francoquijanismo, así como todas las elecciones del gomecismo (aunque es un tema que, en realidad, aguarda por un buen estudio documental), y si en algo se diferencian, es en que no tuvieron el cuidado de disimular que a partir de 1935 fue necesario.
La palabra francoquijanismo viene de Juan Francisco Franco Quijano (1896-1973), tal vez el primer personaje en la historia venezolana que merece el calificativo de técnico electoral[4]. Hijo de un exiliado venezolano en Colombia, se graduó de filosofía en el Colegio San Bartolomé de Bogotá e hizo carrera en el Partido Conservador. Cuando comenzó la Revolución en Marcha de 1934, de los liberales, tomó el camino contrario de su padre, y a su vez se exilió en Venezuela. Trabajó, con notable éxito, como abogado, haciéndose famoso. De algún modo se ganó la confianza de López Contreras y para 1937 ya fungía como asesor en su entorno. A él, según se dice, se debe la creación de un partido propio por parte del gobierno, la Agrupación Cívica Bolivariana (mejor conocida como las “cívicas bolivarianas”) [5] y, probablemente, al menos una parte del bolivarianismo más bien conservador del presidente, parecido al del Partido Conservador colombiano. Pero Franco Quijano y la experiencia colombiana ofrecían algo más: mientras en Venezuela por cincuenta años no había habido elecciones competitivas, en Colombia, más allá de sus abundantes puntos opacos y baches, sí las hubo, o siquiera relativamente las hubo. De modo que un político conservador podía tener un repertorio para enfrentar y ganar comicios de forma tan aparentemente limpia como fuera posible, que debió dejar boquiabiertos a López Contreras y sus colaboradores, confundidos ante la situación inédita de una oposición que cada vez gana más elecciones, incluso por encima de lo que hicieran los tribunales para remediar el asunto.
El éxito de la asesoría de Franco Quijano fue rotundo. Veamos algunos hechos: después del triunfo de la oposición de izquierda en las elecciones caraqueñas de junio, vino otro triunfo, aún mayor, en las elecciones municipales del Zulia en octubre (la izquierda ganó en seis de los nueve distritos, muy significativamente en Maracaibo y en el petrolero Distrito Bolívar); y un año después, el 11 de diciembre de 1938, en las siguiente elecciones municipales en Caracas, la izquierda ganó diecinueve parroquias. Era un crecimiento abrumador que a muchos hizo pensar (y a no pocos temer) algo como lo de España, de la que estaban pendientes todos los venezolanos. Pero las cifras de 1940 no dejan de sorprender: en dos años el gobierno había volteado completamente la tortilla y las cívicas bolivarianas arrasaron en todo el país[6]. ¿Qué pasó? Es verdad que la izquierda ya estaba irremediablemente dividida entre lo que muy pronto sería Acción Democrática (AD) y los comunistas, con peleas feroces entre sí (en poco tiempo, comunistas y postgomecistas se aliaron contra AD). También que algunos habrán temido que las cosas estaban llegando demasiado lejos. Y además el gobierno tenía una organización de alcance nacional y bien aceitada, las Cívicas Bolivarianas, con las que moverse. Pero tampoco hay que sacar de la ecuación lo que entonces todos empezaron a llamar francoquijanismo: doble documentación de electores, que votaban en varios sitios a la vez; manejo de las mesas electores y los escrutinios; detención arbitraria de opositores; suspensión de candidatos opositores, traslados de electores del gobierno a las mesas de votación y un largo etcétera más. A favor de Franco Quijano debe decirse que nunca se le pudo comprobar una relación directa con ninguna de estas irregularidades, más allá de las numerosas denuncias y de que prácticamente todos en el país lo apuntara como su cerebro.
