Perspectivas

El recuerdo de que ya no estás

04/05/2022

Fotografía cortesía del autor

Era uno de esos días habituales de actividades en el día en el Hospital Vargas, Cirugía 3, ya casi terminando. Quedaba solo un par de clases de Nosografía y las guardias con el equipo 1 que, como siempre, se las arreglaban para mantenernos ocupados a esa horas en la Emergencia.

En la tarde, práctica de béisbol en el estadio de Sierra Maestra. Ya un hábito interdiario, ese día me tocaba la bicicleta. Mi hermano y yo, que nos llevamos escasos 15 meses, compartíamos un solo carro y debíamos alternarlo con la bicicleta. Era lo justo, aunque los trayectos no lo eran tanto: yo debía ir de Santa Fe al Hospital Vargas y él a la Universidad Simón Bolívar.

Casi siempre empleaba mi trayecto en bicicleta para ordenar los temas en mi cabeza. Entre ellos, que debía estudiar de cara al examen final de Cirugía 3. Estaba pendiente: pancreatitis, enfermedad inflamatoria pélvica y trauma cerrado (siempre dejaba los temas complejos para los días antes del examen). Solo podía ordenar mis pensamientos en los trayectos planos de la bici. Una vez que llegaba al punto más bajo (Las Mercedes), debía concentrarme en remontar los metros de diferencia de altura hasta mi casa.

El periplo fue el de siempre: Sierra Maestra (UCV), Bello Monte, Las Mercedes, carretera de Valle Arriba. Al llegar a la avenida principal de Santa Fe, me bajé de la bici. No recuerdo si era el agua inusitada que bajaba por la calle, el registro de la tanquilla que estaba mal puesto, o el cansancio para cerrar los últimos 500 metros hasta mi edificio al final de la subida. Lo cierto fue que desmonté y, bici en mano, subí la última cuesta hacia mi edificio.

Mientras más subía, más agua había en la calle y en la acera. Algo no estaba bien. No había carros en la calle, tampoco había carros estacionados en la acera, siempre muy concurrida. Al acercarme a casi dos edificios del mío, donde la pequeña curva me permitía ver mejor, el reflejo de las luces rojas y blancas intermitentes eran el signo obvio de que algo había pasado. Al llegar al portón, había vecinos agrupados en la planta baja. Me dio curiosidad que cuchichearan entre ellos al verme. Algunos, los más cercanos, hicieron una mueca que remedaba un saludo.

La cara de la conserje, sus lágrimas, su palidez, eran signos inequívocos de que algo sombrío había ocurrido. Al hacer contacto con mi mirada interrogante, su cabeza se inclinó hacia abajo. Solo una voz tenue, casi imperceptible, salió de su boca: “Lo siento”, dijo, o al menos eso entendí.

No había luz en el edificio y eso suponía subir los ocho pisos con la bicicleta a cuestas, pero preferí dejarla en el vestíbulo de la planta baja. En el piso 2 ya el olor a humo era importante y las siluetas de los bomberos y sus herramientas no dejaban duda. Desde el piso 3 al 8 subí de dos en dos. En total eran 14 escalones (los conocía de memoria). Cuatro izquierda, seis izquierda de nuevo y cuatro izquierda.

El morral en mi hombro pesaba lo habitual, pero no me di cuenta de su peso. A la postre, allí iba lo único que me quedaría. El nivel de agua en el piso fue subiendo hasta cubrirme los tobillos en el piso 8 y el último cruce de los 4 izquierdos me dejaron ver escasamente esa imagen que nunca escapará de mí: la puerta naranja tenía un boquete por el cual salía un humo negro espeso. La oscuridad detrás de ella era aterradora. Las cerraduras eran solo un vestigio de los martillos y ganzúas que emplearon para entrar. La puerta y el boquete se movían libremente. Los escalones, los seis izquierdos del piso 9, fungían de taburete donde mis hermanos y Gaby veían los pasos finales de los bomberos.

Entré a la cueva oscura. Fui directo a mi cuarto. Solo los alambres del colchón daban una idea diferente a la negrura de la habitación. Busqué en los escombros humeantes: no estaba el reloj que me habías regalado, tampoco las cajas de las fotos ni los negativos, ninguno de los libros. En especial el de Cirugía (que era prestado). De la biblioteca no quedó nada, absolutamente nada. Busqué entre las cenizas y no pude diferenciar algunos de los textos que me habías obsequiado. Esperaba poder identificar las obras completas de Conan Doyle por las letras doradas de aquella edición, pero no fue posible. El resto de la casa lucía tonos de grises y negros que ya la noche no me permitía diferenciar.

Caminé hacia la puerta con un peso, el peso de decirle a mi madre que estábamos rotos. Al llegar al pasillo de la entrada, al ver a mis hermanos, tuve la sensación de que el tiempo se había detenido para siempre. Pero lo más duro no fue todo lo que vi, lo que había olido allí, lo que ya no estaba. Lo más doloroso apenas comenzaba y sería por mucho tiempo la sensación de estar solo, abandonado por ti, dejados a nuestra propia suerte, nuestras propias capacidades, nuestro propio juicio.

