100 AÑOS DE IFIGENIA

Teresa de la Parra o la ansiedad del camino

29/06/2024

Teresa de la Parra. Fotografía extraída de «Cuba en 1928: Reminiscencias, documentos, informaciones, gráficos, artículos y opiniones del vii congreso de la prensa latina» | Wikimedia

I

Breve Esbozo de una inquietud

Más que en sus libros, que son preciosos, el verdadero drama de Teresa de la Parra está plasmado en sus cartas. Estas son numerosas y, aunque aparentemente inconexas, conservan una unidad ideal que no se interrumpe con los años ni por la diversidad de los temas que trata. La finura de su espíritu se revela precisamente en la distribución de sus materias de las que habla a sus distintos corresponsales según el temperamento o las preferencias intelectuales de cada uno.

Teresa escribió largamente a sus amigos y aunque todavía muchas de sus epístolas permanecen inéditas –sobre todo las que dirigió a gentes de Colombia, Cuba y otros países americanos (1)- la mayor parte de ellas ha sido recogida ya en dos volúmenes: uno que se editó en Caracas en 1951 y otro que había de editarse en París y cuyas pruebas tuve oportunidad de ojear en aquella ciudad. El primero de estos volúmenes incluye cartas para el Dr. Vicente Lecuna y Don Rafael Carías (venezolanos), y para el Dr. Luis Zea Uribe (colombiano); el segundo sólo para Carías.

Seguramente la obra capital de Teresa de la Parra es la novela “Ifigenia”, escrita en Caracas por los años 1920 a 1922. Y no sólo por su relativa originalidad su bello y fino estilo, tan plástico y penetrante, sino por el significado simbólico que da allí la escritora a su propia existencia cargada de anhelos y de inquietudes espirituales. “Ifigenia” (2) es la biografía imaginaria, proyectada en el convencional universo de la novela, de una mujer que quiere ser otra pero que no está completamente segura de poder serlo. En sus páginas se condensa una crisis que no tarda en desbordar los linderos de la ficción para verterse en la realidad de una vida rodeada de frustraciones y cuyo sentido jamás llegaríamos a conocer si no existieran esas hermosas cartas llenas de atisbos y de indicios reveladores.

Se sabe ya que la escritora nació en París el 5 de octubre de 1890 y que, pasados los años caraqueños de su niñez (los que se evocan en las “Memorias de Mamá Blanca”), su adolescencia y buena parte de su juventud discurrieron en Europa donde adquirió los elementos fundamentales de su educación. Tuvo, de consiguiente, una formación cultural europea. Propensa por la naturaleza a la introspección y a la contemplación panteísta de los fenómenos naturales, ciertas lecturas la inclinaron en determinados momentos hacia el misticismo (3). No debe olvidarse que durante algunos años fue pensionista, en una ciudad del Levante español, de un colegio de señoritas regentado por religiosas. Las vidas y las obras de Santa Teresa y de San Francisco, saboreadas en las perspectivas del barroquismo ibérico, habían de crearle entonces espejismos confusos que más tarde se articularían emocionalmente a los conceptos y los prejuicios tradicionales del solar caraqueño.

Teresa volvió a Venezuela en 1911, en plena eclosión de su juventud y de su belleza. Ya aquí, en la tierra de sus mayores, bajo los aleros de tejas de las aplastadas casonas, en la verde penumbra de las haciendas y ente amables o adustos fantasmas de la Colonia, la tempestad se desencadena. “Ifigenia” es el relámpago. Las cartas, la lluvia, el llanto de las nubes deshechas. Y, entre la una y las otras, ese arroyuelo de ternura y de nostalgia infantil que son las “Memorias de Mamá Blanca”.

