Fotografía

La fotografía de Antonio Briceño: los seres detrás de los mitos

20/06/2023

Un anciano piaroa representando al dios Anemey. Fotografía de Antonio Briceño

En una comunidad piaroa, pueblo indígena del sur de Venezuela, el fotógrafo Antonio Briceño trabajaba con un intérprete que traducía sus palabras. El chamán, que parecía hablar sólo en su idioma nativo, lo acompañó en el trabajo de planificación de la imagen a realizar. Antonio hablaba y el intérprete lo traducía. Pero a mitad de camino, el líder religioso comenzó a soltar frases en español.

El chamán trataba de poner a prueba al fotógrafo. Se convirtió en una persona distinta, en un amigo, pero, aun así, no dejó de lado su actitud difícil: Antonio le hizo setenta retratos, y en las únicas tres imágenes en las que apareció viendo a cámara, no apareció correctamente enfocado.

Tras regresar a Caracas, Antonio comenzó con la edición de las imágenes en su computadora. Es una parte esencial en su trabajo. Con Photoshop, convirtió al chamán en Anemei, el dios de las aguas y de la purificación.

Bajo el lente del fotógrafo venezolano Antonio Briceño (1966) han estado personas de los cinco continentes, pero su principal área de acción está en los paisajes naturales y culturales de América Latina. Muy a menudo, viaja a lugares no concurridos. Es un artista que ha comprometido su obra con la conservación de las culturas tradicionales, el medio ambiente y los derechos humanos. Su discurso emplea las herramientas digitales para reelaborar los retratos que hace con su cámara, potenciando sus significados. Utiliza los métodos contemporáneos para abordar temáticas ancestrales. Creador de innumerables proyectos, en sus imágenes se tejen historias reales y míticas.

Retrato de Antonio Briceño. Fotografía: Diego Torres Pantin

La iniciación de Antonio

A los cinco años, Antonio Briceño hizo una carta para los Reyes Magos: un rinoceronte, una danta, un jaguar, etc. El 07 de enero, se decepcionó al encontrar que solo había llegado una tortuga. “Eso es lo más antiguo que puedo recordar con relación a mi atracción por la naturaleza”, dice entre risas. Durante su infancia, los viajes por diferentes lugares de Venezuela fueron una constante, por lo que se pudo relacionar con el universo de la fauna y la flora. También, con la fotografía. A sus quince años, logró comprar una cámara réflex.

Antonio estudió Biología en la Universidad Central de Venezuela. Durante esa etapa, los viajes por el país fueron comunes. Teniendo 18 años, le tocó dirigirse hasta el Parque Nacional Canaima, y se hospedó en la casa de una familia de la etnia pemón. Mediante las conversaciones, surgió una amistad. Aunque su objetivo era hacer el estudio de unas plantas locales, terminó interesándose en su modo de vida, su cultura y sus mitos. Ellos lo invitaron a una celebración que no estaba disponible para los turistas ni para personas ajenas a su cultura.

En un viaje de horas, fueron en curiara hasta una comunidad cercana. En la celebración, tomó una bebida alcohólica a base de cachire. Dadas las cantidades ingeridas, fue imposible no emborracharse. Esa fue la primera vez en que fotografió a un grupo indígena.  Allí despertó su interés por los temas antropológicos.

-Los indígenas tienen una relación con el entorno que es menos abusiva, nace desde el respeto y el conocimiento. Recuerdo que allí había una cantidad de taparas diferentes, cada una para algo distinto. Tenían todo lo que necesitaban en un solo lugar, no necesitaban comprar nada. Yo nunca había visto algo así. Esa autosuficiencia, basada en un conocimiento del entorno natural, me sorprendió. Para mí es más fácil dialogar con gente de circuitos rurales.

A raíz de ese encuentro, comenzaron sus dudas sobre si se dedicaría a la biología más adelante. Supuso que no, pero igualmente culminó su carrera. Decidió enfocarse en la fotografía. Antes de graduarse, logró exponer unas imágenes de desnudos en locaciones naturales en el Museo Sofía Imber en algunas colectivas.

