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No soy un político de oficio gracias a Manuel Puyana. A veces me pregunto si su intervención fue providencial o truncó una vocación provechosa. ¿Cómo saberlo? La política es la más irracional de las ciencias y la más implacable de las artes.
La historia que voy a contar ocurre en 1966, cuando se inicia en el colegio San Ignacio la campaña para la elección de quienes iban a dirigir el Centro de Estudiantes, con el aburrido panorama de que se había presentado una sola plancha. La posibilidad de participar nunca nos había llamado la atención, pues era un aquelarre en el que solo participaban los de quinto año de bachillerato. Pero ahora estábamos en cuarto y, el estar lindando con quinto, más el aburrido panorama de que había una sola opción, nos hizo decir con el tono de quien propone una excursión a la montaña:
—¿Por qué no le echamos bolas y hacemos una plancha?
Estos súbitos arranques a veces funcionan. Sergio Fajardo era un profesor de matemáticas en la ciudad más violenta de Colombia, cuando un buen día, reunido con varios compañeros en la cafetería de la universidad, les dijo sin pensarlo mucho:
—¿Por qué en vez de quejarnos tanto no agarramos la alcaldía?
El resto es historia. La Facultad de Arquitectura le había dedicado años a hacer propuestas para resolver los problemas de Medellín y, cuando Fajardo ganó las elecciones para alcalde, ya contaba con muchos de los proyectos que hacían falta. Luego fue gobernador y ahora es candidato a la presidencia.
Hay también extremos traumáticos. Ya en tiempos de Chávez, un empresario fue con un famoso teniente y dos capitanes a ver unos silos de arroz por Acarigua. Volviendo a Caracas, en medio de esos sopores de autopista, el teniente exclamo de pronto:
—¡No joda! ¡Vamos a cogernos esta vaina!
El empresario se asomó a la ventana y lo único que se veía era monte y culebra, por lo que preguntó con total inocencia:
—¿Cuál vaina?
El teniente respondió como si fuera algo tan obvio que no valía la pena decirlo:
—¡El país, coño, el país enterito!
El asunto de participar en una elección nos pareció un gran programa y empezamos a hacer planes con gran alegría. En otras culturas un “programa” es algo tan serio como un “Programa de Gobierno”, e implica una ideología y unas metas a cumplir. Para mi generación, un “programa” equivale a algo muy divertido que anuncia gozo y entretenimiento. Recuerdo a madres preocupadas porque sus hijas no tenían programa para el fin de semana, un síntoma que las perfilaba como solteronas. El diminutivo “programita” se refiere a algo más serio, pues suele tener connotaciones sexuales.
De manera que la faena de hacer una plancha era para nosotros una promesa de felicidad. Este deseo de felicidad, que parece fatuo e irresponsable, está en la base de una de las constituciones más estables y fructíferas que se han escrito. Debe haber sido Jefferson quien durante la redacción de la Constitución norteamericana cambio la frase “the pursuit of wealth” por “the pursuit of happiness”. La búsqueda de la felicidad como un derecho del hombre ha sido manipulada hasta para justificar la acumulación de riquezas, pero no por esto deja de ser una propuesta posible e inspiradora.
Esa mañana de 1966, cuando en un recreo de quince minutos hicimos una plancha y un programa, fuimos deliciosamente felices, a pesar del susto que sentí cuando los fundadores del partido, tres o cuatro amigos, me postularon en una elección interna como nuestro candidato a la presidencia del Centro de Estudiantes.
No duró mucho nuestro estado de pureza. En el siguiente recreo nos tocó asomarnos a las bajas maniobras de la política, cuando se nos acercó el Pelón Hernáiz, miembro de la plancha opositora, a la que habían llamado la “2”, para no sonar tan únicos. El Pelón era de quinto año, pero éramos buenos amigos. Pelón tenía, por cierto, pelo de sobra y también muchos bríos, presencia y argumentos. Pensando en esas cualidades le pregunté:
—¿Y por qué no eres tú el presidente de la dos?
—Los curas me tienen miedo —respondió poniéndose serio, y con evidentes ganas de cambiar el tema.