Teresa de la Parra es por sobre todo una artista, y esto es lo que no se debe olvidar para su cabal comprensión. Lejos está de ese tipo de revolucionaria política o ideológica que han querido ver en ella ciertos propagandistas empeñados en convertirla en una caricatura de sufragista. Su proyección estética y tal como su drama gira siempre alrededor las concepciones de la Belleza. ¿Habría que decir que para ella no fue la belleza una mera actitud sino una manera de vivir en armonía con la conciencia? Léase con atención su epistolario, examínese el sentido profundo de sus palabras, y se verá cómo se identifican en ella el arte y el espíritu. Elegancia, ritmo, estilo, todo eso tiene en su pensamiento la misma penetrante significación; son conceptos unidos por un hilo secreto. Sin embargo, con decir que el arte es espíritu no se ha resuelto ningún enigma; apenas se ha suscitado un problema que vemos planteado en cada una de sus misivas. ¿Qué es el espíritu? He aquí el interrogante que parece guiar a nuestra escritora desde los días de su adolescencia hasta las horas blancas y atormentadas del Sanatorio, pasando por el paréntesis tropical de Caracas, atiborrado de prejuicios y descoyuntado de languidez, y por las horas deslumbradoras de la Ciudad Luz en las que su vida gira por un momento en un torbellino de imaginaria emancipación.

Caracas tiene para Teresa el sentido de rebeldía que da forma al drama del sacrificio. Aquí es ella la señorita que se fastidia y que busca en las mismas imágenes que la rodean y casi la asfixian, un romántico estímulo para la libertad. En la penumbra de la Colonia, a donde suele ir a buscar sus ejemplos, se incubó la independencia y se desarrolló el romance de las hermanas Aristeguieta (Las Nueve Musas) con sus sugestivos contrastes de libertad y de sacrificio. Recostada en su hamaca de hilo, bajo las palmas de los chaguaramos y saboreando un vaso de carato de guanábana, la señorita deslíe su fastidio y al mismo tiempo descompone y analiza los elementos de su problema. Y allí llega a la conclusión de que el sacrificio vino de España y la independencia de Francia.

Acaso en algún momento Teresa pensará en una gran misión libertadora encomendada a la mujer; una misión que los hombres no habían sabido cumplir: la de la independencia del espíritu, complemento o florón de la independencia política. Entonces debió contrastar sus modelos hispánicos –Santa Teresa de Jesús sobre todo- con los modelos franceses –Santa Genoveva, Juana de Arco y las grandes artistas y pensadoras de Francia- y relacionar el contraste con los de la vida de sus propias antepasadas caraqueñas –las Aristeguieta principalmente- para extraer de allí una lección que la decidiera a cortar el nudo de su propio destino. Pero ¿es lo que corta en efecto? Sus conferencias de 1930 y cartas nos darán la respuesta. Sus cartas a Carías, a Lecuna y a Zea Uribe en cuyo desarrollo se pueden seguir los tres ciclos espirituales de su interesante aventura.

II

La esencia y la forma

Más por lo que conservó en su secreto laboratorio de sueños que por lo que pudo extraer de él, Teresa de la Parra nos recuerda algún personaje de Stephan Zweig: uno de esos torsos animados por el espíritu que por falta de tiempo u otras circunstancias extrínsecas no completaron la parábola de su vida. Quizá Zweig la hubiese hallado un poco voluble y un poco diletante, pero sin duda plena de interés y de vitalidad ideal. Su volubilidad y su diletantismo fueron el sello característico de su oriundez tropical y esto es lo que hace más intenso su drama ya que este drama en sí mismo no es otra cosa que una lucha incesante entre sus vivencias del trópico y sus anhelos de universalidad. La intuición del destino mortal y la angustia del camino que conduce a una vida sin fin, incorporan a esta mujer a la falange de los que buscan la curación por el espíritu.

