La Pastora

11/02/2021

La Pastora, Caracas, ca. 1939: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

Me ocurre, quizás por la edad, que la memoria se me ha vuelto un acordeón cerrado donde veo los extremos y el medio queda oculto. Lo puedo abrir, si quiero, pero el plegamiento es como su estado natural. El centro de mis recuerdos es una calle de La Pastora, de Delicias a Concordia 89 y 91. Mi abuela materna en una casa y nosotros en la de al lado, que mi padre adquirió ayudado por mi abuelo. Se abrió una comunicación entre ambas casas por el fondo, de manera que se podía pasar entre las dos sin pisar la calle. A las azoteas se subía por una escalera al fondo de la mía. La estructura de las dos edificaciones era la misma, solo que la nuestra tenía la mitad de las dimensiones de la casa de los abuelos y una sola ventana hacia la calle; la de los abuelos tenía dos. La puerta principal, el zaguán, la puerta de la casa, el recibo, la habitación que daba hacia la parte más externa, otras habitaciones a lo largo de la vivienda con entradas hacia el recibo, el patio, el comedor, la cocina y el patio trasero. El baño al fondo, separado de las áreas sociales y otro patio al final donde mi padre construyó una habitación que sería su biblioteca y en donde albergó por nueve meses a un dirigente adeco –padrino de mi hermano– buscado por la Seguridad Nacional. Para nosotros era natural que aquel señor estuviera en casa, solo años después supimos por qué.

La belleza no era un tema cotidiano de la misma manera que no existía la felicidad o su opuesto. La vida transcurría siempre igual. Me despertaban demasiado temprano porque el transporte escolar venía a recogerme y, muchas veces de mal humor, pasaba a desayunar –arepas recién hechas– en la casa de mi abuela. En realidad prefería el pan de trigo, pero ese casi siempre era el desayuno. Cuando me negaba a desayunar la abuela metía la arepa rellena con queso rallado en el bulto del colegio. De regreso, en la tarde, mi abuelo me esperaba instalado en una ventana.

Aunque nos mudamos de allí cuando todavía era muy niña, recuerdo la calle estrecha, tanto que era imposible parar carros en ella. La vivienda contigua a la nuestra tenía dos pisos y un balcón. Un poco más allá estaba la casa donde mi abuela paterna vivió alguna vez con sus hijos y en la que papá se hizo querer por la abuela María, que lo incorporó a su propia familia: allí mi padre terminó casándose con mamá, la mayor de una camada de siete hijos.

En la esquina de Las Delicias había una pulpería, que era como se llamaba a los pequeños expendios de alimentos y suministros de distinto tipo. A veces mis tías me pedían que fuera a esa bodega a comprar una caja de toallas sanitarias –que todos solicitaban por la marca comercial– indicándome que la solicitara en voz baja a la señora portuguesa. No entendía por qué tanto misterio; nunca pregunté qué era aquello.

María Sifuentes de Curcho y sus hijas Filomena, Yolanda y Aída, alrededor de 1937

De la casa de mi abuela recuerdo especialmente el funeral de mi abuelo. Se abrieron las dos puertas de la entrada, se llenó todo con sillas vienesas negras con asiento de mimbre y se puso la urna en la habitación que daba hacia la calle. Vino muchísima gente. Enviaron innumerables coronas, que para entonces se hacían con gardenias que despedían un delicioso olor que desde entonces me sugiere funerales. Había dos bandejas plateadas sobre sus respectivos pedestales donde la gente dejaba tarjetas de pésame escritas a mano y firmadas. Después del entierro las sillas permanecieron en la casa por varios días y tres de mis tías, cada una desde una habitación, lloraron la muerte de mi abuelo también por varios días.