Acto seguido leyó nuestra lista de los integrantes de la recién creada plancha y comenzó a soltar alegres carcajadas, mientras nos decía:
—Qué vaina tan buena… ¿Por qué no agregan a Pata de Columna y a Cara de Grifo? —preguntó, como si se tratara del elenco de Radio Rochela.
Si los recreos hubiesen sido más largos, Pelón hubiera sido más sutil, pero tenía prisa y fue fácil captar su propósito. Nuestra plancha era para nuestros adversarios una payasada, pero una payasada peligrosa, y la única manera de desarmar su imprevisible carga era exagerarla, llevándola a un nivel de absurdo indiscutible. Justo antes del timbre para entrar a clases, pude soltar mi primera frase de dirigente político:
—Pelón, seremos novatos pero no pendejos.
Mis compañeros se asustaron con mi respuesta, pues supieron que lo de ganar iba en serio. Pelón me miró a los ojos y aceptó que había comenzado la campaña y no la iban a tener fácil. Éramos rivales, pero seguimos siendo igual de amigos.
El que salió más trastornado del lance fui yo. Me sentía sumergido en un aire extraño, enrarecido. Todo lucía distinto, más lento, más distante. Algo me empujaba o me jalaba, y no en la misma dirección. Nada era natural, normal. A cada pregunta debía responder con una frase importante.
—¿Vamos a ser la 1? —preguntó mi jefe de campaña.
—Vamos a ser la 3. A la tercera va la vencida.
Estaba tratando de tomarme en serio algo que no iba conmigo. Alguna vez, estando en primer año, asistí a un debate donde reinaba el hijo de Rafael Caldera, una suerte de presidente vitalicio quien hacía una imitación del padre desconcertante por lo fidedigna. Aquellas sesiones eran obras de teatro en las que los actores iban envalentonándose al descubrir que era posible reproducir los mismos giros y entonaciones de un adulto consagrado. Era, en definitiva, un ejercicio de prematuro envejecimiento.
Esa misma tarde sería el primer debate. El salón de actos del colegio San Ignacio debe ser modesto, pero yo lo recuerdo, como suele suceder con los espacios de la niñez y la adolescencia, inmenso, intimidante. Nos sentaron en el escenario. Desde mi punto de vista, estábamos del lado izquierdo; para el público, a la derecha.
Primero habló el presidente de la 2, Pérez Ayala. Venía de la tradición de los hijos de Caldera y tenía el mismo acento copeyano, con esa musicalidad que bordea el sermón y una superioridad religiosa. Creo que además leía unas hojas recién arrancadas a un cuaderno. Yo observé a mi grupo y éramos un desastre hasta en las posturas. No lucíamos derrotados, pero sí indiferentes, marginales, mientras los del otro extremo parecían posar para un grabado del 5 de julio.
Al terminar el discurso de nuestro oponente, aplaudimos con obediente sumisión, o más bien nerviosismo, porque seguimos dando palmadas cuando ya el auditorio se había callado esperando nuestro turno. Un primer punto a nuestro favor, pues algunos creyeron que era una burla a lo engolado y previsible del discurso inaugural de Pérez Ayala, y hubo algunas risas.
El director de debates pidió silencio y me anunció con nombre y apellido. Caminé hacia el micrófono como quien se acerca a un poste de luz para apoyarse. La base estaba algo baja y subí el micrófono a la altura de mi mentón con bastante maestría, pero justo cuando iba a comenzar a hablar, volvió al nivel anterior como un ser vivo. Más risas. Lejos de intimidarme, saqué el aparato de la base como los cantantes de rock y dije como si acabara de llegar y me sorprendiera el gentío:
—Buenas tardes.
Sabía que debía ser distinto. No tenía el fuelle ni las ideas para subir el tono y cerrar el puño golpeando el aire. Conté lo que había sucedido en el recreo como si la súbita ocurrencia se hubiera dado en ese mismo momento y terminé mi breve turno más o menos así:
—…Entonces pensamos que sería fantástico ofrecer una alternativa. Creo que va a ser muy divertido y todos vamos a aprender mucho.
Ese era, en resumen, nuestro programa de gobierno.
