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Siempre había valorado a Juan Liscano por el desarrollo de una obra poética personalísima e indefinidamente amplia, cuya voz sigue retumbando, de manera directa, dentro del mapa de la lírica venezolana. Me refiero en tal sentido al registro de su mundo temático y a la forma como fue adueñándose de un universo muy particular: sus indagaciones en los terrenos de lo mítico-americano; su descenso a las entrañas del erotismo; el hecho de lo religioso como derrotero intelectual y, desde luego, sus incursiones en torno a lo apocalíptico y sus agonías ante la degradación ecológica, junto a sus fulminantes denuncias acerca de la cosificación del hombre.
De hecho, de todos los Liscanos, al primero que llegué a conocer fue al poeta, cuya obra fue construyéndose como un poderoso delta entre 1939 hasta 1999. Sólo luego, y por obra de particulares circunstancias, fui acercándome a quien fuera también un hombre atento y sensible a los acontecimientos de su entorno, al punto de hacer que, a lo largo de más de medio siglo de actividad escritural, apelara a otro tipo de voces para adentrarse en los terrenos del combate periodístico y la polémica permanente.
Sin embargo, en este camino, me toparía con otra sorpresa. Tengo muy claro en la memoria haberlo seguido de cerca en la década de 1980 cuando actuaba como un extraordinario –aunque a veces atropellado polemista– a la hora de librar combate contra los ídolos de la farándula (Michael Jackson fue, por ejemplo, uno de sus objetivos predilectos), la industria de la pornografía, la –a su juicio– idiota postración que sufría la juventud de los ochenta o el “espanto” que eran capaces de suscitar la música rock y sus derivados. Confieso que resultaba entretenido leer a este Liscano tan lleno de encono, aun cuando la razón no siempre lo asistiera de manera generosa.
Ahora bien, cuando hablo de sorpresas, me refiero al hecho de haberme tropezado años más tarde con un Juan Liscano muy anterior a esa década de 1980 noticiosamente dominada por el propio Michael Jackson, Blanca Ibáñez y José Ángel Ciliberto, Madonna, Mikhail Gorbachev o el rector Edmundo Chirinos. Me refiero en este caso a cómo Liscano resolvió dar batalla en plena década de 1960 contra los embelesos y hechizos que despertara la lucha armada en Venezuela y toda la refulgencia y prestigio que al hecho le confiriera la entonces –reciente- Revolución cubana. Lo hizo no sólo viéndose incomprendido en medio del panorama intelectual local sino logrando que su voz sonara alto dentro de un cuarto oscuro erizado de lanzas. Un detractor, en medio de tan fiera polémica, creería haberle clavado una daga en el pecho al calificarlo, con todo desdén, como “vocero independiente ligado a Acción Democrática”; otro, animado por un empeño no menos despectivo, lo tildaría de “intelectual betancourista”.
Liscano fue sin duda una voz solitaria en medio de semejante contienda. Pero su valiente actitud, al atreverse a cuestionar el sentido, trayectoria y destino de la guerrilla venezolana, le confiere particulares títulos dentro lo que también llegó a conocerse, junto a la gramática armada, como la Guerra Fría “cultural”. En medio de esa atmósfera Liscano disparó y, también, recibió tiros a mansalva.
Quisiera insistir en el hecho de que, a la hora de presentar batalla desde la prensa contra la guerrilla y sus credos y sin que nada lo amilanara, Liscano lo hacía inserto en un contexto que fue estimulando la formación de movimientos literarios que se verían abrumados, inspirados o excitados por la experiencia cubana, a partir de todo lo cual fueron capaces de lanzar una variopinta serie de consignas ideológicas como parte de sus programas y manifiestos.
Semejante valentía a la hora de dialogar contra los vientos, y el hecho de predicar desde un páramo solitario, condujo a que Liscano se viera temporalmente execrado del horizonte literario nacional. A tal punto que cabría recordar lo siguiente: cuando en noviembre de 1962 la agrupación “El Techo de la Ballena” pretendió sacudir a la sociedad venezolana mediante una muestra titulada Homenaje a la Necrofilia, Liscano y sus libros fueron objeto de la agresiva irreverencia y el humor negro de los promotores de la poesía ballenera.
Este Liscano, por desgracia, aún luce disperso. Me refiero, en otras palabras, al autor de docenas de artículos que llegó a consagrarle al tema de la guerrilla o, incluso, a la forma como, desde la misma columna que mantuvo semanalmente desde las páginas del diario El Nacional, fue recorriendo las entrañas del proceso de pacificación que ensayara Raúl Leoni –lleno de ofertas de indulto, sobreseimientos, anulación de procesos pendientes y otras medidas de gracia–, aun cuando tal oferta no rindiera firmemente sus frutos antes de que adviniese el gobierno de Rafael Caldera en 1969.
Nadie, hasta ahora, ha hecho el esfuerzo por recoger ese segmento de la obra polémica de Liscano. Tuve, no obstante, la suerte de asomarme a ella cuando me dispuse a escribir La insurrección anhelada (Editorial ALFA, 2017), título que por cierto le debo a una expresión utilizada por el propio Liscano en medio de tales combates. Allí, en ese libro mío de más o menos reciente factura, cito una cantidad casi innumerable de artículos donde Liscano polemiza, desde sus propios confines, con los adeptos y simpatizantes de la fórmula armada.
Creo que valdría la pena hacer el esfuerzo de reunir y editar esa secuencia de artículos que deja claro testimonio de quien no se acuarteló para defenderse sino que, antes bien, salió a dar el ataque en un clima poco propicio a la comprensión de sus pareceres. Esa forma como se expresó Liscano, de manera tan potente, le confiere una singularidad a la cual se une –como llevo dicho- su carácter de voz solitaria en medio de ese contexto cultural de los años sesenta. La memoria de lo ocurrido durante esa década, y el enaltecimiento que durante estos últimos veinte años se ha hecho de lo que fuera la lucha armada y sus delirios, así parecieran reclamarlo.
Edgardo Mondolfi Gudat
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