En 1943 Franco Quijano asesoró en la creación del Partido Democrático Venezolano, del sucesor de López Contreras, Isaías Medina Angarita. Exiliado después del 18 de octubre de 1945, retornó con el golpe militar que derrocó a Rómulo Gallegos en 1948 y volvió a ser empleado como organizador de comicios, pero al formar parte de ese misterio no resuelto que es el magnicidio de Carlos Delgado Chalbaud, fue encarcelado por poco tiempo, para dedicarse en lo subsiguiente al ejercicio privado del Derecho. Notabilísimamente, publicó en 1968 uno de los más importantes libros de técnicas electorales de Venezuela, Sistemática electoral. En cualquier caso, el francoquijanismo fue, con todo, una expresión de la Venezuela que se democratizaba. Partía del principio de que habría elecciones competitivas, o algo que se les aproximara bastante; de que participarían opositores y de que, para vencerlos, había al menos que guardar las apariencias y limitarse al ventajismo (aunque según se alejaran las cosas de las grandes ciudades, eso podía cambiar….). A López Contreras no se le puede regatear su estatura como modernizador y democratizador: no era fácil convertir un régimen que se había caracterizado por las prisiones, los trabajos forzados, la tortura, el exilio y el homicidio en su trato con los opositores, en una democracia, sobre todo si se está en los convulsionados años treintas, con la sombra de la guerra española y muy pronto de la Segunda Guerra Mundial creciendo alrededor. Cualesquiera sean las críticas que puedan hacerse, era una mejora extraordinaria con respecto a lo anterior. La prueba de ello es que esa oposición de izquierda y democrática cuando llegó al poder en 1958, no dudó en reconocerle su condición de expresidente constitucional y de Senador Vitalicio.
Pero como se ha dicho: que la categoría de francoquijanismo, en sentido estricto, no pueda ser usada fuera de las décadas de 1930 y 1940, no significa que aquello que expresaba no fuera una tradición tan larga como la de votar. Y era una experiencia larga, llena de hechos contundentes y dolorosos (los infortunios del Mocho Hernández no dejaban de causar pesar o lástima), conspiraban en contra del voto. Entre el miedo y la libertad, la historia venezolana inclinaba los platos, y mucho, hacia el primero. Echemos un breve vistazo a algunas de las intersecciones más notables entre el miedo y la libertad en la historia venezolana.
“El pueblo quiere, y no lo dejan elegir”
Entre 1830 y 1846 Venezuela fue una de las democracias más libres y estables del mundo. No es cuestión de insistir sobre las idealizaciones de esta etapa, convencionalmente conocida como “oligarquía conservadora” gracias a José Gil Fortoul[7], y en gran medida impulsada por la nostalgia de fin de siglo, cuando comparada con el país de caudillos y guerras civiles en que nos habíamos convertido, parecía una especie de perdida edad dorada. No fue tal[8], pero sin duda el respeto a las libertades, la deliberación, autonomía de los poderes, estabilidad y relativa alternabilidad, era muy singulares en una época en la que los dos líderes emblemáticos de América Latina eran Adolfo López de Santa Anna y Juan Manuel Rosas. Había un caudillo, José Antonio Páez, cuya influencia personalista sobre el sistema iba muy reñida con la idea de una república democrática, y si bien en 1835 enfrentó al golpe de Estado que depuso al democráticamente electo José María Vargas, bastó con que declarara su desaprobación para que el país lo siguiera, así pudiera el presidente regresar al poder[9].
Aunque el hecho es celebrado como un apego de Páez a la legalidad, lo que en gran medida es cierto, también fue una demostración de que su poder iba más allá de las instituciones. Pero con todo, durante ese período se respetó un razonable juego de deliberación, prensa libre y reformas liberales. Hay consenso en que las elecciones fueron competitivas, al punto de que en 1835 pudo ganar un candidato distinto al promovido por Páez, el ya nombrado Vargas[10]. ¿Qué otros países del mundo ofrecían un panorama similar en 1830? Gran Bretaña, Estados Unidos y acaso algunos más. Y es todos los casos con grandes limitaciones en el ejercicio al voto (en Venezuela, por ejemplo, no había limitantes raciales, sino solo pecuniarias) y por lo general muchos más escándalos en los comicios, como la compra de votos, la suspensión de mesas a puñetazos y el fraude puro y duro.