Mientras estudiaba Biología, desarrolló una carrera como ceramista. Logró vender varias cerámicas a empresas que adquirían sus piezas como regalos corporativos, lo que le permitió iniciar sus viajes internacionales: Siria, Irán, La India, Pakistán y Nepal. Llevaba su cámara para ir fotografiando todo lo que le llamara la atención: los pasajeros en los gigantescos autobuses hindúes de Rajastán, la cotidianidad de los bazares de las ciudades islámicas o los oficios de las personas. De ahí salieron sus primeras series fotográficas.

Pasaba largas temporadas en cada viaje. Llegó a quedarse seis meses en La India. Se comunicaba en inglés y usando las manos. También aprendió hindi, pero sólo dominaba los aspectos básicos de esa lengua. Primero llegaba a un hotel, y con el tiempo, encontraba a personas que lo alojaban. En Caracas realizó sus primeras exposiciones individuales. Recuerda con cariño a un retratado: un señor mayor con una frondosa barba que posó en una de las habitaciones de su casa ante su cámara.

Una curadora del Museo de Bellas Artes le comentó que la imagen del señor barbudo era la más poderosa de su conjunto, y le instó a repetirla en caso de regresar. Un par de años después, volvió a visitar a ese hombre. Aunque carecía de un nivel de hindi avanzado, logró convencerlo de volver a posar para la cámara, esta vez, mostrando un turbante diferente en cada toma. En ese mismo viaje, también logró hacer una pequeña exposición. Allí, uno de los visitantes se le acercó para hablarle del total desconocimiento que en Asia se tiene sobre Venezuela, y para pedirle que en su próxima visita traiga unas fotos de su país natal.

Al regresar a Venezuela, Antonio realizó un fotomontaje en el que puso en grande la primera imagen del señor barbudo, y abajo, varias imágenes. Aparecía con el turbante en rojo, vinotinto, naranja, amarillo… Procuró que el orden mostrara los colores en gradación, yendo desde los tonos cálidos hasta los fríos. Era similar a cuando un programa de edición de una computadora muestra un panel cromático. Esa imagen construida, que, pese a alejarse del terreno documental también está sustentada en la realidad, fue vital en su carrera.

En la segunda mitad de los noventa, se interesó por la religión. Comenzó a documentar celebraciones: la Virgen del Carmen en Margarita, San Antonio en Curarigua, las procesiones de Semana Santa de Caracas, a los Diablos Danzantes de Chuao, la Cruz de Mayo en Falcón y San Rafael de Niquitao.

El encuentro con los Dioses de América

Viajó hasta México para exponer su trabajo. Ahí, tramitó una beca con el gobierno mexicano para realizar un proyecto sobre las comunidades huicholes, un grupo étnico de los estados orientales del país. Fue hasta el desierto del estado de San Luis de Potosí para recoger peyotes. Se hospedó en una residencia. Aprovechó la ocasión para consumir una planta muy especial: el peyote, un cactus que es de suma importancia en la cultura huichol. Quería experimentar su efecto psicodélico. El impacto fue tan profundo que lo marcó de por vida. Mientras deliraba, nació una idea que cambió su perspectiva de trabajo: no buscaría representar a los habitantes de las comunidades sino a sus dioses.

Tras un par de tropiezos, finalmente fue acogido por una familia con la que convivió durante cinco meses. Nunca permitían ser fotografiados. Dos semanas antes de irse, empezó a producir las imágenes. También había recibido una beca para trabajar por una semana al mes en los espacios del Centro Nacional de las Artes, donde aprendió a usar Photoshop. Pasaba tres semanas con ellos, y una semana en Ciudad de México aprendiendo a editar.

Un hombre pemón representando a Rato, espíritu de las aguas y las cascadas. Fotografía de Antonio Briceño

Las imágenes obtenidas se convirtieron en las primeras de su serie Dioses de América. Panteón natural, que se vale de las herramientas digitales para ilustrar la mitología de cada pueblo con el que trabaja. Un retrato de alguno de sus habitantes se convierte en el retrato de alguno de sus dioses. En cada foto el dios tiene algún atributo relacionado con el mito del que es protagonista. Son imágenes que toman una figura de la realidad ‒la persona‒, y un fondo que se desprende de su cosmogonía.

