Perspectivas

Una disgregación alucinada

Fotografía de EFE | Rayner Peña R.

07/06/2024

Hace pocos meses recibí una lista de medio centenar de lugares en el mundo donde se iba a protestar en defensa de nuestros derechos electorales. Más que una demostración de fuerza parecía el mapamundi de nuestra dispersión. Se trataba de un infructuoso llamado a juntar las fuerzas de un drama centrífugo.

Existen otras dispersiones o disgregaciones aún más profundas, como la de la información, y no me refiero solo a la información que buscamos, también a la que recibimos sin buscarla.

Hubo una época en que los venezolanos teníamos enormes coincidencias en la información que consumíamos. Solíamos leer los mismos dos o tres periódicos, mirábamos los mismos programas en la televisión (incluyendo a la ecuménica Radio Rochela) y escuchábamos las mismas emisoras de radio. Hoy en día la información está concebida para aislarte. No solo los contenidos tienden a la infinitud, también los transmisores. Si antes a la familia la unía un gordo televisor ahora los celulares separan hasta a los amantes en su lecho, sea amplio o angosto, provisional o vitalicio. Y no estamos hablando de la deliciosa soledad de la lectura, ahora se trata de un libro omnipotente que todo lo sabe y lo devela, pero a cada quien le ofrece una versión distinta.

Se puede argumentar que esta inmersión en el aislamiento y la fragmentación es universal; el problema, en el caso de Venezuela, es que se nos dificulta lo que más necesitamos: una evaluación sensata sobre lo qué es realmente posible y necesario. Necesitamos una cierta unidad de criterios, de visiones del futuro y del pasado, pero estamos tan sometidos al torrencial acoso de las fuentes que parecemos vivir en un eterno y pegajoso presente.

En uno de los capítulos de sus Confesiones, San Agustín observa estupefacto, pero con admiración y respeto, la peculiar manera de leer que tenía su venerado maestro, San Ambrosio:

Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietasCualquiera que haya sido la razón de su silencio, buena tenía que ser en un hombre como él.

Es evidente que en tiempos de Agustín de Hipona era costumbre leer en voz alta, lo que explica la sorpresa, ternura y admiración en sus comentarios sobre el silente leer de su maestro. Ahora que lo pienso, las lecturas en voz alta pueden generar una música muy grata, e incluso profundizar en el ritmo y el sentido del texto. Me pregunto cuántos hallazgos y matices me habré perdido por mi afán de cerrar la boca hasta leyendo poesía.

En el extremo parlante está la obra de Sócrates. Sus diálogos se dan con jóvenes que no parecen ser grandes lectores. Dicen que Sócrates nunca escribió y lo presentan como el único filósofo “ágrafo”. Me cuesta creer que consideraba a los libros un depósito de letras muertas, incapaces de motivarnos a dialogar, a filosofar.

Recuerdo cuánto me complacía observar en los trenes a quienes disfrutaban con el aislamiento y el disfrute que genera un buen libro; me parecía una señal de que la civilización estaba bien encarrilada. Ahora me deprime ver a una familia de seis sentada en un restaurante, mirando cada uno en su celular temas tan distintos que no existe la posibilidad de compartirlos. Son lecturas omnívoras, incesantes, con la profundidad de un espejo, que no suelen conceder tiempo a comentarios y ni siquiera a íntimas reflexiones.

Venezuela es como esa familia de seres aislados rumiando diferentes versiones de la realidad o simples fantasías. Una vez le escuché a Antonio Gala decir: “Me encanta que me distraigan, siempre que me traigan de vuelta”. Siento como si estuviera disminuyendo nuestro deseo de volver y ni siquiera sé a qué.

Por supuesto que los omnipotentes celulares pueden ser muy útiles, el problema es que pueden irnos haciendo seres muy inútiles. En las cascadas y remolinos de mi WhatsApp va ganando terreno lo banal, lo inmediato. La trama de mensajes y comentarios se nutre cada vez de más cumpleaños de nietos y problemas de condominio. Ya la familia, el edificio y el vecindario ocupan tanto espacio como Caracas, Venezuela y el mundo.

Instagram es también un caso curioso que podemos llamar una “multiplicación de protagonistas anónimos”. Tiendo a quedarme extasiado frente a la oferta de breves limbos donde van desfilando una multitud de desconocidos, actores fugaces incluyendo desde ancianos levantando pesas hasta peatones sometidos a sustos y sobresaltos. Cuando me explicaron que el Instagram se ajusta a nuestras inconscientes apetencias y oscuros intereses he empezado a preocuparme seriamente e incluso dudar de mí mismo.