Aquello, sin embargo, solo duró hasta 1846. En la narrativa del Partido Liberal, que había nacido seis años antes como oposición al grupo paecista, al que llamó oligarquía y después conservadores; aquel año fue el del inicio de todos nuestros males. Era año electoral. El principal líder liberal, Antonio Leocadio Guzmán, era el claro favorito. Una combinación de cansancio con el paecismo, en el poder en Caracas desde los días de la Gran Colombia, con una crisis económica y el verbo incendiario de Guzmán, le daban el viento a favor. Pero todos temían que el triunfo no sería reconocido. En consecuencia, estalló un alzamiento en Aragua, conocido en la historiografía como Revolución Campesina de 1846, que entre otras banderas enarboló la del apoyo a Guzmán. No hay evidencias de que él estuviera detrás del movimiento, pero tan pronto se movilizaron Páez y los otros jefes militares para sojuzgar el movimiento –lo que hicieron sin ningún problema– a Guzmán se le acusó de conspirador, se le encarceló, enjuició y condenó a muerte (la condena fue conmutada por exilio). Sin el principal candidato de oposición, el candidato del gobierno, José Tadeo Monagas, no tuvo dificultades para triunfar. Pero esto era solo el principio: compulsando que el favor popular estaba con Guzmán, y deseando quitarse la tutela de Páez, Monagas se acercó a los liberales (fue él quien conmutó la pena de muerte a Guzmán). El resultado fue que los conservadores, que eran mayoría en el Congreso, discutieron su destitución. En eso estaban, cuando los liberales orquestan un asalto de sus grupos al Congreso el 24 de enero de 1848. Monagas queda con todo el poder, apoyado por los liberales, a lo que Páez trata de responder de forma similar a 1835, alzándose para reponer el orden institucional. Pero esta vez es vencido, encarcelado y enviado al exilio[11].
Fue una crisis de cuatros años en la que Venezuela se deslizó hacia el autoritarismo. Generalmente se atribuye solo a los liberales el desastre, en especial por el fusilamiento –casi literalmente– del Congreso en 1848, pero en realidad fue el resultado de acciones de los dos bandos y de la imposibilidad de las instituciones para canalizar el conflicto. Y, peor, para los efectos que en este trabajo nos atañen, dejó una lección que por cien años se mantendría, hasta las elecciones municipales de Caracas de 1937: “gobierno no pierde elecciones”. Esa esperanza de que todo podría cambiarse con los votos que se albergó en torno a Guzmán en 1846, se defraudó. En uno de los documentos fundamentales del pensamiento democrático venezolano, la Proclama de Palma Sola, Juan Crisóstomo Falcón lo explicaría con dos frases que se harían célebres: “la cuestión no es que las leyes que hagáis sean buenas o malas; la cuestión es que el derecho de hacerlas no es vuestro, sino de la mayoría, porque en las repúblicas corresponde a aquéllas el ejercicio de todos los poderes sociales”; y “ La anarquía en que vivimos no es causa, sino efecto; la causa de las cuales, la madre de ésa; que el pueblo quiere, y no lo dejan elegir”[12].
Falcón escribía trece años después. Entre 1848 y 1858 Monagas había sido el gran caudillo, gobernando de forma muy personalista y sin oposición conservadora libre. Hubo elecciones, pero es una exageración decir que fueron competitivas. Al final, se desembarazó también de los liberales, logrando el milagro de lo que en el habla política venezolana de la época se llamaba fusión: se unieron los liberales y los conservadores para echarlo del poder. Pero como era de esperarse, el idilio fusionista duró poco y los liberales se alzaron en armas en 1859. Ese es el momento en el que escribía Falcón. Estaba desembarcando para asumir el mando supremo de la revolución que había estallado en febrero, y que por su bandera más importante, la federación, pasaría a llamarse Revolución o Guerra Federal, la más larga y de mayores consecuencias que tuvo Venezuela. En sentido estricto, duró de 1859 a 1863, pero en realidad formó parte de un estado cercano a la anarquía (Falcón estuvo en lo correcto al usar esta palabra), que se prolongó hasta, al menos, 1872.
Para ese momento (24 de julio de 1859, fecha que seguramente no fue casual) la rebelión ya estaba muy extendida y había adquirido connotaciones de guerra social, despuntando como líder el cuñado de Falcón, Ezequiel Zamora, famoso por haber sido uno de los alzados en 1846. Pero Falcón era general y bachiller, además del jefe del clan de propietarios y políticos de la región de Coro al que Zamora se había sumado con su matrimonio con Estefanía Falcón, de modo que le correspondía la comandancia suprema. Era, también, quien podía darle un contexto ideológico al alzamiento, mientras el mando de las operaciones recaía en Zamora, militar mucho más hábil pero sin demasiadas letras: “tampoco soy, dice en la misma proclama, yo quien trae la guerra; esta existe, y existe declarada por la nación en masa contra los opresores, tiranos, que, audaces, se constituyeron en mandatarios por derecho divino y que por deber infernal imponen a los pueblos el deber de obedecerlos. ¡Insensatos! ¡Cómo olvidan el coraje de los venezolanos!” En fin, esta guerra no ha sido declarada por los liberales, sino por los oligarcas o godos: “Las violencias eleccionarias de 1846 engendraron el año de 1848 y todos los que les siguieron después”[13].
