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Unir es amar y dota de sentido.
Si hay una emoción de la que prefiero ser vampiro es de la que se produce al unir lo que casa, lo que pega y luego engendra y se amplifica y reproduce en más, y en más lejos y en un tiempo mayor en adelante: es la emoción de crear. No solo unir, sino, además, unir lo que –a su vez– une.
Unir lo que une no es mal proceder si lo que se quiere es generar vida buena.
Es verdad que tengo una gran voluntad de unión.
El tóxico impide las uniones. El tóxico desune.
Volviendo a Cipolla y su teoría, el inteligente une al beneficiarse beneficiando. El idiota desune al perjudicar perjudicándose.
Cualquiera de los familiares africanos con los que convivo en Dakar en estos días podría echar a andar hacia Europa en cualquier momento. Son hombres jóvenes. No se han casado ni parece que pudieran hacerlo salvo que un golpe de suerte los convirtiera en adultos completos de un día para otro. Ahora son jóvenes a los que la juventud ya les va durando demasiado. Estudian. Se buscan la vida. Obtienen –de familiares que emigraron en el pasado y de trabajos mal pagados aquí, en Senegal– lo suficiente para no desesperar absolutamente. No son una especie tan extraña: son los mismos que retrató Marco Ferreri en El pisito. Ellos también son elegantes en el vestir y aparentar –fuera de casa– y soportan la miseria de la habitación compartida y el rancho, la comida que une en el descontento. Aquellos españoles y estos africanos son la misma cosa. Y si cualquiera de ellos echara a andar en dirección a Europa, entonces se convertiría, en sí mismo, en el agente de una unión de uniones. A cada paso que diera estaría más cerca de unir, de unirse y engendrar unión.
A aquellos que lo hicieron ya y alcanzaron su destino, y tardaron años en recorrer la distancia que yo he cubierto en unas horas para venir hasta aquí –posiblemente ya lo he dicho–, los he conocido en el otro lado. Cuando el emigrante alcanza el lugar de su destino, suele beneficiar beneficiándose. Por eso es tan triste el reaccionario autóctono que rechaza a los emigrantes: desune, promulga la desunión, se victimiza para desunir, ataca para separar y expulsar. En definitiva, el reaccionario autóctono suele perjudicarse perjudicando, perjudica perjudicándose. Y por ello es mal vampiro, un vampiro extraño: no disfruta del otro, sino de la camaradería y la horda; donde se embelesa es en el sudor propio. No succiona en el otro, amorosamente, sino en el odio que supura él mismo. Se envenena.
Creo que se trata, pues, de discernir para unir –en vez de discernir para desunir–. No discriminar, que es lo que hace el reaccionario y, también, es lo que hace su aparentemente opuesto: el que, por sentirse moralmente superior, rechaza a los adversarios políticos. El tóxico de la moral superior es un gran discriminador. Suele odiar a quien le ofrece trabajo –es otro que tiende a perjudicar perjudicándose–, detesta a los que tienen más que él solo porque tienen más que él, pide unidad entre los iguales básicamente para desunirse de los que tienen más y, siendo más, poder atacarlos y quitarles lo que tienen en una orgía de destrucción. Está bien, es un buen proceder de vampiros. Ahí hay ricas sustancias que succionar. De hecho, cuando los que atesoran algún bien se ven amenazados, ellos también aplican estrategias de desunión: para desunirse de los que no tienen y para desunir entre sí a los que no tienen. Y siempre cabe la posibilidad de utilizar a los que no tienen como carne de cañón. La guerra. El holocausto. La desunión pura. No la unión sino la purga. La unión de los soldados es la desunión dramática del mundo. Y tantas veces han sido los más jóvenes los que “no tienen” y, por tanto, son los enviados a la guerra…
Las idioteces, sin embargo, hacen un mundo cada vez peor. Cierto que el número de idioteces suele ser ligeramente superior que el número de bellas uniones. Pero tener buen criterio hoy es mucho más importante que antes. Si no eliges bien lo que te gusta, el algoritmo acelera tu camino hacia un mundo cada vez más feo. Y no me refiero sólo al algoritmo de Internet, sino al algoritmo de la vida toda, que, cada vez más fluido y veloz, resulta implacable. Elegir idiota hoy tiene serias consecuencias. Las idioteces hacen un mundo cada vez peor. Transmitir buena educación y tener buen criterio están íntimamente relacionados. Pero ahora no nos gusta ni tender a ser bien educados ni tender a ejercer buen criterio. Se considera elitista. ¡Esto es una desgracia! Elegir bien es una cuestión de supervivencia de la especie. ¡Y nosotros elegimos mal aposta! Buscamos el gusto de la mayoría (por democracia y por dinero, demócratas y capitalistas). Y no, nada tiene que ver que elijamos a nuestros representantes por mayorías y que nos mimeticemos estética, educacional y cualitativamente con el común: en nada sirve a la comunidad, a la mayoría (o al pueblo). Esa confusión –ahora tan frecuente– entre igualdad y ausencia de jerarquía, resulta poco inteligente. Igualar no es exactamente unir. Es una tormenta perfecta. Nuestras referencias se encuentran donde la normalidad de “la mayoría electora consumista”. ¿No es eso una mediocridad? Fijémonos en todo lo que empeora, todo lo que es más feo y de peor calidad alrededor… Lo cual no quiere decir que no existan excepciones maravillosas, una cantidad ingente de excepcionalidad humana empujándonos a mejorar. Solo que la excepcionalidad quizá no seamos nosotros, sino algún otro, y no estaría de más que nos lo pusiéramos algo menos difícil, ofreciendo lo mejor de nuestra parte, no igualando, uniendo.
