El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, hablando en un evento de su campaña electoral en Montoursville, Pensilvania, el 31 de Octubre de 2020. Mandel Ngan | AFP
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La importancia de la opinión de un venezolano sobre Trump oscila entre lo irrelevante y lo intrascendente, a menos que refiera sus argumentos al futuro de Venezuela, en cuyo caso alcanza niveles desquiciantes. Colocar nuestro porvenir sobre la espalda de Trump es como montar el país en una montaña rusa. Grandes emociones, pero vuelves siempre al mismo punto de partida, aunque cada vez más maltrecho y más escéptico.
Una posibilidad es hablar de Trump con ínfulas de reflexión histórica referida a un pasado y a un futuro más vasto y remoto, casi bíblico. Al menos así lograremos divertirnos examinando, a través de él, nuestra noción del mundo y de la vida. El no poder votar por Trump, ni a favor ni en contra, nos da un engañoso aire de imparcialidad que nos ayuda a controlar nuestros fanatismos.
Digo esto como antesala para confesar que he vivido estos días previos a la elección en un estado de encantamiento. Detesto a Trump tan profundamente que debo revisar si hay algún trauma en mi infancia. Me resultan repulsivos cada uno de sus gestos con las manos o como endurece o distiende los labios mientras le suda la barbilla. No soporto su tono de voz, fotos, videos, twits, corbatas, ni sus explicaciones con la subsiguiente aclaración, días después, de que eran bromas o sarcasmos. También me dan grima las fachadas de sus casinos y el dorado de su decoración. Todo me espanta, pero sin llegar a tocar fondo. Siempre hay algo cómico, inaudito, bufonesco, que me toca alguna fibra entre la piedad y una risa perezosa que me impide llegar a niveles de odio. Y es entonces cuando la voz de mi conciencia me castiga musitando como en un acto de contrición: “Trump es una oportunidad de conocerme mejor”.
Obama dijo una vez que el peor enemigo de Trump era el viento. Se refería a esa pelusa indescifrable que lucha por parecer de un color natural. Fue un comentario gracioso, casi poético, y justo en esta dimensión estuvo el error. Toda poesía, toda metáfora, es una premonición, y el mayor aliado de Trump han sido los vientos que soplan, al menos hasta las pestilentes brisas de la pandemia.
Obama viene al caso para examinar mi obsesión con Donald Trump por ser, al menos en los redoblantes gástricos de mi estómago, su absoluto opuesto. Todo en Obama me agrada, me atrae y quiero imitarlo. Soy un irresponsable adorador del que no hay que confiar. Cuando se llega a estos estados de alelamiento que lindan con lo mitológico, no estamos en capacidad de ofrecer opiniones válidas. Al contrario, tanto la figura detestada como la adorada, nos está definiendo mil veces más que nosotros a ellas. Se han convertido en arquetipos.
Los arquetipos son modelos ideales que nos sirven, o nos dominan, como ejemplos de perfección. Es evidente la fuerza y el poder que pueden ofrecer, o imponernos, estas referencias, estas maneras de ser, y resulta que los Estados Unidos ha convertido sus arquetipos en exitosos productos de exportación.
Pareciera que la política norteamericana se hubiera estructurado y moldeado para convertirse en espectáculo y mantener al planeta en vilo hasta este próximo martes. En el último cuarto de siglo se ha dado una sucesión de arquetipos capaces de generar niveles insólitos, no sólo de popularidad; también de bipolaridad. Ni Hollywood en los tiempos de Frank Capra hubiera sido capaz de crear una saga tan extrema y mutante como el pasar de Clinton a Bush, de Bush a Obama y finalmente de Obama a Trump. El Extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde de Stevenson se queda pálido ante semejantes transformaciones. Estos binomios tienen algo de insólito patrimonio o “bienes heredados de padres extremadamente disímiles”. Creo en alternativas, pero esta última me ha resultado agotadora.
Hace poco pude ver en Netflix una biografía de García Márquez. Aparte de escenas de su vida, aparecen diferentes conocedores de su obra, desde Plinio Apuleyo hasta una vieja novia catalana. Pues resulta que quien habla con mayor profundidad es Bill Clinton, amigo del escritor y su ferviente admirador desde que era un estudiante de leyes en Yale.
Un mes más tarde estoy viendo un magnífico documental sobre John Coltrane, dirigido y producido por un equipo distinto al de García Márquez, y resulta que vuelve a aparecer Bill Clinton hablando con una ternura y una sabiduría que me conmovieron. ¿Alguien en su sano juicio podría imaginar a Bush o a Trump disertando sobre García Márquez o John Coltrane?
Carl Jung es quien más y mejor ha explorado el origen y las implicaciones de los arquetipos como símbolos culturales grabados en el inconsciente colectivo (algo que linda peligrosamente con la colectivización del inconsciente). Sus ideas se presentan en una clasificación de doce arquetipos que no voy a enumerar por no haber encontrado la fuente original, sino algunas versiones poco confiables. Por parecerme inspiradores, me atrevo a presentar los tres que más se acercan el personaje principal de este ensayo:
El bufón
Un loco que no tiene máscara y suele despojar de sus máscaras a los demás. No se toma en serio, porque lo suyo es disfrutar de la vida. Puede ser libidinoso y glotón. Se burla de todo, haciendo que las cosas no sean tan rígidas. Su miedo más grande es ser aburrido y aburrir a los demás. Frase favorita: “Grab them by the puzzy”.