Teresa es quizá la figura más compleja y sugestiva que ha producido la literatura hispano-americana en los últimos tiempos. Y lo que es menos por lo que escribió que por lo que anheló escribir. Lo es, sobre todo, por el dramatismo que frustra, con su propia existencia, su confuso deseo de plasmar la simbiosis estética entre lo europeo y lo americano. Este deseo es el que orienta hacia la apetencia de Europa: esta esperanza de poder lograr, en un mensaje bidimensional, la amalgama artística de los dos ámbitos de cultura. América es hija (o hijastra) de la civilización europea, pero América posee su propia savia, su propia fisionomía, su propia vida tan caudalosa que se desborda sin contención hacia lo externo y lo pintoresco. Mientras se fastidiaba en Caracas ella debió leer estas frases escritas por Humboldt a raíz del gran cataclismo de 1812 que sepultó a diez mil caraqueños bajo las ruinas de la ciudad colonial: “Abarcando una ojeada este vasto paisaje apenas es de sentirse que se vean las soledades del Nuevo Mundo embellecidas por la imagen de los tiempos pasados. En todas las partes de la zona tórrida en que la tierra, erizada de montañas y tapizada de vegetales, ha conservado esos rasgos primitivos, no se presenta ya el hombre como centro de la creación. Lejos de domar los elementos, no procura sino sustraerse del imperio de ellos”. El frenesí de representaciones somáticas y de imágenes externas, de paisajes desmesurados y de aniquilamiento y recreación de la materia silvestre, es lo que oculta al americano –sobre todo al del trópico- la visión del espíritu. Fértil para la sugestión de metáforas coloridas, este paisaje es estéril para las semillas de la filosofía, de la ética y la estética. Por ello, hay que abonarlo con las experiencias espirituales del Viejo Mundo, las cuales servían al hombre de América para la elaboración de sus propias ideas. La reprimida angustia de Teresa, sin titubear en busca de un instrumento apto para expresarla, su mal disimulada repugnancia por la delirante objetividad de sus compatriotas, da la clave de su vida interior tan profunda en contraste con la brevedad de su existencia física. El paisaje tiene en su pensamiento un valor subjetivo que se ilumina con finas luces extraterrenas. Es por esto uno de los pocos escritores tropicales en cuya literatura el paisaje no tiene un valor protagonista. El centro vivo del interés es para ella la problemática humana y espiritual. Sin embargo, como producto de América, como amorosa de América, cree que su fórmula tiene que ser americana y así lo dice a Rafael Carías en alguna de sus misivas: “yo no me siento capaz hoy día de escribir sino cosas criollas” (carta de marzo 5 de 1927).

A raíz de esta declaración surge su segundo libro –“Las Memorias de Mamá Blanca”- que es a la vez que un tributo de afecto a la memoria de Emilia Barrios, su “segunda madre”, fallecida en Caracas en 1924, una especie de justificación de su papel de escritora y una réplica a sus compatriotas venezolanos que no han cesado de mortificarla con sus reticencias, sus murmuraciones y sus sarcasmos. Pero este libro, con ser tan bello, y por más que ella misma lo considere superior a Ifigenia, tampoco colma su imprecisa ambición estética. Poco después estallará el drama de la enfermedad que ha de llevarla a la tumba. Su vida cambia completamente. De la ciudad bulliciosa, de las playas elegantes, de los dancings y las casas de modas pasa bruscamente a la nevada prisión de un Sanatorio para tuberculosos. ¿Cuál mejor lugar que éste, lleno de soledad y poblado de larvas ideales, para ensayar definitivamente la fórmula soñada? Sin embargo, no la ensaya. Es allí precisamente donde conoce la desconcertante rebelión de las formas: la rebeldía del instrumento. Y entonces, ante la imposibilidad de reprimir el torrente de emociones y de pensamientos que casi la ahogan, recurre a las cartas. Esta es la válvula por la cual se canalizan los elementos del gran libro que no pudo escribir.