La palabra “alternativa” fue clave. Hoy sigue siéndola. Estamos divididos entre un gobierno al que todos odian y una oposición a la que todos desprecian. En este enfrentamiento el odio tiene la ventaja de inspirar desde temor hasta terror; el desprecio no pasa del asco y la burla. Este hundimiento en dos callejones sin salida se ha dado por una falta crónica de alternativa. Vemos a nuestro alrededor y en toda Latinoamérica se percibe el significado, el provecho, la renovación, la justicia que ofrece la posibilidad de alternar, de tener, como establece el diccionario, la “opción entre dos o más cosas”.
Esa tarde utilicé ambas manos, estirando los brazos y presentándolas igual de abiertas y a la misma altura, expresando, o descubriendo, que más importante que una, o la otra, era su franca y justa coexistencia.
El final del debate fue apoteósico. Años más tarde, Pelón me confesó que habían pensado en retirarse para no sufrir una derrota vergonzosa. Yo no pude percibir los gritos del auditorio a nuestro favor. Estaba cada vez más sumergido en un destino que no comprendía, en una comedia que me parecía falsa y a la vez insoportablemente verdadera.
Comenzó la campaña sucia. Alguien señaló que con pocos trazos un 2 se convertía en un pato, y los afiches de la plancha 2 se llenaron de plumas. Una treta vergonzosa.
Cuando fui saliendo de mi estupor empecé a soltar decenas de promesas, pues puedo ser incontenible. Anuncié que tendríamos clases de ajedrez, de mecanografía, de boxeo y de karate, concursos de cuento y poesía, un club de teatro y un laboratorio de fotografía. Cuando me dijeron que un laboratorio de fotografía era muy costoso, respondí:
—Entonces será de cine.
Usaba mucho el “entonces”, que sonaba a cuento con un final feliz. Esa era la base de mi campaña: felicidad, alternativas y realización. La política era una herramienta, un medio, ya no más un fin para jugar a ser políticos. Yo estaba convencido, sin saberlo, de que la política como meta en sí misma es una enfermedad. Lo importante es ofrecer alternativas y libertad para realizarlas.
Me fui poniendo cada vez más ambicioso y anuncié que eliminaríamos la misa diaria, una práctica medieval y despiadada a la que nos sometían incluso los sábados, obligándonos a estar arrodillados el 90% del tiempo. Y finalmente alcancé la cresta de la demagogia: proponer que el colegio fuera mixto. No había mujeres ni entre los profesores. Una sola vez tuvimos una profesora de biología, y era muy bonita, pero la sacaron porque un alumno le propuso ver una gota de semen en el microscopio y accedió.
No estaba errado. Me aseguran que hoy el San Ignacio tiene más niñas que varones y solo hay una misa opcional los viernes.
Y entonces apareció Manuel Puyana. Estudiaba en primer año, que era el segmento más amplio, pues aún no estaba sometido a la predica jesuita de apartar las manzanas podridas, una práctica que nos iba diezmando. Manuel era cien veces más amigo mío que de cualquiera de la plancha 2, pero en un segundo debate hizo su aparición y fue inclemente. Aún tengo pesadillas en que me señala con el dedo y me llama irresponsable, improvisado.
Manuel seguiría metido en política. Ha apoyado y cuidado a Teodoro Petkoff con un cariño y una fidelidad que lo enaltece. Y ha sido castigado por su lealtad. ¡Qué extraña paradoja el que te prohíban salir del país que amas, de la tierra que mejor conoces y donde has sido más feliz!
Manuel se convirtió en el líder de primer año y lo que iba a ser una barrida se convirtió en una victoria de la plancha 3 por catorce votos. Yo no podía creer en qué se había convertido una ocurrencia en un recreo. Bajo el mareo de la victoria, acepté la última carta que se jugarían los de la 2. Un grupo de segundo año estaba en un retiro espiritual en el seminario de Los Teques. No habían asistido a la campaña, pero tenían derecho a votar. Allá nos fuimos en comisión. Con la suma de ese inesperado lote perdimos por un voto.
Hace unos dos años le pregunté a Puyana por qué había apoyado a la 2 con tanto fervor. Me respondió apoyando mis viejos principios:
—Era más divertido. Ustedes la tenían ganada y yo siempre voy al perdedor.
En esa faena seguimos inmersos los dos.
Federico Vegas
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