El forajido
Un transgresor y provocador completamente independiente de la opinión de los demás. De hecho, le agrada ir en contra y piensa con cabeza propia, no por influencia ni por presión. Puede tornarse autodestructivo. Su filosofía es que las reglas se hicieron para romperse. Es un fanático radical y a veces delirante, capaz de destruir todo aquello que no le conviene o no comprende para protegerse de posibles amenazas. Su mayor talento es la extravagancia y un lenguaje sin barreras. Su frase: “Nobody has done more for Black Americans than I have”, es un caso evidente de racismo por su desprecio a los líderes que se han jugado la vida por una sociedad sin discriminación racial.
El héroe
Tiene una vitalidad y una resistencia descomunal y se empeña en luchar por el poder mismo. Prefiere cualquier cosa antes que perder. De hecho, no pierde porque no se rinde. Podría ser demasiado ambicioso y controlador. Es competente y valiente, por un lado, pero arrogante y tonto por otro. Siempre está en busca de su próxima batalla y le da la bienvenida con los brazos abiertos. Su mayor miedo es ser débil o vulnerable y su mayor debilidad la arrogancia. Frase emblemática: «I could stand in the middle of 5th Avenue and shoot somebody and I wouldn’t lose voters«
Si alguien no está de acuerdo conmigo, y ni siquiera con Jung, no se preocupe; yo tampoco me siento muy seguro. Mi escogencia es una descarada proyección que habla más de mí, un simple mortal, que de Trump, quien ya ha adquirido suficiente inmortalidad para perdurar en nuestra imaginación más allá de los días o los cuatro años que le queden como presidente.
Jung nos advierte que no alcanzamos la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciéndonos conscientes de nuestra oscuridad. Según esto, no nos conviene rechazar o venerar a Trump como unos certeros iluminados, sino examinar lo que su imagen significa como exploradores perdidos en la caverna de nuestras vidas y sociedades. Ya lo dice el dicho: “Si ves algo bueno, imítalo. Si ves algo malo, revísate”.
El problema surge, sugiere San Pablo, ante aquello que nos repugna y al mismo tiempo nos atrae.
Desde el fanatismo que ya he confesado, mi argumento principal cuando converso con amigos muy queridos que creen en Trump, transita más o menos por los siguientes argumentos:
—Pero cómo te puede gustar un tipo que detestas y no quisieras tener ni de padre ni de hijo, ni de hermano, ni siquiera de cuñado.
Hay todo tipo de respuestas. Comparto la que está más fresca:
—Si tengo que tenerlo de cuñado prefiero que sea el hermano de mi esposa y no el esposo de mi hermana.
Otro amigo me dijo algo que tiene que ver con el arquetipo del bufón:
—¿Y quién te dijo que yo detesto la personalidad de Trump? A mí me encanta ese carajo. Hay que tener bolas para decir que si Ivana no fuera su hija le echaría los perros. Eso es amar la vida.
Hay otro tipo de argumento que nos asoma a un panorama estrictamente político:
—Biden es de un socialismo acelerado por su demencia senil. Solo Trump puede acabar con esos comunistas de mierda.
Estoy seguro de que muchos alemanes amarían a Hitler por sus ideas y hasta por su extraña apariencia, pero, para alcanzar tanto poder, debe haber necesitado de un inmenso contingente que, aunque les repelía su personalidad fanática, consideraban que era el único capaz de enfrentar a los comunistas y a los judíos. Y tenían razón. Hitler demostró ser un obsesivo exterminador a niveles que la humanidad desconocía. Sin embargo, su gesta culminó, a un precio terrorífico, espantoso, impulsando el comunismo y el judaísmo a un nuevo lugar en la historia universal.
No soy tan imbécil como para comparar a Trump con Hitler, pero he utilizado la manera más drástica de exponer que debemos tener cuidado con las personas que a lo largo de sus vidas dejan un rastro de inmoralidad y decidimos convertirlos en caballeros andantes que vencerán el mal. Estos personajes pueden generar una reacción más fuerte que sus acciones más drásticas.
Ciertamente Trump es un natural acelerador de pasiones. La ecuación de que es detestable, pero es el personaje que más nos conviene puede llevar a que nos convenga detestarnos a nosotros mismos.
Volviendo a Jung, no creo que estamos viviendo tiempos luminosos. La alternativa entre Trump y Biden no tiene la fuerza de las anteriores. En el mejor de los casos, Biden es un sucesor de Obama que aun no tiene categoría de arquetipo. Todo el peso y el atractivo de la contienda está en Trump.
Entiendo que Joe Biden ha anunciado que no se lanzará para un segundo período pues terminaría con 86 años (el 20 de noviembre cumple 78 años). De ser cierto que hizo tal anuncio, imagino que alguien le habrá preguntado: “¿Por qué inicias lo que no puedes terminar?”, ya que dos períodos es lo permitido, lo normal, lo aconsejable. Y resulta que esta pregunta tendría que habérsela hecho su contrincante, Donald Trump, quien ya ostenta el título del presidente más viejo, hasta ahora.
El actual espectáculo no augura un rejuvenecedor amanecer, pues no solo ha bajado el nivel de los arquetipos, además han envejecido. Quizás este sea el síntoma más arquetipal y desconcertante en un mundo de innovaciones y desconcertadas esperanzas.
Federico Vegas
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