Cierto amigo mío, parisense, buen catador de lecturas hispanoamericanas, que me ha señalado dos circunstancias que en su opinión limitan el ámbito intelectual de nuestra escritora: una de ellas es la de su escasa penetración en el ambiente artístico del París de su tiempo; otra la de su parva producción literaria y particularmente la de su insistencia en la forma autobiográfica de sus novelas. En los días de la post-guerra, cuando Teresa llegó a París para establecer allí su residencia definitiva, el ambiente literario y artístico de la gran urbe era como nunca propicio para la asimilación de profundas experiencias humanas y de fascinantes resonancias estéticas; sin embargo, ella permaneció casi al margen de este arrollador movimiento que arrastraba a los espíritus curiosos de todos los rincones del mundo. Resonaban entonces los nombres de Proust, de Anatole France, de André Gide, de Romain Rolland; en Le Boeuf sur le Toit se anunciaba Cocteau en un ambiente de escándalo; en la Opera triunfaban los ballets rusos y en las salas de exposiciones los cubistas y dadaístas. Ella, en cambio, prefirió permanecer en el reducido círculo de un pintor español –Beltrán Masses y Masses- y de algunos escritores hispanoamericanos cuyo nombre nunca logró trasponer las barreras del erizado cosmopolitismo parisién. ¿Cómo explicar esta limitación? La teoría del fenómeno es, sin duda, compleja pero no se contrae exclusivamente a Teresa de la Parra, sino que se puede extender a todos o casi todos los intelectuales hispanoamericanos –a los venezolanos en particular- que van a vivir en París. Quizá fue ella de las que más penetraron a través de esa línea Maginot que han erigido en torno a sus vidas los escritores franceses, pero aunque así no fuese, el hecho que señala mi amigo francés no es más que un factor para la solución del problema de nuestra escritora; un dato, entre otros, para el análisis espectral de su lucha entre lo tropical y lo universal. Por mi parte, aunque reconozco la gran importancia que tiene esta observación, prefiero detenerme en la otra, en la de su insistencia en lo autobiográfico, por las complicaciones que sugiere en la problemática del temperamento y la cultura personal de Teresa. En efecto, lo que pretende sugerir este observador es que nuestra artista carece, si no de fuerza creadora para desbordar las fronteras de su particular experiencia, sí de conocimientos del mundo, de familiaridad con los vicios y las virtudes humanos y de libertad suficiente para atreverse a romper los moldes espirituales que le forjaron su educación religiosa, sus preocupaciones sociales y su tradicional concepción de lo moral y lo inmoral en los actos del hombre y de la mujer, con lo cual quiere demostrar la última instancia que Teresa no podía ser sino una novelista de un solo tipo de personajes y que en ello reside la clave de la parvedad de su obra. ¡Cuán rica, cuán prolífica, en cambio, la novelística europea y en particular la francesa! He allí a Balzac, a Hugo, a Proust a Roger Martin du Gard, a las mujeres novelistas: George Sand, Marcelle Tynaire, Colette, Millonarios en experiencias de todas clases, pródigos en caracteres humanos.

Así se ha expresado mi amigo y su reparo parece lógico, pero ¡lo es en efecto? ¿Qué sabemos sobre lo que pudo llegar a ser nuestra escritora si la muerte no interrumpe el proceso de su madurez intelectual y espiritual en la plena sazón de su madurez biológica? Teresa muere a los cuarenta y seis años, esto es, a la edad en que el intelecto comienza a digerir plenamente las experiencias acumuladas y la cultura adquirida. A su edad Goethe producía el “Fausto” y Cervantes “El Quijote”, Balzac está aquí fuera de concurso porque Balzac, como Víctor Hugo, Fue un monstruo de la novela. En cuanto a George Sand, a la Tynaire y a Colette son novelistas que superan lo autobiográfico al correr de los años y mediante experiencias que Teresa no conoció o que apenas pudo entrever demasiado tarde. Piénsese además en todo lo que tiene que vencer una mujer educada a la española, no ya para ser una escritora, sino para firmar con su propio nombre, y se tendrá una mejor comprensión del caso de Teresa de la Parra.