Atesoro con sentimiento especial la casa de dos señoritas mayores que vivían en una vivienda heredada de sus padres muertos, un poco más abajo, en la acera del mismo lado. La recuerdo como una de las casas más bonitas que jamás vi. Una de esas señoras era madrina de una de mis tías y el madrinazgo se extendió a mis otras tías y a nosotros, mis hermanos y yo, que también la llamábamos “madrina”. Teníamos libre acceso a esa casa. Bastaba caminar media cuadra hacia abajo y tocar la puerta para que una de ellas nos abriera y dejara entrar con la mayor naturalidad. Puerta, zaguán, puerta, y después un recibo amplio con otra puerta hacia la habitación que daba a la calle y otra hacia un cuarto interior sin ventanas. El recibo terminaba en un jardín con flores encerrado por una balaustrada. La casa continuaba en descenso, no hacia adentro sino hacia abajo por unos escalones largos con dos o tres habitaciones del lado izquierdo y, al lado derecho, un patio de árboles muy altos, algunos de ellos frutales, como un limón francés siempre cargado. Al final de la escalera estaba el comedor para invitados y, de seguido, el taller de costura donde, entre otras cosas, nos hacían los disfraces para el carnaval y en el que mis tías se reunían con las madrinas a oír radionovelas como «El derecho de nacer». Después estaba el comedor de diario, la cocina y el área de lavado de ropa. Del lado derecho, donde terminaba la vegetación, había un espacio con gallinas, la ducha y la poceta separadas. Lo mejor venía después. Lo que ellas llamaban “el corral”: un bosque de árboles altísimos en los que nos trepábamos durante horas.

Comer mangos arriba en el árbol era toda una aventura. Al lado de las madrinas estaba la casa del tío abuelo que vivía con su tía, una anciana italiana de crinejas blancas y cráneo rosado que nunca aprendió español. En esta otra casa, la habitación que daba hacia la calle alojaba el taller de sastrería del otro hermano de mi abuelo. Recuerdo que allí se bebía agua de un tinajero que me producía asco al ver cómo caían las gotas a través de la piedra cubierta de un musgo desagradable.

A veces iba a jugar con mi amiga de la acera de enfrente que vivía en una casa de dos pisos, de fachada blanca y azul suave muy bonito, siempre impoluta. Esa casa grande pertenecía a una familia belga; el padre, ingeniero petrolero, estaba pocas veces en el hogar; la madre, una señora entrada en años, nunca aprendió nada de español. Mi amiga era rubia de pelo muy liso; el viento le movía los cabellos y le metía algunas hebras en la boca que ella sacaba una y otra vez con el mismo gesto. Tenía dos hermanos mayores que no nos prestaban la menor atención y a quienes debo, sin embargo, una experiencia importante. Un día subimos al segundo piso hasta una amplia habitación, como de juegos. Allí vi por primera vez una inmensa esvástica dibujada en la pared. Aquello me pareció la revelación de algo, la entrada a un sitio secreto que no pude adivinar sino muchos años más tarde.

Delante de nosotros no se hablaba de política, aunque fue inevitable oír comentarios sobre el plebiscito que organizó Pérez Jiménez y sentir una suerte de inquietud generalizada entre las dos casas. Uno de los hermanos de mi mamá cayó preso en la Seguridad Nacional; mi abuela le enviaba todos los días una fiambrera con comida. Cuando lo soltaron recuerdo haberlos visto llorar abrazados.

Tengo asimismo el recuerdo de cómo la Aviación se alzó el 1 de enero de 1958: sus ataques al Palacio de Miraflores interrumpieron una ceremonia en la que Pérez Jiménez iba a recibir el saludo de Año Nuevo del Cuerpo Diplomático acreditado en Caracas. Nuestra casa quedaba a unas tres o cuatro cuadras de allí; el ataque de los aviones y el estruendo del fuego antiaéreo que salía de Miraflores hizo llorar a mamá, quien corría con mi hermano de nueve meses en los brazos. Superado aquel día, la inquietud se instaló en casa. Mis dos tíos y mi hermano mayor subían a la azotea para mirar lo que pasaba en la urbanización 2 de Diciembre declarada en rebeldía. El aire traía el sonido de los disparos hasta nosotros. Un día subí silenciosamente mientras ellos estaban allí y pude ver a un hombre alcanzado por un tiro y caer rodando por una cuesta. Cuando me descubrieron tuve que bajar regañada entre la alarma y el susto de los otros curiosos.

Por fin una noche todo estalló. Empezaron a pasar carros agitando banderas, tocando cornetas y gritando “¡Viva Venezuela libre!”. La gente agolpada en las puertas de las casas respondía: “¡Viva!”. Yo estaba, como toda la familia, en la puerta cuando se oyó un avión cruzando por encima de nuestras cabezas y un señor que venía pasando se detuvo y comentó: “Ahí va el hombre”. Se refería al dictador.