No obstante, habían sido los mismos conservadores quienes, reunidos en la Convención de Valencia (una constituyente convocada para hallar una salida a la crisis), en 1858 habían instituido el voto universal para varones. En parte querían atajar el huracán que estalló un año después. Realizaron elecciones en los sitios en donde mantenían el suficiente control para hacerlo, y así tenemos que nada menos que un conde (aunque la familia, muy comprometida con la república, había renunciado al título) se convirtió en el primer presidente de Venezuela electo por voto universal, Manuel Felipe Tovar. En lo que fue el sino de casi todos los civiles llegados electoralmente al poder, no pudo concluir su mandato: no pudo controlar la revolución y el ejército, junto a un amplio sector de los conservadores, creyeron que la única solución era traer a Páez para que hiciera en 1860 el prodigio de 1835 (pero que en 1848 ya no había podido hacer). Tovar renuncia, le deja el poder al venerable repúblico y patriota de los días de Bolívar, Pedro Gual. Ni su leyenda ni sus canas sirvieron para mucho: simplemente el ejército le dio un golpe de Estado y poco después le entregó el poder a Páez, que en un famoso decreto de 1° de enero de 1862 suprimió a todos los poderes, básicamente a la república completa, y asumió una dictadura casi con las atribuciones de un rey absolutista[14].
Pero Falcón tenía razón: el asunto no era si las leyes que promulgó fueran buenas (¡y vaya que Páez proclamó un montón, todas muy progresistas!), sino del derecho a hacerlas (cosas que ostensiblemente no tenía); y, sobre todo, que el pueblo quería elegir, no aguantar a un Jefe Supremo autonombrado. El asunto es que Páez fracasa y para mayo de 1863 los federales, ahora dirigidos por un joven oficial que empezó a despuntar en la guerra, Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio, están rodeando Caracas. Lo importante, es que la idea de las elecciones estaba sembrada: Guzmán Blanco propone un acuerdo para terminar amistosamente la guerra, dejar el gobierno en una asamblea con miembros nombrados por los dos bandos y convocar a elecciones (la verdad, en 1861 Páez había propuesto algo similar: un gobierno de unidad nacional, con él como presidente y Falcón como vicepresidente[15]). Tal fue el Tratado de Coche. Se hicieron elecciones para una Asamblea Constituyente y, después de promulgada una nueva constitución, para el presidente, que ganó Falcón.
No obstante, el sino de los presidentes electos derrocados no lo pudo superar ni el ahora Mariscal Falcón. Su gobierno se hundió en 1868 en medio de numerosos conflictos armados con otros caudillos, en lo que en esencia fue una continuación de la guerra. Falcón salió al exilio, siguiendo un rosario de guerras mayores y menores hasta que en 1872 Guzmán Blanco, derrotó a los últimos focos de resistencia, se erigió como gran caudillo ganador y, claro, convocó a elecciones… Pero él no tenía pensado dejarse tumbar. De hecho, esas elecciones marcaron el declive del voto en Venezuela. Guzmán Blanco dijo que las ganó con el 99% de los votos. Ante las protestas por fraude, en 1874 instituyó que, para evitar tantas polémicas en los escrutinios, los votos en adelante serían públicos y firmados. Es decir, cada electoral diría públicamente por quién vota y lo firmaría en el libro de actas. El resultado fue obvio: solo votaron los que manifiestamente lo apoyaban. Por eso pronto se fue más allá, decretándose multas para los que no votaran. Era el inicio de los setenta años de autocracia pura y dura.
La llamada “Constitución Suiza”[16], de 1881, estableció un sistema de segundo grado, por el cual el pueblo elegía al Congreso, que a su vez nombraba a los miembros del Consejo Federal, uno por cada estado (se habían reducido a nuevo los estados de la federación) que cada dos años se turnarían en la presidencia de la República. Aunque el objetivo era que más o menos todos los grandes caudillos, metidos en el Consejo, tuvieran un turno seguro para ser presidente, la verdad es que el sistema fue un desastre desde el primer momento. El primer presidente nombrado, Joaquín Crespo, saltó a todos los demás consejeros, para devolverle el poder al mismo Guzmán Blanco en 1886, en la llamada “Aclamación”, una especie de gran movimiento nacional que casi le rogó que regresara al poder. Guzmán Blanco lo hizo, pero decidió retirarse antes de que terminara el período y dejar un encargado. Crespo soñó con que él fuera el escogido, pero el escogido para el bienio 1888-1890 resultó ser Juan Pablo Rojas Paúl, un civil, a lo que respondió Crespo con un alzamiento. No obstante, Rojas Paúl hizo lo propio rompiendo con Guzmán Blanco, que ya estaba en París, por lo que nadie hizo caso a Crespo. Terminado el bienio, por fin el sistema pareció funcionar institucionalmente, y la presidencia quedó en manos de otro civil, Raimundo Andueza Palacio, lo que por momentos hizo pensar a algunos, con asombro, que la república estaba empezando a ser algo parecido a un Estado liberal moderno: ¡dos civiles seguidos en la presidencia!