III

El gran enigma

En toda obra de arte, y sobre todo en la novela, hay mucho de autobiográfico. Esto ha sido ya señalado sobradamente. Son las vivencias del artista las que dan su fisionomía al universo de sus creaciones. La novela, sean cuales fueren sus características formales, su temática y su doctrina estética, es y seguirá siendo el espejo que se pasea por un camino, según la certera definición de Stendhal. El novelista, de consiguiente, tiene que conocer el camino y mientras más caminos conozca, más rica, abundante y varia será su obra. Esto fue lo que faltó a Teresa de la Parra: transitar caminos. Y entre ellos el del amor. Revisemos brevemente su vida: al salir del colegio en España permanece por poco tiempo en Italia, en esa hora fugaz y casi sonámbula de la niñez en la que la mujer es una mariposa atraída por los colores y las dulzuras superficiales. De Europa viene a Caracas y aquí permanece durante doce años casi prisionera de los prejuicios y preocupaciones que pinta tan a lo vivo en “Ifigenia”. Va luego a París y la seducción de la gran ciudad se apodera nuevamente de ella para iluminar solamente esa superficie del alma que forma la antesala de la personalidad. Véanse a este respecto sus cartas a Rafael Carías, todas llenas de “trapos” brillantes, de cabarets, de ilusoria vanidad de literata halagada por los elogios de admiradores que miran más a su cuerpo que a su talento. ¿Cuáles son los caminos que se abren entonces ante ella? Los de una banal literatura, unos viajes a Colombia y Cuba rodeados del brillo epidérmico propio de estas empresas. Allí habla de cosas, de acontecimientos y de personajes que no ha conocido por sí misma, sino que la acompañan esquemáticamente desde la escuela: cosas, hechos y personajes históricos. Naturalmente a lo más que puede llegar con estos ingredientes es a elaborar, o mejor, a ilustrar una doctrina estética y un concepto de libertad personal que no son creación suya sino patrimonio y bandera de su época. Lo más trascendente que le ocurre durante este viaje es su encuentro con el amor. Pero ¿cuál es la índole de este amor? ¿De qué substancia se forma? ¿Cómo y por cuáles caminos llega hasta ella? He aquí un aspecto de la vida de la escritora digno de ser meditado y analizado porque en él reside el gran enigma de su existencia y de su obra en escorzo. Lo que ella encuentra realmente no es el amor, sino el fantasma del amor, su presentimiento.

Pocas son las alusiones que sobre este particular encontramos en los libros, el epistolario y los recuerdos orales y documentales de Teresa de la Parra, si se exceptúan su supuesto y fugaz noviazgo con el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide y el bello y doloroso romance que describe en “Ifigenia” y que más que la evocación de un hecho cumplido parece la nostalgia de un sueño.

El presentimiento del amor a que me refiero en relación con su viaje a Colombia es el que le proporciona su encuentro con la huella dramática de Bolívar. En realidad, ella no conoce a Bolívar hasta que lo descubre en su diapasón amoroso. En Venezuela sólo vio al héroe declamatorio, literaturizado y politizado. En Colombia está el mártir, el amante, el hombre. Y esta visión que arranca a la artista lágrimas de ternura, enciende en su corazón una chispa desconocida. Bolívar es, pues, su maestro de amor y ella lo convierte por un momento en su paradigma. Entonces concibe la idea de escribir su biografía o “vida íntima” en los términos que anuncia en sus cartas a Don Vicente Lecuna. Pero, ¿es esto bastante? No. No lo es. Para que la substancia ideal del amor pueda convertirse en materia literaria e intervenir en una creación de arte, es necesario que se trasmute en substancia humana. He aquí el enigma. Antes de que esta transformación tenga oportunidad de realizarse en Teresa, irrumpe la tragedia. Y en vez del amor lo que llega para ella es la muerte.

