Fotografía de Reuters/Elijah Nouvelage
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Si bien el abuso sexual y la violación son delitos que la ley tipifica para hombres y mujeres, lo cierto es que las víctimas de estas conductas abominables —al menos en el caso de los adultos— son, en su inmensa mayoría, mujeres. Si excluimos a los niños, que una mujer viole a un hombre hecho y derecho nos resulta más difícil de creer y de entender, aunque seguramente no es imposible.
En su artículo de esta semana Catalina Ruiz-Navarro afirmaba que en el caso de la becaria Monica Lewinsky (quien admitió haber tenido nueve relaciones íntimas con el presidente Clinton en la Casa Blanca), si “el hombre con más poder en el mundo” se hace “chupar por una pasante, es violación”. Al haber una diferencia jerárquica tan abismal, es indudable que Clinton abusó de su poder; pero si Lewinsky no fue obligada a practicar la felación, creo que definir a Clinton como violador es exagerado, y con esto no estoy diciendo que no haya hecho algo indigno. Los asesores de Clinton alejaron a la becaria del presidente, y no porque Lewinsky pidiera ser alejada, sino porque consideraban que la becaria pasaba demasiado tiempo cerca de él.
Pero discutir si Clinton violó o no a Lewinsky es irrelevante aquí. Hay muchos ejemplos en los que hombres poderosos efectivamente violan a mujeres situadas en una posición subordinada. El caso más sonado últimamente, y repugnante, es el de Harvey Weinstein, que abusó repetidamente de decenas de mujeres aprovechándose de su gran poder en el mundo del espectáculo.
Lo llamativo es que casi nunca, que yo sepa, se dan escándalos inversos, es decir de mujeres poderosas que violen o abusen sexualmente de sus subordinados hombres. Supongamos que la presidente incriminada hubiera sido Hillary Clinton, y el becario un robusto joven de 22 años. Pongamos que el becario le hubiera practicado a Hillary nueve cunnilingus, o que Hillary le hubiera practicado al becario nueve felaciones. Si este caso se hubiera sabido y hubiera llevado a Hillary Clinton hasta el impeachment, como le ocurrió a su marido, considero que el caso de abuso sexual sería más difícil de presentar. Es posible que Hillary, efectivamente, estuviera abusando de su posición de ser la mujer más poderosa del mundo, pero al becario robusto nos costaría más trabajo verlo como una víctima. Podría incluso pasar que Hillary se defendiera acusándolo a él de haberse propasado con ella. En fin.
Lo que me pregunto es por qué nos cuesta más ver a los varones adultos como víctimas de violación incluso en el caso de que quienes los acosen sean mujeres muy superiores jerárquicamente. Los culturalistas dirán que esta dificultad mental obedece sencillamente a condicionamientos culturales. Pero es posible que nos resulte más difícil compadecer a un hombre violado por una mujer, por algo muy biológico y natural: por el hecho de que, en promedio, los hombres tienen más masa muscular que las mujeres y por lo tanto las mujeres están en una posición más vulnerable.
Si una poderosa productora de Hollywood besara en la boca, sin su consentimiento, a actores hombres, a cambio de buenos papeles, o les ofreciera hacerles un masaje, o les echara piropos sexuales escandalosos, es posible que algunos actores se sintieran incómodos, pero pese a la posición de poder de la productora, es dudoso que los actores llegaran a denunciarla por abuso. Y no creo que esta falta de denuncia ocurriera por machismo. Yo creo que es, más bien, porque hay algo natural, no cultural, que nos diferencia a hombres y a mujeres: hay cosas que a los hombres no nos molesta tanto que nos hagan, y a las mujeres sí.
¿Y adónde quiero llegar con esto? A la importancia de reconocer lo distinto que sentimos y percibimos realidades análogas hombres y mujeres: que por lo tanto los hombres debemos ponernos en el lugar de ellas para saber qué sienten. Y que aunque los caballos muerdan a las yeguas para cortejarlas, o los pájaros picoteen a las hembras, la cultura debería refrenar a los hombres para no hacerlo nunca, salvo que la mujer así lo solicite.
Héctor Abad Faciolince
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