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Una maestra en una selva: Ida Gramcko en su centenario (III)

02/06/2024

Ida Gramcko, circa 1930: Alfredo Cortina ©Archivo Fotografía Urbana

Esta fotografía fue por Alfredo Cortina, tío de Ida Gramcko y miembro del círculo de amigos más íntimos de la poeta por el resto de sus vidas. La imagen muestra una niña casi confundida entre una sobrepoblación de muñecas y vegetación. Sin embargo, aún con el exceso de elementos, nos percatamos de inmediato de la presencia de la muchachita en el centro de la composición, como una diosa infantil regocijada por el mundo que acaba de crear. El fotógrafo ha abierto el plano para mostrarnos los dos pilares que flanquean la escena: es un recodo ajardinado en una casa que rebosa iluminación natural (sabemos que es la casa de los Gramcko-Cortina en Puerto Cabello); y, de paso, nos deja ver una especie de toque medieval en la escoba recostada en el dintel de la puerta que conduce al comedor, donde está colgada, en el espaldar de una silla, la chaqueta blanca de un comensal.

La reina y su corte están situadas en un desnivel del piso de mármol. La protagonista está sentada en una mecedera fabricada a su medida y tiene un aire de película de los años 20. La pequeña Ida luce un corte bob, el peinado que distinguía las flappers (aquellas jóvenes que, después de la Primera Guerra Mundial Mundial salieron de sus casas a trabajar y, por tanto, gozaron de una autonomía sin precedentes para las mujeres); e incluso su manera de sentarse, con las piernas cruzadas, es de señoritinga muy aplomada y sabida.

En este momento, Ida, nacida el 11 de octubre de 1924, no va a la escuela, pese a tener edad para hacerlo. «Elsa e Ida no fueron a colegio alguno. Las enseñaron a leer y escribir las tías Gramcko, Luisa e Isabel, ambas solteronas que vivían en la calle Bolivar, frente a la plaza Concordia, que era la casa del primer Gramcko que llegó al Puerto», dice su pariente Alberto Aristigueta. Sin embargo, la foto presagia una vida rodeada de jóvenes… claro, de discípulos. Y la escoba, bueno, un escobajo así, detrás de una puerta, augura dos cosas: una, el deseo de alejar al intruso (¿la enfermedad?), y dos, ya se sabe, es la nave en la que vuelan las hechiceras, las mujeres doctas en botánica, las que por las noches recortamos nuestras siluetas en la luna.

La niña de escasa escolaridad formal que había sido Ida Gramcko, se convirtió en catedrática y tutora de poetas. La lectura cotidiana, así como el plan de estudios que ella misma se había impuesto desde la más temprana infancia, la facultaron no solo para la enseñanza sino para el estímulo y conducción de vocaciones intelectuales, esas que tantas veces se ven pasmadas en las aulas por maestros atascadas en sus propias inseguridades e inhibiciones, cuando no en su falta de talento. Los pupilos de Ida Gramcko, en cambio, constituyen una legión de talentosos y prolíficos autores, cuyas obras proliferan como hongos luminosos en el oscuro jardín del presente venezolano.

Marcada por la precocidad en tantos aspectos, Ida vio sus notas publicadas en la prensa regional cuando aún era una adolescente; y a sus veinte años ya era una periodista de estilo renocible -y reconocido- en las páginas de El Nacional, fundado en Caracas, en 1943. Se hubiera dicho que en la palma de la mano de Gramcko estaba escrita una larga carrera en el periodismo, donde en su madurez ejercería de mentora y necesaria consejera. Pero Ida, ay, era venezolana y nuestro periodismo se caracteriza por expulsar, a patadas muchas veces, a quienes debería mimar y cuya privanza debería tener en la más alta estima. No es así. No hay un solo periodista venezolano serio y de calidad que no haya sido maltratado por los periódicos a los que entregó lo mejor de sus horas y talento. Eso no existe. Ida Gramcko, pues, vergüenza me da apuntarlo aquí, fue desahuciada del periodismo, (fue colaboradora de la Revista Nacional de Cultura por casi veinte años, pero tal frecuentación no supuso una relación laboral de las que permiten al profesional mantenerse; de manera que no califica para actividad principal). Lo dicho: el periodista venezolano, cuando demuestra su casta, es malogrado y destituido. Ida no fue la excepción.