Este efecto de la dispersión lo siento también en nuestra política. Conocí su sabor congregante entre los sesenta y los setenta, cuando los venezolanos nos definíamos como adecos, copeyanos o urredecos; más tarde aparecieron unos tipos más sofisticados llamados masistas.

Hoy observo dos diferencias importantes. La primera es que el término “democracia” ha ido desapareciendo de nuestras organizaciones políticas. En Wikipedia encuentro que tenemos casi 60 partidos y solo tres incluyen esa palabra que pareciera proscrita, indeseable. Lo que antes era la norma ahora es una creciente excepción. Algo habrá que suena o resuena mal. Podríamos pensar que Acción Democrática le dio pésimas vibraciones a un adjetivo tan celebrado desde los tiempos de Clístenes, pero creo que hay algo más telúrico y misterioso que el futuro se encargará de aclarar.

Existe un giro aún más relevante. Si antes los nombres de los partidos se prestaban a que nos catalogaran como un “adeco” o un “copeyano”, los nuevos partidos ya no ofrecen esa opción. Nadie habla de “primeros justicieros”, “ventevenezolanos”, “nuevotiempistas” o “patriaparatodistas”.

Quizás uno de los primeros cambios surgió con los inicios del final de la democracia. La irrupción de Chávez fue tan fuerte que surgió el término “chavismo”, una señal del dominio de una personalidad tan avasallante como fue el “gomecismo”. Uno podría pensar que hay apellidos que se prestan a estos giros y otros no, aduciendo que tanto “madurista” como “madurismo” suenan bastante mal. Puede que sea un problema netamente sonoro, pero algún mérito habrá que darle a Nicolas Maduro por lo poco apetitoso de su apellido.

Lo cierto es que nuestros partidos ya no generan deseos de pertenencia ni son una referencia para definirnos. Puede que Venezuela sea el país latinoamericano donde este fenómeno se ha dado con más fuerza. Estamos referidos tan solo al nombre del candidato, al punto que la persona con el porcentaje de preferencia más alto para nuestra próxima elección, entiendo que no pertenece a ningún partido. De su nombre y apellidos el que más se presta a la concurrencia es Urrutia.

Debemos estudiar seriamente la decadencia de la democracia en la política latinoamericana. Hay casos, como El Salvador, donde existía una organización delictiva con poder para dominar el Estado y surgió un líder democrático que, para recuperar el orden y la paz, ha ido estirando sus atribuciones y los años para los que fue inicialmente elegido, y hasta su nueva vestimenta es un mal presagio. Ecuador está atravesando una situación semejante y el modelo salvadoreño puede parecerles propicio, necesario. Está por verse si estos procesos serán para la democracia una vigorosa renovación o un doloroso final.

La democracia venezolana, o la ilusión de su existencia, enfrenta una situación más compleja. Los sistemas de rapiñas y apropiaciones ilícitas del gobierno son alucinantes (no existen organizaciones delictivas, ellos tienen la exclusiva). Me atrevo a usar esta palabra, tan pasada de moda, porque ciertamente nuestra situación tiene mucho de alucinación, pero en su sentido original. Allucinatio significaba «acción y efecto de ofuscarse, de engañarse, de vagar mentalmente con falsas imágenes». En nuestro caso me temo que nuestras falsas imágenes no están constituidas por exageraciones y hechos que no existen. Se trata de una alucinación a la inversa, generada por cantidades e injusticias de tales proporciones que no podemos concebir como ciertas.

Sufrimos de una alucinación política por no lograr asimilar, comprender y aceptar el verdadero funcionamiento de nuestra corrupción. Corromper no es solo “echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo”; la corrupción siempre es recíproca, pues establece una relación entre el corrupto y el corrompido. Imaginemos entonces cuánto disgrega y dispersa el enfrentar algo imposible de definir y que necesariamente nos incluye.

La democracia griega sobrevivió a la Guerra del Peloponeso y a la derrota de Atenas. Resistió hasta 322 a. C. con la avasallante supremacía de Macedonia. Leo que el modelo griego clásico es difícil de implantar en poblaciones más grandes porque exige “mucho tiempo para gobernarse y deja poco para trabajar”. Se trata de un problema de escala. Esto quizás explica que las democracias más “normales” (entre comillas y comidillas) de latinoamérica están siendo las de Uruguay y República Dominicana. De ser esto cierto, nuestro caso es grave, pues tenemos un gobierno cuyo principal oficio es dominar. Ese es su trabajo y su ganancia, dejando algunas lagunas para un espectáculo que termina en menos de dos meses. No sé si con esas lagunas sean capaces de controlar un desbordante mar.


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