Andueza Palacio decidió reformar la constitución porque los bienios eran poco prácticos, cosa en la que todos coincidieron, pero hubo un problema: el presidente consideró que la entrada en vigencia del nuevo período de cuatro años comenzaba con él y no, como habría de esperarse, con el próximo electo. Fue la oportunidad que estaba esperando Joaquín Crespo: otra vez se alzó, pero ahora desatando un conflicto de grandes proporciones, con el Partido Liberal roto por la mitad. Su bandera fue la de defender la legalidad contra el continuismo de Andueza, por lo que a la nueva guerra civil se le llamó Revolución Legalista. En siete meses, con el país destruido, Crespo tomó Caracas y se convirtió en el nuevo caudillo nacional[17]. Toda esta historia, que tal vez es algo prolija para las dimensiones del presente trabajo, tiene un sentido: ver hasta qué punto el voto estaba completamente diluido. Técnicamente era una democracia, el pueblo votaba (de forma pública y firmada, es verdad, pero votaba), por un Congreso que nombraba a unos consejeros, pero todo indica que al final la elección quedaba en manos de componendas entre los hombres de poder y, cuando uno se disgustaba, dirimía el asunto en el campo de batalla.
Crespo llegó al poder con promesas de renovación democrática. De hecho convocó a una Asamblea Constituyente a la que acudieron muchas de las mejores cabezas de Venezuela, discutiendo cosas tan de vanguardia como el voto femenino (que por muy poco no se aprobó). Con la Constitución de 1892 se estableció el voto universal y directo para varones. De hecho, Crespo pudo ser elegido presidente en 1894 con este sistema y un abrumador más del 90% de los votos, sin que haya testimonios de fraude, al menos masivo. En adelante, se respetó la libertad de imprenta y hasta se convocó un Congreso Obrero en 1896, en el que se empezó a hablar de socialismo. Todo parecía marchar sobre ruedas, pero ocurrieron dos cosas que el Taita Crespo no previó: una enorme crisis económica por la caída de los precios del café, principal producto de exportación, las deudas del Estado y los coletazos de la guerra; y el surgimiento de un potente partido de oposición, el Partido Liberal Nacionalista, que escogió como líder a un político muy popular, José Manuel “El Mocho” Hernández[18]. Además, El Mocho, que había vivido en EEUU, por lo que implementó las técnicas electorales estadounidenses, con resultados notables: en una situación parecida a la de 1846, todo indicaba que en 1897 los mochistas ganarían abrumadoramente[19]. La historia es muy conocida: se perpetró lo que casi todos consideran uno de los fraudes más grandes de la historia. El candidato del gobierno, Ignacio Andrade “arrasó” con más del 99% de los votos. Hay testimonios que señalan medidas como las de encarcelar a los mochistas de los pueblos, para evitar que estuvieran en las mesas de votación, pero la dimensión de los resultados habla de una invención pura y dura de los resultados.
Así comienza la desventura de El Mocho, suerte de eterno pero entrañable perdedor de la política venezolana. Se alzó en armas –¡otra guerra civil!– en lo que se conoce como la Revolución de Queipa. El movimiento fue un desastre, pero cambió la historia, aunque no en el sentido que los mochistas soñaban: Joaquín Crespo, que asumió el comando de las fuerzas del gobierno, murió en Mata Carmelera producto de la buena puntería de un francotirador. El resultado no fue la toma del poder por parte de El Mocho, sino el desmoronamiento del gobierno de Ignacio Andrade (que, sin embargo, pudo seguir combatiéndolo hasta que lo logró apresar), una especie de todos contra todos, que aprovechó un continuista exiliado desde 1892 en Cúcuta, Cipriano Castro, para organizar su propia revolución e invadir el país por Táchira en mayo de 1899. Era la Revolución Restauradora. Castro fue el que tuvo la ganancia del río revuelto, ya que en octubre de aquel año entró a Caracas jurando “restaurar” al liberalismo amarillo hecho añicos por tantas guerras y disensiones, pero en la práctica llevándolo a la sepultura. La moraleja del Mocho Hernández fue la misma de Antonio Leocadio Guzmán en el 46: gobierno no pierde elecciones y la vía electoral es una cosa de ilusos o de farsantes.
