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El edificio más alto de Caracas es el hotel Humboldt. Alcanza los 2.200 metros, con la generosa ayuda de El Ávila, que aporta sus 2.140 sobre el nivel del mar.
El arquitecto Frank Lloyd Wright no hubiera estado de acuerdo con la extravagancia de superponer un edificio al pico de una montaña. Cuando construyó Tailesin, su hogar y talleres de trabajo en las colinas de Wisconsin, partió de un principio inviolable: “Yo sabía bien que una casa nunca debe estar sobre una colina. Debe estar al lado de la colina. Perteneciendo a ella. La colina y la casa deben vivir juntas, cada una feliz por la otra”.
¿Por qué entonces el arquitecto Tomás Sanabria colocó el hotel en el mero tope de una montaña? En buena parte se debió al espíritu de los años cincuenta, una década en la que nuestra arquitectura le prestaba más atención a lo geográfico que a lo histórico.
Sanabria me contó una vez sobre su inmensa suerte. Vivía en una Caracas aburrida, provinciana, y en 1945 se va a estudiar a Harvard. Allí conoce a Walter Gropius y Marcel Breuer, geniales maestros de un nuevo lenguaje arquitectónico. Al terminar sus estudios, regresa a Caracas y la encuentra convertida en un apasionante y productivo laboratorio de modernidad. Fue como si los astros se hubieran confabulado para trasladarlo a un mundo encantado. En la nueva ciudad todo es propicio a su aprendizaje, talento y esfuerzos.
En 1955, pocos años después de su retorno, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, MoMA, realiza una exhibición de arquitectura: Latin American Architecture, since 1945. El propósito del curador, Arthur Drexler, no es solo exhibir el trabajo de los arquitectos latinoamericanos, también le interesa explorar la modernidad de sus ciudades:
La cantidad de edificaciones modernas en Latinoamérica supera las nuestras. Sus ciudades predominantemente modernas nos dan la oportunidad de observar efectos que nosotros solo podemos anticipar. Por esta razón, algunos edificios, o detalles de edificios (como las fachadas urbanas), han sido incluidos por su relevancia en el conjunto urbano más que como obras de arte independientes.
Hace un par de años leí este texto y me causó una profunda impresión. No fue fácil asimilar que estaba referido a mi ciudad, a un pasado tan reciente y, a la vez, tan lejano. Han cambiado tantas cosas aquí y allá. Hoy cuesta entender que en Caracas y Río de Janeiro, gracias al trabajo de hombres como Carlos Raúl Villanueva y Oscar Niemeyer, se estaban dando los primeros experimentos urbanos y arquitectónicos de la modernidad a una escala que permitía una prefiguración, un ejemplo a estudiar y evaluar, una señal de cuál podía ser el futuro de las ciudades.
A mediados de 1954, se concluye uno de los primeros proyectos de Sanabria, la sede de la Electricidad de Caracas. A la inauguración del bello e inteligente edificio acude un poderoso invitado que, entusiasmado con la obra, decide contratar al joven arquitecto. Se trata de un dictador al que le encanta construir, concretar. Marcos Pérez Jiménez creía que una obra de gobierno era un gobierno de obras, y cumplió cabalmente con esta premisa. En la primera cita con Sanabria, Pérez Jiménez plantea que acaba de inaugurar el hotel Tamanaco a unos 1.000 metros sobre el nivel del mar en Caracas, que está iniciando el hotel Guaicamacuto a nivel del mar y se propone construir el hotel Humboldt a 2.000 metros sobre el nivel del mar. Es un militar al que le apasiona la arquitectura y la concibe como una manera de imponerse a la geografía, y a la política.
El primer planteamiento de Sanabria está en la línea de Frank Lloyd Wright, un conjunto de habitaciones alrededor del tope mimetizadas con el paisaje, al punto que no se verían desde la ciudad. Pérez Jiménez rechaza el bosquejo con una sola frase:
—Arquitecto, el hotel no es para ver la ciudad, es para que la ciudad lo vea.
Así fue como el hotel Humboldt se ubicó sobre la montaña y es la principal referencia de los caraqueños al levantar la mirada.
El primero en describir la relación de esas cumbres con el valle donde se desarrollaría Caracas fue Alejandro Humboldt. Su descripción es la más global y conmovedora:
La poca extensión del valle y la proximidad de los altos montes del Ávila y la Silla dan a la posición de Caracas un carácter tétrico y severo, sobre todo en estos meses de noviembre y diciembre cuando reina la temperatura más fresca. Las mañanas son entonces de gran belleza. En un cielo puro y sereno se ven patentes las dos cúpulas o pirámides redondeadas de La Silla y la cresta dentada del cerro del Ávila, Por la tarde la atmósfera se carga, las montañas se empañan; regueros de vapor se ven suspendidos sobre sus cuestas siempre verdes y las dividen en zonas superpuestas entre sí. Poco a poco se confunden estas zonas, y el aire frío que desciende de La Silla se sume en el valle y condensa los vapores ligeros en grandes nubes espesas.