Tal es el caso literario y humano de esta mujer singular que vivió en una constante ansiedad. Un caso de insuficiencia temporal y de confusión ante los caminos. Ella poseyó, sin duda, los elementos para realizar una grande obra de novelista: cultura literaria, histórica y artística; exquisito gusto, fino y terso estilo, agudo sentido de la ironía (ese ingrediente esencial de la buena literatura tan escaso en los escritores del trópico), hondura de pensamiento, ternura, generosidad, dimensión filosófica. Careció empero de experiencia vital para desbordar el marco de su propia limitada historia y dar vida a otros caracteres proyectados más allá de su propio drama. Si hubiese llegado a adquirir estas experiencias, las mismas materias que trató en sus tres conferencias de Colombia y Cuba –temas de la Colonia con figuras cargadas de significación potencial- la habrían ofrecido una inagotable cantera. La novela de las hermanas Aristeguieta, por ejemplo; la de Teresa Toro, la de Fanny de Villars, la de Mamá Panchita Tovar, la de Teresa Soublette, la de la monja Teresa, última sobreviviente de aquel “cigarral de virtudes” que Guzmán Blanco deshizo para edificar el Capitolio de la República, y la del propio Bolívar con Doña Manuela Sáenz, constituyen un material digno de una comedia americana llena de vigor balzaciano. Debemos creer que fue la muerte quien no lo quiso.

He hablado de enigma al tocar el delicado tema del amor en relación con la vida de la escritora, y como éste es un tema que puede prestarse a torpes especulaciones al caer en manos de gentes sin sensibilidad y sin cultura, quiero decir aún algunas palabras que dejen las cosas en su debido lugar. La vida de Teresa de la Parra estuvo siempre llena de amor, fue un manantial amoroso, sólo que ella, como ser de excepción, tenía que actuar al contrario de los seres comunes cuya tendencia es reducir a materia la parte ideal del amor. Su propensión fue, pues, la de idealizar la materia y por ello no sería tan extraño el que su experiencia en el mundo de los afectos llegara a producirle decepciones capaces de herir su sensibilidad hasta el punto de producirle lo que podríamos llamar un complejo de idealización del amor, o lo que es lo mismo, de misticismo.

Poco valor tienen la perfección estilística, la riqueza de imágenes y la vastedad de conocimientos de un escritor cuando estas excelencias se emplean para producir una obra cerebralista. El cerebralismo puede llegar a la máxima destreza expresiva, pero nunca a poseer la eterna vigencia del arte. Por haber sido su vida un manantial de amor es que la obra de Teresa de la Parra, tan breve y tan circunscrita en el radio de sus vivencias, ha logrado vencer las corrientes hostiles de la incomprensión de su época y perdurar en la simpatía de las gentes. El secreto de su perdurabilidad está en que para ella la vida y el arte no fueron dos cosas distintas, sino que las hizo una sola el aglutinante maravilloso de su sensibilidad amorosa

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Notas:

1. A Luis Edo. Nieto Caballero, Guillermo Valencia, Lydia Cabrera, Gonzalo Zaldumbide, etc.

2. Teresa, como Goethe, toma este nombre de una tragedia de Eurípedes, pero al contrario de lo que hace el poeta alemán, cuya “Ifigenia en Táuride” reconstruye el drama clásico con todos sus elementos originales, la venezolana se limita a proyectar sus resonancias simbólicas en un drama moderno totalmente construido con elementos venezolanos. En una entrevista con Edmundo Chispa publicada en “El Nuevo Diario” de Caracas, en 23 de febrero de 1923, la propia escritora explica el hecho con estas palabras: “Como ve, es el título pomposo de la tragedia griega, y es que, a mi heroína, María Eugenia Alonso, como a la blanca hija de Agamenón, también la sacrifican. Es la víctima, la eterna víctima silenciosa que es el egoísmo de los hombres necesita inmolar siempre a unas deidades más o menos imaginarias…”

3. “En su primera juventud fue muy mística y creo que siempre siguió siéndolo en su alma como consta en sus cartas”. Declaración de Doña María Parra de Buenimovitch, hermana de Teresa, en un cuestionario que le sometió el autor de este trabajo

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Publicado en: Revista Shell. No. 9. Caracas: Compañía Shell de Venezuela, 1953. Pp. 4-7

Trascripción: Nicole Jiménez (Museo del Libro Venezolano)


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