No obstante, según arrojan investigaciones como las de Ybarra[20], Francisco Soto Oráa y Robinzon Meza[21] y Hancer González[22], en los pueblos, las ciudades y las regiones, se organizaban las elecciones a consciencia, se invertía dinero, se desataban polémicas, se formaban banderías, se perfilaban las candidaturas con campañas, apoyo de prensa, actos públicos. Aquello no era una simple mojiganga. La conclusión es que, al menos a nivel local y regional, las elecciones podían hacer una diferencia. Tal vez los electores escogían entre lo que era posible escoger, aquello que les parecía menos malo; es probable que si bien los grandes juegos nacionales escapaban de su alcance, en cosas de su cotidianidad sí podían incidir. Y eso, por humilde que fuera, dejó prendida la llama del voto. Como se vio en 1897 y en 1937, Falcón tenía razón: el pueblo quiere elegir. Tal vez no lo dejen, pero quiere elegir.
Epílogo: antes de la resurrección
A las elecciones de 1846 y 1897, hay que agregar la de 1913 como el otro hito fundamental en la autocratización venezolana. Cipriano Castro creó una dictadura en toda regla, mucho más autoritaria que la de Guzmán Blanco y, por supuesto, que la de Crespo. Ya no necesitaría hacer fraudes: después de derrotar a todos sus enemigos (incluyendo a los mochistas[23]) coaligados en la Revolución Libertadora (1901-1903), simplemente no tendría oposición legal. Además, en la Constitución de 1901 estableció el sistema de tercer grado que se mantuvo hasta 1945:
Artículo 82.- El día 28 de octubre del último año del periodo Constitucional, se reunirán los Concejos Municipales de cada Estado y votarán para Presidente, primer Vicepresidente y segundo Vicepresidente de la República, declarando como voto del Distrito el de la mayoría absoluta de sus miembros. El resultado de la votación se remitirá a la Asamblea Legislativa del Estado.
Artículo 83.- La Asamblea Legislativa del Estado en los primeros días de su reunión, hará el escrutinio de los votos de los Concejos Municipales del Estado y declarará como Candidatos de éste a los ciudadanos que hubieren obtenido la mayoría de los votos de los Distritos. Del resultado se levantará una acta de la cual se compulsarán tres ejemplares que se remitirán: uno al Senado de la República, otro al Registro Principal del Estado y otro a la Corte Federal. En el caso de empate en las votaciones de que trata este artículo, decidirá la suerte.
Artículo 84.- El escrutinio general lo hará el Senado de la República, y en caso de que ninguno de los Candidatos haya obtenido la mayoría absoluta de los votos, y en el de empate, se constituirán en Cuerpo Electoral las Cámaras Legislativas y se perfeccionará la elección a los Candidatos que hubieren obtenido el mayor número de votos. La agrupación de los Senadores, y Diputados de cada Estado representará un voto, que será el de la mayoría de agrupación[24].
El pueblo, por lo tanto, elegiría a los concejos municipales, a los diputados y a las asambleas legislativas de los estados (estas, a su vez, escogerían a los senadores). Y ellas, el patriótico 28 de octubre[25], elegirían lo demás. Al final resultó sencillo controlar a los municipios, sobre todo porque bajo el gomecismo los jefes civiles (que pese al nombre eran siempre coroneles) y los presidentes de estado (gobernadores) tenían un poder prácticamente policial sobre todos, incluyendo las elecciones, por lo que el espacio para las sorpresas era casi inexistente. La última fue la del periodista Félix Montes, que en 1913 es propuesto como candidato frente al entonces muy querido Juan Vicente Gómez. Después del autoritario, conflictivo y siempre lleno de aprietos fiscales gobierno de Castro, el golpe que le dio Gómez en 1908 fue visto con alegría por la mayor parte de los venezolanos y por toda la comunidad internacional. Su primer quinquenio, además, fue de consolidación, haciendo las paces con todos, comenzando con los enemigos de Castro (a quien él había derrotado como su general más talentoso), los viejos liberales amarillos y hasta el Mocho Hernández. Cuando llegó el momento de convocar a comicios para el período 1914-1919, no hubo dudas sobre el candidato favorito… Hasta que el periodista Rafael Arévalo González lanzó la candidatura del también periodista y abogado Montes. Es difícil pensar que hubiera podido ganarle al prestigio de Gómez, que venía de su triunfo en la Batalla de Ciudad Bolívar y su condición de “Padre de la Paz”, pero fue el momento para que el Benemérito diera el zarpazo: anunciando una supuesta invasión de Cipriano Castro desde el exterior, movilizó al ejército que ya estaba empezando a reformar y modernizar; encarceló a los conspiradores, reales o supuestos, como González (Montes pudo irse al exilio), y de paso aprovechó para disolver al Consejo de Gobierno que había creado en 1909, donde estaban algunos liberales amarillos (no fue hasta entonces que Gómez terminó de romper con el liberalismo amarillo) y el Mocho Hernández, que entonces tiene su derrota política final[26].