Humboldt se extraña de que a ningún caraqueño se le haya ocurrido subir una montaña tan omnipresente. Él se encargará de invitarlos y, en buena parte, de guiarlos. Algunos caraqueños lo acompañan, pero por poco tiempo. No entienden el propósito de tanto esfuerzo. Quienes se devolvieron se llevaron también el agua y las provisiones, pero Humboldt y Bonpland finalmente alcanzan la cumbre el 2 de enero de 1800:
Llegados a la cumbre, gozamos, aunque solamente por pocos minutos, de la completa serenidad del cielo. Abrazaban nuestras miradas una vasta extensión del país […]En momentos en que examinábamos con un catalejo la parte del mar cuyo horizonte estaba bien determinado y la cordillera de montes de Ocumare tras la cual empieza el mundo desconocido del Orinoco y el Amazonas, una bruma espesa se levantó de las llanuras hacia las regiones altas, colmando el fondo del valle de Caracas. Los vapores, iluminados por arriba, tenían un color uniforme de un blanco lechoso. Aparecía el valle como lleno de agua, y se hubiera tomado por un brazo de mar cuya ribera escarpada formaban las montañas adyacentes […] Es concebible que el valle de Caracas haya podido ser antiguamente un lago interior, antes que el río Guaire se hubiese abierto paso al Este, cerca de Caurimare.
Estas descripciones de Humboldt me llenan de asombro y nostalgia. Era muy niño cuando ascendí esa misma montaña en una cabina que flotaba en el cielo. La jornada que le tomó a Humboldt unas quince horas subiendo y bajando, yo la hice en menos de una tarde, y buena parte la pasé patinando sobre hielo. Pero sí conocí el paso de un cielo puro y sereno a las nubes espesas, los regueros de vapor, la bruma que se levanta, los aires que descienden, las montañas empañadas. Mientras guindaba de un hilo (así lucía la guaya que se perdía en un blanco lechoso), invadió mi garganta un vértigo ante las escarpadas pendientes. Era hechizante enfrentar aquellos verdes abismos sentado y agotado por tantos asombros.
La visión del dictador parecía destinada a resarcir la deuda de los caraqueños con su montaña, aquella secular falta de interés y curiosidad. El hotel Humboldt era y puede volver a ser parte de un sistema que comunica la ciudad con el mar. Lo que Luis Roche se había propuesto hacer debajo de la montaña con un túnel, Pérez Jiménez lo haría por arriba con un teleférico.
De todas las ideas realizadas en los fabulosos años cincuenta, el conjunto del teleférico y el hotel Humboldt sigue siendo la más emblemática y, por razones obvias, la más visible. Tiene a su favor el encanto de lo inútil, de lo que se hace por placer, un deleite unido además a un gesta futurista. Esa era una de las obsesiones en aquella década, cuando el año 2.000 parecía la meta final de la modernidad y una segura consagración de la ciencia y la tecnología.
Mi generación (nací en 1950) tuvo en esa década el corral de su infancia y nos creímos el cuento de un país privilegiado y vanguardista. Quizás por esta razón he repetido como un mantra que Caracas tiene el futuro en el pasado y el pasado en ninguna parte. Me asomé a la juventud odiando el olor a pasado incrustado en la casa de mis abuelos, y me ha tomado tiempo y desilusiones entender cuál es mi verdadera herencia. Hoy creo entender que las claves del futuro siempre estarán en el pasado y ambos te habrán de pertenecer en la medida que entiendas su estrecha e indisoluble relación.
Vendrían otras décadas, otras visiones. Ocho años fueron suficientes para dejar claro que las obras del dictador no justificaban la opresión. Recuerdo cuando mi padre me advirtió que no debía hablar en el colegio sobre lo que escuchaba en casa. Era un niño y no entendí a qué se refería, pero creo que la experiencia fue positiva, pues desarrollé un ansioso interés por el significado oculto de las palabras. Cayó la dictadura y fue entonces cuando empecé a atar cabos.
Un buen día cerraron el tramo del teleférico hacia el mar. Pronto también el hotel, y comenzó a semejar el templo de una civilización perdida, además de sufrir varias intervenciones que tuvieron más de saqueo que de renovación.
