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¿Qué Navidad existe sin María? Como irrenunciable ritual, el país tiene en la agenda como programa ineludible, aun en esta hora de mar de leva y río revuelto, el concierto decembrino de la Schola Cantorum que dirige cada año la dama de influencia mayúscula, la mayor, cuya batuta pesca las notas al vuelo para devolverlas chispazo, luz, mágica bendición.
Como en la película Fantasía, el público expectante parece percibir —es unánime el estremecimiento no más se abre el telón—, los remolinos y arabescos que traza su música. Sus colores. Luego de la última tos al fondo, los sentidos todos se dan por aludidos al gesto inicial de la directora de aquella puesta en escena que acompasará las respiraciones de la platea y, en el proscenio, las voces, el performance de los figurantes, los benditos pasos que dan cuenta de las dulces intenciones y el ritmo que narra la fe, en la representación de estreno: El retablillo de Navidad de Aquiles Nazoa, según arreglos de Alberto Grau.
Luego el programa proseguirá mezclando ritmos y aguinaldos venezolanos con villancicos españoles. En un momento dado, el público desde las butacas de la Asociación Cultural Humboldt podrá sumarse al coro que se vuelve invocación a la esperanza. Al unísono las canciones del repertorio manarán de la memoria afectiva compartida. Entonces no habrá aguas contenidas sino ojos a raudales. Guinand, los cenitales alumbrando su ejecutoria de brazos al cielo, coordina el milagro de amainar la sed. La jornada se convierte en gozo. Purificación. Nació el redentor, nació, nació es buena nueva en todas las gargantas. Para dar al hombre la paz, la paz es premonición. Y vieron una luz, el nombre de la experiencia navideña que tuvo lugar los días 7 y 8 de diciembre, el domingo día internacional del canto coral, es vivencia colectiva que se agradece.
La música, leitmotiv de su vida, no sería una epifanía o una pasión que le revele un ángel de manera repentina. Siempre estuvo allí, como condición sine qua non, y María Guinand lo sabía, sólo que el género que la movía, descontar alguna guaracha en celebraciones familiares, el que azuzaba su dispuesto esqueleto de jovencita discotequera —¿por qué la sorpresa?— era el rock. Se desvivía por su estridencia eléctrica; un breve gesto de su cabeza la convierte en segundos en una minifaldera pelilarga que baila perseguida por la luces estroboscópicas. El rock sería la banda sonora de sus mocedades; quién dice que los Beatles no son un clásico. Pero según como se va tejiendo la historia es, por fin, la Meca que habita. Si matrimonio y mortaja del cielo bajan, el paquete, más feliz en su caso, sería matrimonio y con quien trabajas del cielo bajan; así se atan los cabos en su camino.
El primer rizo del lazo ocurrirá cuando el profesor de piano de su hermano, aquel señor Grau de 25, de origen catalán y tan criollo, será también maestro suyo, ella de nueve. “Le tenía afecto”. Luego de un buen tiempo, un ínterin de viajes y amores otros, y esporádicos y casuales encuentros de ambos por razones musicales, él será con quien compartirá vida y afanes. El tiempo corrió sin prisas. “¿Quieres participar en una coral? Ensayamos martes, jueves y sábados”, le dirá él cuando ya ella está por graduarse del San José de Tarbes y por ingresar a la Universidad Católica para estudiar Física y Matemáticas, es 1971. “¿Sábado? ¡Ay nooo!”, le dirá pensando en su fiebre el sábado por la noche al fundador de la emblemática coral venezolana de la que ella es directora artística: la Schola Cantorum, que suma más de 50 años de trayectoria y es además de coral, y obra señera archipremiada, escuela donde se gestan proyectos didácticos y de acción social.