El rostro humano, visto con la pulcritud de la fotografía digital, es la parte más notable en muchas de sus composiciones. Las expresiones pueden variar, pero casi siempre mantienen comunicación visual con el fotógrafo (y con el espectador), pues la frontalidad es un aspecto a destacar en su obra. Y la nitidez siempre está presente. Más allá de esos rasgos comunes, que aparecen en casi toda su obra, su uso de los fondos es dependiente de la mitología de cada pueblo. Fuera del proyecto Dioses de América, estos rasgos estilísticos se presentan en otros trabajos.

Regresó a Venezuela y emprendió un camino similar, solo que, en esta ocasión, se trató de un camino de regreso: fue a las mismas comunidades de Canaima que había visitado 16 años atrás. Su amigo Enrique había fallecido. Pero su familia estaba aún en el caserío donde lo conoció y su hijo Ladizlao posó para convertirse en Makunaima, el primero de los personajes de la mitología Pemón representado por Antonio. Las hormigas de su pecho representan una prueba necesaria en la iniciación para convertirse en chamán: aguantar 24 picaduras de esos insectos.

En esa misma comunidad, se encontró con un hombre que se entusiasmó tanto con el proyecto que le pidió ser retratado para ser Woka, el ser divino que creó a las deidades del panteón piaroa. Había alguien esperando ver a su dios preferido con su propia imagen. Durante la sesión fotográfica, el sujeto observó la cámara, se comprometió con el papel asignado. A la hora de editar, el fotógrafo se encontró ante un problema: ¿cómo representar al ser que existió antes de la existencia? Entonces creó un fondo de nubes dividido en dos partes iguales. “Estaba él sentado viéndome, y detrás, la simetría caleidoscópica. Él nació de las palabras del canto”.

‒Siempre leo todo lo que dice un antropólogo sobre un pueblo. Y después hablo con el chamán, él es la máxima autoridad en conocimiento, necesito que él me oriente sobre detalles pequeños y detalles esenciales.

Sebastián Descanse. Cofán. Fotografía de Antonio Briceño

La obra de Carl Gustav Jung ha enriquecido y guiado pensamiento y obra de Antonio Briceño. Los postulados del psiquiatra suizo establecen que existe una base psíquica detrás de todos los mitos. Los llama “arquetipos”. Son personajes que pueden aparecer de diferentes maneras, que cambian según el ambiente cultural de cada pueblo, pero que siempre mantienen unas bases en común. Y a esa base universal sobre la que se sustentan diferentes mitos, se le conoce como “inconsciente colectivo”. Como dice en su libro Símbolos de transformación:

Aparte de las fuentes evidentemente personales, la fantasía creadora dispone del espíritu primitivo, olvidado y sepultado desde hace mucho tiempo, con sus imágenes extrañas que se expresan en las mitologías de todos los pueblos y épocas. El conjunto de esas imágenes forma lo inconsciente colectivo, heredado in potentia por todo individuo”.

‒Me interesa más el tema arquetipal. Jung ha sido un autor sumamente influyente en mí. Hay cosas diferentes. Los distintos arquetipos tienen cosas en común: la madre siempre es la tierra. En todas las culturas he representado a la tierra. Lo que pasa es que a veces es ella la que creó todo, y a veces es una figura masculina. Cuando es un dios hombre, siempre tiene una mamá. Entonces lo femenino tiende a estar encima. La madre es el principal arquetipo. Tiene que ver con la tierra y la nutrición, siempre tiene que ver con el alimento principal en que esa cultura se basa.

Cada vez que Antonio habla con un líder indígena, siempre recibe el mismo comentario: le señalan una foto hecha por él y le dicen que su verdadero nombre es ______. Es como si el mismo personaje estuviera en todas las cosmogonías, pero siempre con un nombre distinto. Desde cierto punto de vista, él ha ido recreando a los mismos dioses, una y otra vez, pero vistos desde las perspectivas de distintos pueblos, cada uno de ellos con sus peculiaridades. Parte del objetivo de Antonio es dar a conocer esas diferencias de cada grupo indígena, honrando sus identidades.

