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Como parte del homenaje a Teresa de la Parra, adjuntamos el capítulo “Teresa dela Parra”, del libro La prosa de ficción en Venezuela., de Dillwyn Fritschel Ratcliff, editado originalmente en 1933 por el Instituto de las Españas en los Estados Unidos, y traducido por Rafael Di Prisco y editado en Caracas en 1966 por Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela.
Ifigenia, la historia de un matrimonio “afortunado” –Las memorias de mamá Blanca– La serenidad del autor –su estilo.
La novela Ifigenia (Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba) fue escrita por Ana Teresa Parra Sanojo, cuyo nombre de escritora es Teresa de la Parra. La obra ganó el primer premio en un “Concurso de novelistas americanos”, en París, en 1924, y se publicó allí mismo el mismo año. Es una novela de aproximadamente 150.000 palabras y se divide en cuatro partes. La narración está hecha enteramente en primera persona. La parte I se intitula: Una carta muy larga donde las cosas se cuentan como en las novelas. Las otras tres partes dan a entender que son extractos del diario de la heroína y se titulan: El balcón de Julieta, Hacia el puerto de Aulide e Ifigenia.
La carta y el diario son, por supuesto, convenciones literarias que ni la autora ni el lector esperan tomar muy en serio; no obstante, hay formas a las que se presta admirablemente el estilo claro, natural y coloquial de la narración. Toda la novela -con sus justas observaciones y sus conversaciones de trapos y de tonterías, sus digresiones y sus caprichos, todo junto con sus travesuras que a menudo se vuelven ironías- es como una siempre agradable y a menudo estimulante conversación con una poco común, inteligente, hábil y bien educada mujer.
En el Prólogo a la novela, Francis de Miomandre, dice de su autora:
Ingenuidad: he aquí el don más evidente, y el más precioso también, de Teresa de la Parra. Es difícil imaginarse una carencia tan absoluta de pose, una naturalidad tan fresca y tan sincera. Al lado suyo las demás escritoras, aun las mejores, parecen o haberlo escondido todo, o haber enseñado demasiado; hipócritas o cínicas, líricas embriagadas de palabras o realistas o cargadas de precisión fisiológica. Lo que sorprende de la autora de Ifigenia es este tino exquisito para expresar los sentimientos, esta moderación, este equilibrio, este tono de conversación familiar
Debe recordarse, sin embargo, que Teresa de la Parra es una joven mujer que ha leído, que está bien informada, y que ha viajado mucho. Su “ingenuidad” no tiene nada que ver con su candor o simplicidad; sus afirmaciones francas reflejan una viva curiosidad y una clara visión de una mente directa.
Esta franqueza, esta necesidad de ver y comprender las cosas como ellas son, se manifiesta una y otra vez. Hay referencias a hechos generalmente aceptados y comprendidos como, por ejemplo, la necesidad de mentir o la comodidad y seguridad que una linda chica deriva de mirarse en un espejo. Las realidades de la vida, como opuestas a las literarias se expresan en las siguientes líneas:
… Las novelas, tía Clara, están llenas de discreción, la más inmoral, ¿oyes?, la más inmoral, la peor de cuantas he leído, al llegar a ciertos momentos cierra el capítulo o pone puntos suspensivos, mientras que personas muy severas y muy respetables, los han llevado a la práctica esos puntos suspensivos, los han ilustrado como quien dice, y eso, eso, es lo que yo encuentro injusto para con las novelas y muy, muy contradictorio en general
Un momento antes nuestra heroína ha presentado sus respetos a la frase El pudor de las esposas y de las madres, diciendo:
…Al fin y al cabo comprendo y me explico perfectamente que las monjas del colegio, por ejemplo, tuviesen en aprecio la inocencia y elogiasen el pudor, después de todo: ¡eran vírgenes!, pero que se hable de pudor, cuando se ha perdido la virginidad, cuando se ha tenido varios hijos… ¡ah! no, ¡eso es absurdo!