Debía buscarse otro oficio cónsono con sus aptitudes y saberes. Sería profesora… pero no tenía diplomas. Optó, pues, por ingresar, a sus 38 años, al sistema de libre escolaridad para obtener el bachillerato (Dios santo, lo que serían esos compañeros, cómo la mirarían…). En 1968, cuando tenía 44 años, se graduó de Filosofía en la UCV. Bueno, un respiro. A partir de entonces, la pupitrada se estremeció con sus cursos

de mitología y filosofía del arte, en la Escuela de Artes Plásticas (ya en 1966 había sido llamada por por el CEGRA -Centro de Enseñanza Gráfica- para integrar un cuerpo docente ya de suyo estelar); de Literatura, en el IPC, (Instituto Pedagógico de Caracas); y de Filosofía, en el CAG (Centro de Arte Gráfico).

El artista plástico Carlos Sánchez Vega fue su alumno por dos años seguidos en el Cegra. «Todos los viernes en la tarde nos daba clases sobre Poesía, Literatura y Arte. Iba, vestida siempre de negro, a la casa de la Calle Nivaldo de la Florida, sede del Cegra, en un taxi. La llevaba y la iba a buscar el mismo chófer. Siempre llevaba consigo algunos libros, una cartera negra de asa, que combinaba con unos zapatos negros de tacón bajo y hebillas. Ya tenía sobrepeso y parecía estar de eterno luto. Era taciturna y hablaba, con tono mónotóno desde la profundidad del alma (muy poco era interrumpida, eran clases magistrales, cómo no iba a ser así, cómo se interrumpe a la Poesía). Era amena y exquisita en sus modales. Llevaba el cabello bien arreglado. Era la viva imagen de la poesía. Nunca faltaba a clases y nunca nos dejó esperando.»

—Esto ocurrió -sigue Sánchez Vega- entre 1985 y 1987. Nos encontramos varias veces a partir de entonces, siempre en exposiciones y eventos culturales. En 1998, reiniciamos por algunos meses la cercanía, fue a raíz del texto que yo escribí para mi catálogo del Proyecto Circus, en el Museo de Bellas Artes de Caracas. Ella corregía los textos que se publicaban en el MBA (de María Elena Ramos), de manera que pidió conocerme sin saber que ya me conocía. Me reconoció de inmediato. Tuvimos dos hermosos encuentros, ese inicial y el de la entrega del texto ya editado, cuando conversamos sobre los recuerdos del Cegra.

En la Escuela de Letras de la UCV entraría seis años después de su graduación. «En enero de 1974», precisa Gabriela Kizer, «de la mano de Rafael Cadenas, Ida ingresó a la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela con un cargo de docente temporal por un tiempo convencional de cuatro horas, cargo que se mantuvo sin modificaciones durante veinte años. Si bien comenzó dictando Mitología, poco después concursó para la asignatura La Poesía y los Poetas, que será propiamente “su materia” […] La compañía de una enfermera, constante a partir de estos años, que venía a sumarse a los rasgos extraños e infantiles de su apariencia y carácter, ocasionaba además que fuese vista con cierto recelo. A este cuadro se añaden las secuelas que dejó en ella el tratamiento con insulina, del que todavía se estaba recuperando: en septiembre de 1975 tuvo que pedir un permiso de varios meses para ser sometida a “intervenciones quirúrgicas delicadas en los maxilares y exodoncias múltiples”».

En 1989, asume la coordinación del Taller de Poesía del Celarg (Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos). Tenía 65 años, pero aparentaba muchos más. Según escribió su biógrafa, la también brillante poeta y ensayista Gabriela Kizer, este trabajo en el Celarg «significó para ella la posibilidad de leer y compartir con poetas jóvenes. Tanto disfrutó esta actividad, que gracias a su trabajo en el departamento de ediciones de la institución, el taller pudo prolongarse más allá del tiempo estipulado».