La ventana de romanilla del cuarto era la rendija que permitía saber con antelación cuándo llegarías o, más bien, cuándo no llegarías. Muchas horas pasaron entre mis ojos, la ventana y el trozo de calle que podía ver y que daba acceso a nuestro edificio, en especial los días cercanos al cumpleaños donde yo suponía que en el asiento del acompañante de la camioneta vendría una caja con ese regalo que alguna vez comentaste que era lo que diferenciaba los niños de los hombres. Ese regalo nunca llegó. En sustitución de la caja grande y pesada del arma que esperaba, una vez llegó una caja muy pequeña. Era, si acaso, del tamaño de la palma de mi mano. Su contenido era compacto y al abrirlo noté un pequeño libro con tapas rojas carmesí, en bajo relieve, con labrados y letras plateadas que decían “Obras completas de Sherlock Holmes”. Y en el lomo decía: Sir Arthur Conan Doyle Versión de Bolsillo.

Las hojas eran de papel biblia, las letras pequeñas. Para mi buena visión de niño, hoy diría que era Font 8 y en el vértice tenía dos marcadores de tela roja escarlata. La similitud a un libro religioso era obvia y creo que determinó que fuera al estante por más tiempo del que después pensé que debía haber pasado. Esas pequeñas letras, algunos años después, se convirtieron en mi complicidad para las horas malas, las horas donde las discusiones y las palabras fuertes, provenientes desde la habitación principal de la casa, me quitaban el sueño y solo las lecturas me permitían conciliar algunas horas de descanso. Esas tapas rojas fueron la escotilla a un mundo maravilloso, escapista, fabulado y fabuloso que me permitió fantasear sobre la lógica, la enfermedad, la deducción y el final que era exacto, aunque no predecible de las cosas. Esas tapas rojas que también el fuego consumió, fueron el prólogo a la capacidad de abstraerme del mundo real y una opción para divagar a través de otras vidas y autores diversos, sin tener que pedir permiso.

Fotografía cortesía del autor

Buena parte de las cajas de zapatos que contenían fotos y negativos debajo de la cama, también se convirtieron en cenizas. Habían sido tomadas con la cámara que me enseñaste a usar como ejemplo de algunos conceptos de la física, óptica y química. En esas cajas solo estaban las fotos que yo atesoraba. No solo las que yo tomaba: también las de algunos amigos que significaban momentos importantes. En varias de ellas estábamos ambos, en otras estábamos todos, pero escondidas entre las de ambos y las de todos estaban las que solo yo quería ver, algunas que tenían dedicatoria, cortas dedicatorias. Tenían fechas exactas de momentos exactos que hubiera querido resguardar. Las claves para encontrar las fotos nuestras y las mías solo existían en mi mente. Quizá alguna clave escrita en la contraportada de algunos de los libros de la enciclopedia Salvat que se intercalaban con el resto de los libros.

El reloj también desapareció, ese reloj que era un símbolo inequívoco de estatus, ese reloj que en tu muñeca simbolizaba poder, éxito, virilidad. Lucía casi imposible que el fuego pudiera habérselo llevado. Las capacidades físicas eran incuestionables, estaba hecho para las adversidades, para casi cualquier contingencia meteorológica. Pero no estaba diseñado para los míseros sueldos de quienes custodian la vida en un país donde los signos de lo que venía ya eran palpables y la debacle económica tocaba la puerta con una sutileza menor que la que usaron los hombres de fuego para entrar en el momento preciso.

El radio transistor Sony de varias bandas, que usábamos mi hermano y yo para oír los juegos del Caracas hasta altas horas de la noche y escuchar uno que otro casete fusilado con música de moda, era un amasijo de plástico y circuitos. Los ecos de los narradores de la época todavía resuenan en mi cabeza. Tambien resuenan tus refranes en el campo de entrenamiento, donde con el bate en la mano, a cada uno de los jugadores nos inventabas un sobrenombre: “lata de chicha”, “cámara lenta”, “el druso”, “pewee reese”, “el johnie bench”, “el negro robinson”.

El camino para llegar a la práctica o al juego, casi siempre sobre la hora por tu manía de llegar de último a todos lados (como si el reloj suntuoso no sirviera para nada), solo hacía que estirásemos los momentos de estar a tu lado, de conocer y querer un juego que sería parte importante de mi vida, pero, más importante, de mis sentimientos. De poder recordarte no solo por las jugadas, los horarios, los números, la libreta de anotación, también por los compañeros que aun después de tantas décadas me preguntan por ti y, con una mezcla de orgullo y desazón, me recuerdan cómo nos parecemos: “Chamo estas igualito a tu papá”, me dicen cada vez.

No fueron mejores los días que siguieron al camino de bajada de los ocho pisos con la sensación de que perdimos todo. Los siguientes fueron peores, peores porque nunca llegaste. Fueron peores porque estabas más lejos, mucho más lejos que los escasos 100 kilómetros que nos separaban. Más lejos sobre todo por darme cuenta de que tus quereres y tu familia eran otros. Ya no éramos nosotros, ya nunca seríamos nosotros. Fue una epifanía en la que de ahora en adelante se conjugarían verbos diferentes. No fueron tanto las cenizas de los libros, no fue tanto el reloj que nunca apareció, no fueron tanto las fotos con sus respectivos recuerdos de un nosotros que ya nunca más sería, fue el entendimiento de que puedes estar peor vivo que muerto.

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[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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