Una vez alcancé a oír una conversación sobre la incomodidad que producía que gente extraña se estuviera instalando en las quebradas aledañas. No sé cuánto tiempo después de haber escuchado aquello y estando en la ventana con un primo vino un niño que jugaba con una pequeña pelota de goma. Se quedó parado delante de nosotros. Cuando le dije que me prestara la pelotica, contestó: “Si me besas el güevo”. No sabía a qué se refería, hasta creí que acaso llevaba un huevo sancochado en algún lugar. Mi primo, en cambio, se molestó e hizo que se alejara de nosotros.

Ahora me doy cuenta: en La Pastora vivía gente muy distinta. Unas cuatro casas más abajo una familia ponía música de la Sonora Matancera tan alto que el sonido llegaba a la calle. Eso disgustaba a papá que no ponía la música alta ni apreciaba a la Sonora Matancera. Mi propia familia era una muestra de diversidad: en estudios, oficios y economías, integrada en un mismo sector de la ciudad.

Juan Pablo y María Curcho y sus hijos Filomena, Aída, Lourdes, Flor, Efraín, Juan Pablo y Yolanda (agujas del reloj), alrededor de 1946

En ciertas épocas del año la calle se llenaba de mariposas amarillas que volaban sin coordinación, como si estuvieran atrapadas. Los muchachos doblaban periódicos y hacían ruidos con ellos mientras decían: “Baja, baja, que te coge la navaja”. Así como las mariposas marcaban el tiempo, había también el de las peregrinaciones que se veían en el cerro de enfrente, hacia el norte. Una hilera de velas encendidas y un canto: “Ave, Ave, Ave María”. También en Semana Santa mis padres nos enviaban a los tres que éramos entonces a visitar los siete templos; los Viernes Santos papá ponía el «Popule Meus» en el tocadiscos y también a Andrés Eloy Blanco recitando «El limonero del Señor», y se quejaba de que las “siete palabras” ya no tenían la calidad de tiempos anteriores.

En Navidades nos llevaban a visitar a la familia y los amigos, y se recibían los regalos que el Niño Jesús dejaba en el Nacimiento que papá montaba laboriosamente todos los años. Cada 31 de diciembre volvíamos a oír a Andrés Eloy Blanco, esta vez diciendo: “Madre, esta noche se nos muere un año”, y esperábamos el cañonazo para abrazarnos. Muchas veces he pensado que de no haber oído tanto a Andrés Eloy Blanco o el disco Dinner in Caracas de Aldemaro Romero, y visitado tantas veces la casa natal del Libertador, el Panteón Nacional, el Museo de Bellas Artes y el Museo de Ciencias, me hubiera despegado con facilidad del país.

Los domingos papá montaba las bicicletas en el carro y nos llevaba a pasear a Los Caobos, que entonces era un auténtico parque francés. Me llamaba la atención la casa de Arturo Michelena, a cuadra y media de la plaza de La Pastora, y hasta el día de hoy quisiera visitarla. También el callejón Sanabria, antes imposible de transitar por una cadena que cerraba el paso a los carros y un letrero que decía «Propiedad privada». Muchos años después, invariablemente, volvía a aquella parroquia que había abandonado varios decenios antes. Hace ya mucho pude entrar al callejón Sanabria y me di cuenta de que se trataba de una auténtica calle inglesa. Cada vez que regresaba de mi viaje de estudios iba a ver las casonas de Las Dos Pilitas, al frente de la Iglesia de Altagracia. En una de aquellas ocasiones –impotente– no podía concebir que las hubieran tumbado para erigir en su lugar un monumento al concreto. Todavía hay calles y casas que se conservan de aquellos años, en buena medida porque los vecinos no permitieron que las derribaran para construir edificios sin criterio urbanístico alguno.

En la Antigüedad los hombres públicos hacían constante mención a sitios de las ciudades donde vivían; en Roma, por ejemplo, se usaban como referencia mnemotécnica para fijar partes de los discursos; la retórica los llamaba «lugares de la memoria». En mi caso, hay sitios que asocio inevitablemente con la infancia estén o no allí todavía: el cine Granada con el techo pleno de estrellas como la bóveda celeste, las esculturas de la parte trasera de la iglesia en la acera del frente a esta sala, la casa de Arturo Michelena o la escuela República de Bolivia que tuvo a papá como primer director y a mi padrino como subdirector, de donde brotó una amistad que duró para siempre. Pese a que viví en La Pastora a lo sumo los primeros diez años de mi vida, a estas alturas no hay otro lugar que impregne de manera semejante mi existencia y recuerdos.

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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