Sin rivales, Gómez es electo presidente, pero, en una demostración de fuerza que no se veía desde los tiempos de Páez en los años treintas, decide no asumir el cargo, sino quedarse como Comandante en Jefe del Ejército, dejando como presidente provisional a Victorino Márquez Bustillos. Fue una provisionalidad que duró casi todo el período, hasta 1919. Para todos quedaba clara la situación: el poder estaba en el comandante del ejército, y la administración cotidiana, como la de un capataz en una hacienda, la llevaba un civil.
Era la muerte de las elecciones. Se siguieron convocando, naturalmente, pero a nadie, o a muy pocos, importaba. De allí la enorme importancia de lo ocurrido en 1937. Fue una verdadera resurrección del voto. Como con el sueño de los justos, estaba ahí, en latencia, solo esperando la hora. Y llegó, como un vendaval, tras la muerte de Gómez. A pesar de todas las cortapisas y el franquoquijanismo de la hora, pero logró seguir adelante, hasta triunfar. Pese a todo, el pueblo, que nunca renunció a su deseo, logró que finalmente se le dejara elegir.
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Notas:
[1] El título de este trabajo remite, como se habrá fijado el lector, al famoso ensayo de Germán Arciniegas Entre el miedo y la libertad (1956).
[2] Véase: Jaime Ybarra, Archipiélagos de poder. Historia electoral venezolana, 1870-1888, Valencia (Venezuela), Asociación de Profesores de la Universidad de Carabobo, 2014.
[3] Jaime Ybarra y Francisco Ameliach Orta (Compiladores), El mosaico electoral venezolano. Historia de procesos y formalidades electorales del siglo XIX y XX venezolano (sic), Valencia (Venezuela), Gobernación del Estado Carabobo, 2016.
[4] Al menos así lo llama el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Empresas Polar (https://bibliofep.fundacionempresaspolar.org/dhv/entradas/f/franco-quijano-juan-francisco/). Antes de él, no hemos identificado a nadie que mereciera tal calificativo.
[5] Sobre esta organización creada por López Contreras, véase: José Alberto Olivar, “La Agrupación Cívica Bolivariana: instrumento de control político electoral del Postgomecismo (1937-1942)”, Mañongo, No. 28, Vol. XV, enero-junio 2007, pp. 153-167
[6] Los datos sobre los resultados electorales fueron tomados de Juan Bautista Fuenmayor, 1928-1948, Caracas, s/n, 1968; y Antonio García Ponce, Ocaso de la República Liberal Autocrática. 1935-1945, Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 2010.
[7] En 1907 apareció la hasta hoy muy influyente Historia constitucional de Venezuela, de José Gil Fortoul, que con el tiempo llegó a tres volúmenes. En lo que era toda una irreverencia y un mentís a la historia oficial del liberalismo amarillo, señaló que no sólo los conservadores habían sido una oligarquía, como decían desde 1840 los liberales, sino que ellos también lo habían sido. Así dividió la primera etapa de la vida republicana en dos períodos: la oligarquía conservadora (1830-1848) y la oligarquía liberal (1848-1858). Esta periodificación se impuso en la memoria de la sociedad.
[8] Para una visión sosegada del período: Elías Pino Iturrieta, País archipiélago: Venezuela, 1830-1858, Caracas, Fundación Bigott, 2001. Otro trabajo esclarecedor: Diego Bautista Urbaneja, El gobierno de Carlos Soublette, o la importancia de lo normal, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2006.