“Sí, siempre he tenido inclinación por hacer cosas que beneficien a otros, y claro, por la música y sin duda por la dirección musical. En 1972 creé y conduje la Coral Colegio San José de Tarbes, era un requisito de la escolaridad musical que emprendía, debía crear algo abarcador y así comencé, convocando amigas mías que habían sido compañeras de curso y niñas becadas, como ahora mismo en la Schola: la mayoría de las voces son cantantes que provienen de diferentes ambientes y sectores, no hay filtros elitescos”, dice la artista con un corazón con tendencia a conmoverse. La que amaría las ciencias comprobables y no dudaría ni por un segundo en comprometerse en la universidad con las causas justicieras. Estuvo imbuida sin ambages en la llamada Renovación que paralizó el claustro de Montalbán. Ganaron. Todos. Los pensa se modernizaron del cielo a la tierra, literalmente. “Pero ya decidida por la dirección musical que entonces no se estudiaba acá, me fui a Bristol”. Su papá pensaba que si no había más remedio, y persuadidos todos de que María sería músico —los humanistas abundan en la familia materna, los Guinand tienen más arquitectos e ingenieros—, pues había que prepararse como es debido.
Un lujo todos los maestros que tuvo, incluyendo el futuro marido, tanto en el país como afuera. Estudiante de la Juan Manuel Olivares, teoría, solfeo, armonía, historia y estética con Ángel Sauce, Gonzalo Castellanos y Eduardo Plaza, también recibió clases de contrapunto en el Conservatorio Nacional de Música Juan José Landaeta con Primo Casale y de dirección coral en el Conservatorio la Orquesta Nacional Juvenil con Alberto Grau. Luego estuvo bajo la égida de los grandes en Inglaterra, y al regreso, contratada en las escuelas de Vicente Emilio Sojo y Juan José Landaeta como profesora, pudo construir el mejor currículo.
Con sabidurías en composición y arreglos, voces y sus acoplamientos, y hábil en eso de conseguir el sonido deseado según su oído fino y las indicaciones de su batuta o varita mágica, la sensible artista con una licenciatura y una maestría en ristre fue abriéndose espacio. Su trayectoria es una sinfonía barroca que sigue escribiendo; incluye clases magistrales aquí y en medio mundo, la fundación y dirección de tantas corales y agrupaciones musicales (por ejemplo del Orfeón Universitario Simón Bolívar y de la coral de la Fundación Empresas Polar), la coordinación de la maestría en Música de la Simón, la autoría de obras y un rimero de recitales a su cargo en los cinco continentes.
A la salida del concierto caraqueño las gentes elogian su profesionalismo y talento, y el de los músicos. “Qué orgullo”, coinciden todos. En el espontáneo sondeo, María gana. “Sí, históricamente nuestra musicalidad es casi un don. Te topas con mucho talento, muchísimo, en todo el país, en todas las esferas, es muy democrática su repartición. Lo que nos falta quizá es más disciplina”, hace la evaluación. “La que en cambio ves a niveles de pasmo en otras latitudes: si aquí ha habido un sobresaliente movimiento coral, hay que ver el auge en Colombia o en China, donde me invitaron a dirigir a un coro de niños. Semanas antes de mi llegada, y para que se fueran familiarizando con los temas y ritmos, les envié las partituras con sus indicaciones, asombroso en el primer encuentro oírlos cantar: tenían el trabajo listo, todo aprendido, todo comprendido. Me dije: ¿qué falta ahora por hacer?”.
Se trata el suyo de un trabajo muy particular, la creatividad es una posibilidad estruendosa, y en ese nivel va la respuesta. Las voces se pueden solapar en el juego que convoca la concurrencia simultánea de la maravillosa variedad. ¿Una coral también podría ser un ejemplo de república? Todas las voces, blancas y oscuras, altas y bajas, femeninas y masculinas, sopranos y contraltos, cada una según la oportunidad que propone la belleza, todas a la vez o en el silencio convenido, están, participan, son arte y parte. María Guinand sonríe. Esa participación sistematizada existe, dice, pero se cocina según la apuesta de una clara dirección, y aunque puedes escuchar sugerencias la decisión no es colegiada, “decides tú”. El resultado, eso sí, está asociado con el trabajo esmerado de todos, la búsqueda de la calidad ha de ser interés común, no pueden haber rezagados, sólo se avanza en equipo.