En las ciudades latinoamericanas, muchas personas desconocen de los grupos étnicos que pueblan sus países; sin embargo, cualquiera sabe quiénes son Zeus, Afrodita y Hades. Eso es algo que Dioses de América busca atender.

Luego fue a Perú, con los Quero, con los yekuana en el río Caura (Venezuela). Cuando conoció a los Kayapo, en la amazonia brasileña, el chamán le dijo: “Esto está muy bonito, pero ahora es que vas a ver lo que es la verdadera belleza”. Resultaron ser grandes estetas. Sus complejas vestimentas lo demostraban. La fiesta del Bemp, que duró varias semanas, estaba conformada por una serie de bailes y representaciones con atavíos cada vez más complejos. Llegado el último día, los bailarines iban con vestimentas de guacamayas. La promesa que le había hecho el chamán se cumplió con creces.

‒Todo se mezcla en Dioses de América. Está la naturaleza, lo antropológico, la mitología, la devoción, la ficción, la realidad. Todos mis intereses confluyen.

Hoy el proyecto tiene más de doce grupos étnicos entre Venezuela, Colombia, Panamá, Perú, México y Brasil. Ahora en su proyecto no solamente hay dioses, también hay concepciones espirituales de otros tipos. Con los Cofán (Colombia y Ecuador), Antonio se encontró con que, dentro de los arquetipos de ese grupo, figuran Los Invisibles, seres iguales a nosotros, pero que no podemos ver. Cuando el Sol creó todo lo existente, la madre hizo un banquete y los llamó a todos, pero los que no pudieron entrar quedaron con esa forma intangible. En sus retratos, aparecen sin rostro, pues son siluetas que se manifiestan entre el verde infinito. Se trata de una variación de su discurso, pero que también se basó en el uso de las herramientas digitales durante el proceso creativo.

Arcanos del tarot de Antonio Briceño

Regreso a la selva

El año 2014 fue decisivo para la carrera de Antonio: emigró a España para hacer una maestría en Artes Digitales en Barcelona. En ese tiempo, viajó a varios países para continuar con sus proyectos: Finlandia, Nueva Zelanda y Ruanda son solo tres ejemplos. Pero en el 2020, poco antes de la pandemia, regresó a Venezuela. En principio, sólo era una visita, pero el covid prolongó su estadía.

Antonio se encontró solo en su jardín. Como no podía salir, su siguiente viaje fue al mismo paisaje natural con el que creció. Las plantas fueron sus nuevos retratados. Ellas aparecen siempre en fondo negro. Él excluye todo elemento distractor. Su verdor es lo único que destaca. Y cuando las fotos se combinan unas con otras, logran una línea conductora, invitan al lector a apreciarlas en todos sus detalles. Una hoja se convierte en una estructura. Jung fue estudioso del tarot, pues consideraba que era el sistema de símbolos más complejo de Occidente. Inspirado en esa visión, creó una baraja herbolaria del tarot, que puede ser usada tanto para tirar las cartas y hacer una lectura, como para ser apreciada como una expresión plástica. Eso les añadió un conjunto de significados más profundos, al convertirlas en imágenes iconográficas.

Visitando algunas locaciones de las montañas que bordean a Caracas, fotografió varios paisajes. En Photoshop, superpuso diferentes imágenes para crear un ambiente envolvente, caracterizado por el movimiento de las hojas entre la neblina.  Las imágenes logradas dan la impresión de pertenecer a un mundo en constante palpitar, en el que, segundo a segundo, las hojas y ramas no se detienen. Son visiones de un universo natural que captura al espectador.

Fotografía de Antonio Briceño

El ambiente español, aunque le resultaba cómodo a Antonio, nunca fue fuente de inspiración. En cambio, en Venezuela, en cada rincón ve un tema a trabajar. Ha decidido quedarse. Al final, ha realizado su viaje a una versión verde y frondosa de Ítaca.


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