[9] Al movimiento, liderado por Santiago Mariño, pero que agrupaba a diversos grupos descontentos, incluyendo a la Iglesia, se le conoce como Revolución de las Reformas.
[10] Los clásicos sobre el tema: Eleonora Gabaldón, José Vargas, presidente de la República de Venezuela (las elecciones presidenciales de 1835), Caracas, FUNRES, 1986; y Alberto Navas Blanco, Las elecciones presidenciales en Venezuela: 1830-1854, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1993.
[11] Véase, para este tema: Alexandra Beatriz Mendoza de Acosta, Páez y Monagas. Relaciones del poder caudillista, 1846-1849, Caracas, Ediciones del Instituto de Altos Estudios del Poder Electoral, 2022; Rafael Ramón Castellanos, Páez, peregrino y proscripto (1848-1851), Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1975.
[12] Proclama del General Falcón en Palmasola, Documentos que hicieron historia. Siglo y medio de vida republicana, 1810-1961, Caracas, Presidencia de la República, 1962, pp. 527-528
[13] Idem
[14] Decreto de 1° de enero de 1862 organizando el Gobierno del Jefe Supremo, https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/decreto-de-1-de-enero-de-1862-organizando-el-gobierno-del-jefe-supremo/html/3f6b135b-f079-4937-80d6-46d653d648e8_2.html
[15] Ello ocurrió en la entrevista de Falcón y Páez en el Campo de Carabobo. Falcón aceptó la propuesta, pero el resto de los liberales se opuso, viendo en aquello una prueba de debilidad que los impulsaba a ir a por todo. La guerra se prolongó dos años.
[16] Se le llamó así por estar inspirada en la del país alpino.
[17] Para una narración informada y animada de todos estos hechos, sigue siendo útil el clásico de Ramón J. Velásquez La caída del liberalismo amarillo: tiempo y drama de Antonio Paredes (1972). Otro clásico ineludible: Manuel Alfredo Rodríguez, El Capitolio de Caracas; un siglo de historia de Venezuela (Caracas, Congreso de la República, 1975). Un estudio monográfico sobre el Consejo Federal: Alberto Navas Blanco, “El Consejo Federal y el modelo oligocrático de gobierno en Venezuela de fines del siglo XIX”, en Ybarra y Ameliach (coord.), Op. Cit. pp. 99-111
[18] Le decían “Mocho” por haber perdido dos dedos en alguna de las tantas guerras civiles de la época.
[19] Un estudio reciente: Frank Rodríguez, “El Mocho Hernández y la campaña electoral presidencial de 1897”, en Jaime Ybarra y Francisco Ameliach (coord.), Op. Cit., pp. 191-211
[20] Jaime Ybarra, Archipiélagos de poder. Historia electoral venezolana, 1870-1888, Valencia (Venezuela), Asociación de Profesores de la Universidad de Carabobo, 2014.
[21] Francisco Soto Oráa y Robinzon Meza, “Las elecciones de posguzmancismo y las intervenciones del poder central en los grandes estados (1888-1890)”, en Ybarra y Ameliacha (coord.), Op. Cit., pp. 139-164
[22] Hancer González, “El Gran Estado de los Andes y sus procesos electorales”, en Ybarra y Ameliacha (coord.), Op. Cit., pp. 111-137
[23] Castro liberó al Mocho Hernández tan pronto entró a Caracas y lo nombró ministro. No obstante, muy rápido hay un rompimiento y el Mocho vuelve a alzarse, pero una vez más es derrotado y encarcelado. Por ello los mochistas se unieron a sus antiguos enemigos para derrotar a Castro. Con el Bloqueo de las costas en 1902, el Mocho vuelve a reconciliarse con Castro, en favor de la defensa de la patria, pero después de tantos vaivenes políticos, ya su popularidad comenzó a declinar.
[24] Constitución de los Estados Unidos de Venezuela 1901. https://derechodelacultura.org/
[25] Día de San Simón. Hasta entrado el siglo XX, se celebró el día del santo del Libertador, no su cumpleaños. Esto se popularizó cuando los venezolanos abandonaron la costumbre de celebrar el santo.
[26] Un estudio detenido sobre el proceso: Napoleón Franceschi, El gobierno de Juan Vicente Gómez, 1908-1914, Caracas, Universidad Metropolitana, 2018.
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Este trabajo fue publicado en la más reciente edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.
Tomás Straka
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