De casa llena a casa, la músico tan aplaudida en el reciente performance cuyas mieles aun saborea, muestra de entrada su colección de belenes. María, su tocaya, la protagonista principal de ese retablo de bíblico, en exacta composición y el mismo gesto devoto, se muestra ataviada con mantos de tela, cerámica o nácar junto al Niño. Tiene belenes en todos los tamaños. Y en todos los estantes de la alacena. Resaltan tras las puertas de cristal los tantos que son. Provenientes de distintas partes del mundo, aquellas imágenes católicas más que souvenirs símbolos de la posibilidad de ser mejores —ella la estrella—, representan la misma escena mítica y mística que puede extenderse en pueblos asentados sobre fieltro donde pastan los rebaños y se yerguen iglesitas, no es el caso. La colección de nacimientos escala con su ternura galopante por encima de las cosas; las montañas son las copas o tazas en segundo plano en esta esquina de misericordia donde la larga familia de hermanos, primos, sobrinos, hijos, nietos y sobrinos nietos se reúne en Navidad y siempre, “podemos ser 50 celebrando” en torno a la mesa.
Ahora mismo impregnado el comedor con las fragancias azucaradas que despiden los hornos contiguos, a cargo de Mercedes, la hija que se hace un nombre con el apellido Grau como marca de repostería, pueden detectarse las notas al fondo del olor a hallacas, es su turno. “Seguimos la receta de la abuela Delfina”, dice María Guinand, “trucos que han ido pasando a través de varias generaciones”. Como la música, los sabores son también memoria, concede. Experiencias efímeras, la gastronomía físicamente hace contacto. A la música en cambio la tocas, la interpretas, pero es intocable, o sea, imposible de palpar. “Queda en algún lugar, no sólo los músicos podemos dar fe de ello, la música se te mete en los huesos, pero no la puedes asir, mientras suena cada nota trae el futuro y desplaza la que ya pasó, la memoria es la que consigue rastrear, preservar, tararear”. Igual que la comida, que queda el sabor como evocación en algún intersticio de la sesera.
Comedor que se prolonga hasta el balcón donde dos mecedoras, ahora quietas, acunaron a los abuelos, se vuelve verde la imagen en la mirada que se clava en el jardín compartido por los habitantes de la casona convertida en tres viviendas, para tres de la saga. María Guinand observa la foresta y las guacamayas que adora pero sus ojos enmarcados bajo esas dos cejas, inequívocas como comas negras, acaso miran su niñez en ese patio entonces sin columpios y con otra fauna, aves de corral y cerdos. Tal vez presenció el sacrificio de alguna gallina degollada, el reguero de sangre, el aleteo, ay, el sacrificio ofrendado por quien preparaba de comer al santo patrono de los domingos, el sancocho. Ahora corretea un perro, no hay bardas, la grama es una alfombra ininterrumpida que convoca. La casa es más urbana. Está flanqueada por los pianos, dos con las bocas abiertas dispuestos a soltar prenda. En la biblioteca uno a sus anchas confirma esa comunión que existe entre literatura y música, comparten el mismo patrón narrativo, la misma clave de toda historia: introducción, nudo y desenlace.
Al fondo, el dormitorio. De las tantas habitaciones de los tantos hoteles en sus viajes por medio mundo con la Schola Cantorum, desde que era niña ha dormido en el mismo cuarto; sola cuando chiquilla y desde hace poco más de 40 años con Alberto Grau. Cuánta vida, sueños y suspiros, en la misma alcoba que dejó de ser territorio para el juego inocente. Con toda la perspectiva cambiada, los vestidos del ropero aumentarían de talla, acorde con la de los pantalones que se abrieron espacio. En el tocador hace ya un buen tiempo que no hay muñecas ni en los estantes ni en los baúles: aquellos brazos suyos que hipnotizan las notas en el aire y las someten al gobierno de sus oídos dejaron de acunar figuras de trapo para mecer en su regazo a los bebés de verdadero llanto, parió dos hijos.