En el 2015, sesenta años después de la exhibición de 1955, el Museo de Arte Moderno se propuso “retornar a la región” con una nueva mirada: Latin America in Construction: Architecture 1955–1980. “Construcción” es una palabra fuerte, familia de “ver para creer”. Esta segunda vez no estaría Arthur Drexler para hablar de “anticipación”, de “lo que está por verse”. La arquitectura venezolana, para enfocarnos en el ejemplo más dramático, se ha ido quedando atrás en volumen e innovación. Ha pasado de ser el centro de una nueva arquitectura a una periferia de viejas soluciones precarias y obsoletas, pasando por disparates como el Museo de Arquitectura o MUSARQ (construido sobre una plaza de siglos) y el Mausoleo del Libertador (anexo al Panteón Nacional como una pista para esquiadores de alto riesgo), hasta alcanzar la inopia de la nada y la absoluta mengua.
En la segunda exhibición del MoMA, el hotel Humboldt (1956) y el Helicoide (iniciado también en 1956 y aún sin terminar) estuvieron entre las principales atracciones. ¿A qué se debe esta capacidad de seducción? ¿Acaso la belleza mientras más inútil y absurda es aún más bella? ¿Será que estos edificios representan a cabalidad una arquitectura que fracasó en su relación con la naturaleza y la ciudad, negándose la fecunda vejez que la historia concede a las obras maestras, y obteniendo el embrujo de las ruinas? Ambos son monumentos a los que resulta imposible tomarles una mala fotografía. Es como retratar a Anna Magnani, quien le exigía a su maquillador: “No me quites una sola arruga. He tardado una vida para ganármelas”. Todo ángulo los favorece, toda etapa de su construcción es sorprendente, evocadora, el movimiento de tierra, la estructura, incluso los estados de abandono. Hay algo magnífico, inquietante, inexplicable, que nos obliga a prestar especial atención, incluso a revisarnos. No es fácil aceptar que estamos ante una escultura y un símbolo.
Los triunfos y desgracias del Helicoide han sido examinados en el libro Downward Spiral: El Helicoide’s Descent from Mall to Prison, editado por Celeste Olalquiaga y Lisa Blackmore. La traducción del título al español podría ser La espiral descendente: De centro comercial a prisión. Sea cual sea la traducción, nos está anunciando una caída a un inframundo semejante al descenso circular descrito por Dante. Las editoras fueron certeras al seleccionar una reflexión de Claude Lévi-Strauss durante su visita Brasil en 1935, quien, impresionado por el envejecimiento prematuro de las ciudades del Nuevo Mundo, siente que están atrapadas en “una enfermedad crónica que las hace pasar de la frescura a la decadencia sin haber sido nunca simplemente viejas”.
Otra investigación es la de Federico Prieto. La culmina en el 2014 con la publicación del libro Hotel Humboldt, un milagro en el Ávila. Un título que luce más optimista, hasta que el propio autor habla de su interés por esa obra “tan extraña, tan abandonada y desvalijada», y uno se pregunta: “¿Entonces cuál es el milagro?”.
Los curadores de la exhibición del 2015 quizás no leyeron con detenimiento la introducción de Drexler a la de 1955, aquella propuesta de que lo importante no es la obra de arte individual sino su relevancia en el conjunto urbano. La arquitectura moderna fue perdiendo, en parte por sus insólitos recursos y riqueza plástica, la conciencia de lo urbano. Caracas tenía una historia que los arquitectos, bajo la excitación creativa de los cincuenta, comenzaron a dejar de ver, de percibir, como un contexto que les quedaba pequeño, caduco. Los curadores de la segunda exhibición se centraron en las obras sin detenerse a examinar una anticipación que se convirtió en un extravío. En Caracas es evidente que lo urbano quedó a la deriva sobreviviendo entre mares de marginalidad y escollos de edificios aislados e indiferentes a su derredor. Hasta el ejemplo más sublime y genial, la Ciudad Universitaria de Villanueva, es, tal como propone su nombre, una ciudad dentro de la ciudad que no guarda ninguna relación en su perímetro con la Caracas que la circunda y acoge.
Como decíamos al principio, el abandono de lo histórico más evidente lo encontramos en estos dos ejemplos que solo obedecen a una particular geografía, o más bien a su dominio y sometimiento. El Helicoide se apoderó de una colina tallándola y envolviéndola desde su base hasta el tope; el hotel Humboldt coronó la montaña más venerada desde el tiempo de los caribes. Nada tienen que ver con la ciudad, salvo observarla y ser observados; en el primer caso hoy con terror, en el segundo con melancolía. Han sido dos conquistas que el tiempo ha ido enrareciendo, envileciendo, hasta convertir su promesa de futuro en una seductora maldición.
Federico Vegas
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