De vuelta en Madrid, en esta terraza de Bravo Murillo en la que escribo hoy, comparto las mesas con familias dominicanas y algunos kurdos turcos. Esto es: con negros, mulatos, árabes; con musulmanes y católicos de distinto color de tez. Al pasar, uno de los jóvenes kurdos –no sé cómo se llama, pero he hablado con él alguna vez– se acerca a mi mesa y me da la mano por encima del ordenador (creo que solo porque una vez mostré interés por él y su gente, le pregunté por el Kurdistán, por la guerra). Con qué poco llega una mano. Luego sigue su camino.
Antes de la Ilustración existían claramente “los de arriba” y “los de abajo”. Muy recientemente, ello se transformó en “los de izquierda” y “los de derecha”. Está bien. Es una discriminación como otra cualquiera. Separa a unos, une a otros. Distribuye las fuerzas del contrato social como si nunca nadie hubiese leído El contrato social. Antes de la Ilustración sólo los de arriba se atrevían a atacar y derrocar a los de arriba. Ahora, definitivamente igualados, y conscientes de que el poder no es divino y eterno –y por lo tanto se trata de un bien conquistable–, la tentación continua es la de subvertir las jerarquías: quitar a unos, ponerse los que los han quitado. Qué revolucionaria es la revolución. La revolución desune y produce grandes emociones y pensamientos imperfectos en los cuales abrevar –y abrevamos en ellos hasta la muerte por esas grandes emociones y esos magníficos pensamientos imperfectos–. No es necesario, el contrato social no precisa de revoluciones para ser justo.
La cúpula de quinientas toneladas de un telescopio moderno puede moverse con un solo dedo, una persona se apoya simplemente en el lugar adecuado y las quinientas toneladas entran en movimiento. Un solo dedo mueve las quinientas toneladas. Esa es su justeza (su justicia). Fuera de la vista, en la base, se ha dispuesto una lámina de aceite que lo permite. Se diría que hay personas que creen que los grandes cambios sociales se producen gracias a la acción de su dedo, mientras que desconocen que existe una pequeña película de aceite que permite el movimiento y un magnífico dispositivo que propicia que el movimiento se realice en perfecto equilibrio, llevando el telescopio, no a donde le gustaría al dedo (arbitraria, ideológicamente), sino al sitio que le corresponde tras la acción y el concurso de todas las fuerzas.
“¡Esto hay que llevarlo a la izquierda!”, dicen, y empujan con el dedo en esa dirección, mientras el telescopio gira a la derecha y, si el dedo se excede en su presión, todo acaba, una vez completada la vuelta, allí donde hubiese acabado en caso de haber dicho lo contrario: “¡Esto hay que llevarlo a la derecha!”. Y sí, efectivamente, ¿qué sucede con los que dicen “¡esto hay que llevarlo a la derecha!”? ¡Lo mismo! Ambos caminos políticos, si se continúan hasta donde le gustaría a los entrañables vampiros que somos, conducen al pasado.
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Publicado originalmente en la revista electrónica Zenda. Texto cedido a Prodavinci por el autor
Nicolás Melini
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