«Entre los talleristas, Belén Ojeda, María Antonieta Flores y Alexis Romero recuerdan la amplitud con que propiciaba todas las lecturas posibles –poesía del Siglo de Oro, traducciones de Silva Estrada, poesía italiana, latinoamericana y venezolana– y cómo resonaba la cadencia de los poemas cuando ella leía en voz alta. […] En lo que toca al trabajo con la escritura, los poetas subrayan su exigencia de que las palabras se usaran con propiedad, el recelo tanto del tono confesional como de términos librescos y poéticos, la insistencia en que cada quien fuese “explorando su discurso” y la manera como provocaba “la distancia del autor respecto al texto para que pudiese propiciarse la reflexión”.

Una de sus talleristas más destacadas es la poeta, ensayista y editora María

Antonieta Flores, quien nos concedió una entrevista que trascribimos a continuación:

«Conocí a Ida Gramcko en 1989. Cuando asistí a la primera sesión del taller anual de  poesía del CELARG que ella iba a presidir. Había leído algunos artículos de ella en El Nacional y en Élite, donde tenía una columna breve, Minutero, que se desplegaba en una página gracias a la ilustración de Régulo, pero no había leído su poesía. Tenía referencias de ella por mis estudios de Literatura en el Pedagógico. En algún estudio había leído ese título que, aún hoy, llama la atención: «Poemas de una psicótica». No recuerdo cuántos eran los seleccionados en la sesión inicial, pero se fueron retirando, como suele ocurrir, y al final éramos unos seis. Hubo oyentes, visitantes que compartían algunas sesiones. De los oyentes, Rosamelia Gil fue la más persistente e Ida la incluyó en la publicación final del taller, como un reconocimiento».

En la intriducción a ese libro, que recogió los textos de los estudiantes, Ida Gramcko escribió: «No es fácil organizar un taller de poesía. No se trata de dictar clases e imponer determinadas teorías. Eso quedó atrás, ya que lo importante consiste en un trabajo de coordinación y orientación. Y la orientación se basa en lo que, individualmente, puede dar cada tallerista. No hay tampoco que intentar que cada quien dentro de su visión personal, se dedique a un vuelco del subjetivismo. Lo subjetivo es un problema de privacidad y no de poesía. Se quiso dar la noción en todo momento, en el taller de poesía, de que esta última radica en un establecimiento de relaciones metafóricas, desde luego, y mientras más remotas, pero capaces de enlazar, cosas distintas, más fructíferas. Después de una temporada en que se dialogó, se intercambiaron, no solamente opiniones, sino también posturas ante el mundo y teorías, Los talleristas reflejaron una intensa evolución. El espacio impide extenderse sobre la creación de los diferentes miembros del taller, pero acaso algunos versos indiquen su lirismo rico y crecido.»

—Su poesía y su visión poética -sigue María Antonieta Flores- no estaban de «moda» en ese momento. Y sus libros estaban agotados. Una situación difícil para ella como autora, pero se mantuvo firme en su camino. Las sesiones del taller eran normales, se leía poetas, leíamos nuestros textos. Yo había tenido una experiencia previa con el taller literario del Cillab del Pedagógico, pero no era un taller de poesía sino de escritura y se aceptaba cualquier género. Así que este fue mi taller de poesía. Llegaba temprano y me iba temprano, justo cuando terminaba. No me quedaba para el después, que era muy rico, de esas conversaciones salían ideas que luego se trataba de concretar en el taller. Yo trabajaba y tenía un horario exigente.

«Como soy tímida, tardé mucho en establecer una relación afectuosa con Ida. Después de finalizar el taller, nos seguimos reuniendo un pequeño grupo unos meses más. Allí empezamos a hacernos amigas. La recuerdo sentada en la escalera de la entrada principal del CELARG, esperando que la fueran a buscar.»

Yo misma la recuerdo sentada en las escaleras del Celarg. Allí la entrevisté, en 1991, para la desaparecida revista Imagen. Me había citado allí, de manera que compartí gustosa los escalones como silla y mesa para tomar notas, así como las galletas Club Social que Ida iba sacando de la enorme cartera que, al revolver para sacar algo, sonaba como un planeta de papeles sueltos y un susurrar de flores secas.


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