Atalaya con ventana indiscreta desde la cual ha visto el tiempo pasar en la calle, han desfilado desde automóviles descapotados y con alerones hasta los compactos de mirada nipona; cada vez hay menos caminantes; y habrá resentido la llegada hasta el cielo, sin excepción, de los muros de las otras casonas del vecindario. Es fascinante esa claraboya ciclópea dividida en dos mitades, dos párpados enormes que, según la curiosidad del observador o la observadora, se abren de par en par para aquellos ojos que han hecho foco sobre la misma avenida mutante del noreste de la ciudad. En tiempos de migraciones, he aquí a la ciudad evaporada de afanes, acaso cruje aun alguna reminiscencia, un grito, un acorde, de aquello perdido.
El oído ha percibido el cambio, menos rock, la música de sus abriles tornó en canto arrastrado: en clave de gemido, la voz de Karol G. Hay una banda sonora histórica sin embargo que regresa siempre, la que baja del Ávila e incluye aleteos y gorjeos, que se suma a los sonidos urbanos, voces de todos los tonos, esporádicas risas, ladridos, chaparrones, un portazo. María Guinand, mujer del presente y tan ocupada, habita su tiempo y asume lo que la impele sin descanso y con voluntad de dar; la nostalgia no es un estado que consienta, otra cosa es celebrar la tradición. La casa, tan viva y con el pasado incorporado, contiene bajorrelieves emocionales y narrativos, la memoria de pronto salta o asalta en las esquinas, algunas escenas o imágenes aparecen como fantasmas, pero son como alegres reapariciones. Recuerda. Pero también sueña y planifica.
En la casa gatopardiana que ha sido objeto de remodelaciones para seguir siendo lo mismo, una vivienda familiar en la ciudad portátil y afecta a la picota, la educadora, promotora cultural, directora coral y de orquesta venezolana, añade que si la casa está viva, ella más y, sin duda, la familia, todos van tras un sueño, están en un proyecto, cocinando algo. El alma inquieta en el linaje, era buena estudiante, aplicadísima. Es entusiasta líder asida a su batuta. Sigue siendo lectora insigne. La caraqueña que es la directora musical de la Schola Cantorum, “escuela”, prefiere decir, y que también lo ha sido de la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas y del Conservatorio de Música Simón Bolívar de la FESNOJIV, así como presidente de la Fundación Movimiento Coral Cantemos, y asesora de los Ministerios de Educación y Cultura para el Proyecto Educación Musical en Venezuela, no para. En tantos cargos cimeros, podría presidir una nación: bastaría que todos aportaran cada cual lo suyo en el mejor momento. Y claro que se puede restablecer la democracia. Hay que anotarse al sí sostenido. Con nuevas ideas o enfoques, que parirán los cambios, y rescatando lo maravilloso que hay que preservar. Mozart seguirá siendo Mozart y la canela, un eterno afrodisíaco sobre el arroz con leche.
Y María Guinand, directora ejecutiva de la Academia Bach de Venezuela, de la Academia Nacional de Canto Gregoriano, miembro del Consejo Internacional para la Música de la UNESCO y de las fundaciones Cultural Chacao y la Empresas Polar, y del Consejo Directivo del Teatro Teresa Carreño, vicepresidente de la Federación Internacional para la Música Coral, profesora de teoría de la música y solfeo en la Escuela de Música José Lorenzo Llamozas y de Historia de la música, y de Estética en la Escuela de Música José Ángel Lamas, asesora del Instituto Universitario de Estudios Musicales (IUDEM) y lo que falta, dama que ha dictado cátedra y dirigido de la seca a la Meca, pasando por Estrasburgo, Estocolmo, Buenos Aires, Taipei, Autun, Roma, Popayán, Los Ángeles, autora de Historia del movimiento coral y de las orquestas juveniles en Venezuela, junto a Ana Mercedes Asuaje de Rugeles y Bolivia Bottome para la colección Cuadernos Lagoven, nacida el 3 de junio de 1953, orden Diego de Losada y músico que hay que ver y oír, es patrimonio nuestro. Patrimonio cultural con su humanidad.
Faitha Nahmens Larrazábal
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