El siguiente pensamiento, que no es descarado ni iconoclasta, es también característico de la escritora:
…yo creo que el tener novio es un acontecimiento para mí de bastante importancia. Meditándolo bien y con calma, echo de ver la importancia de semejante acontecimiento, no solamente se relaciona con mi vida actual, sino que tendrá quizás una gran influencia en la vida futura de las generaciones venideras, puesto que del novio resulta el matrimonio, del matrimonio los hijos, de los hijos los nietos, y de los nietos los bisnietos, una larga descendencia, que puede multiplicarse hasta lo infinito, infiltrarse por todos lados e influir así notablemente en el destino del mundo. Esta idea, basada en la virtud de las progresiones geométricas, me llena de satisfacción, porque despierta en mí el sentimiento de mi importancia en cuanto a entidad humana, me dice que seré quizás el tronco de una complicada trabazón de ramas genealógicas, y me advierte que mucho antes de mi nacimiento, era ya un eslabón indispensable e indestructible de esta larguísima cadena humana, cuyo origen se esfuma en lo más oscuro de la prehistoria, según el decir de algunos, y según el decir de otros, verbigracia, tía Clara, no se esfuma en absoluto, sino que brilla reluciente y claro como el riquísimo broche de una cadena de oro, allá bajo las selvas del Paraíso Terrenal, en los amores virgilianos, patriarcales, y fecundos de Adán y Eva
En su interesante libro de impresiones sobre la ciudad de Nueva York, José Heriberto López expresa su sorpresa de que muchas muchachas venezolanas, incluyendo algunas de la flor y nata de la sociedad caraqueña, prefieran trabajar para vivir en una ciudad extranjera cuando ellas podrían regresar a Caracas y vivir como señoras. Después de leer Ifigenia comenzamos a comprender por qué una pobre muchacha de buena familia puede preferir el barro y la libertad de la calle cuarenta, de Nueva York, al estancamiento y la prisión detrás de las ventanas con barrotes de una casa sufrida y gastada gentileza en Caracas.
A la edad de dieciocho años, María Eugenia regresa a Caracas de París. Se entera de que está prácticamente en la miseria, gracias al descuido y a la extravagancia de su difunto padre. Vive con su abuela, una fina dama que personifica las virtudes y los prejuicios del glorioso y más próspero pasado de la familia. Como abuelita entiende, no hay sino dos profesiones abiertas para una mujer; una de ellas es el matrimonio, y la otra, ordinariamente no es mencionada en la sociedad culta. Por supuesto, hay mujeres de una tercera clase, pero son de pequeña importancia; vivir para “vestir santos” es una profesión difícil, es más bien como una muerte viviente. Sí, uno simplemente debe casarse, aunque toda la dignidad y el propio respeto se pierda en la furia del hombre-cazador y aun cuando la presa pueda no valer, del todo, el esfuerzo.
El pensamiento realista de Teresa de la Parra parece estar libre de toda predisposición favorable a como ella contempla el convencionalmente “afortunado” matrimonio. No se impresiona mucho con lo que ve; sin embargo, esto no reproduce ira ni indignación, sino diversión, ironía y traviesa ridiculez.
La ingenua y pintoresca costumbre de las jóvenes señoras caraqueñas de vestirse con sus mejores galas y sentarse en una bien iluminada ventana para ver y, especialmente, ser vistas por todo el que pasa por la calle, se parece a la exhibición de mercancía en la vidriera de una tienda. Cuando, al final de dos años de luto por su padre, se le permite a María Eugenia participar en este deporte semi-doméstico, ella dice:
…Sí. Soy en efecto un objeto fino y de lujo que se halla de venta en esta feria de la vida
Entonces, horroriza a la abuela y a la tía cantando a medio tono:
…¡estoy de venta! ¿Quién me compra? ¡Estoy de venta! ¿Quién me compra?
En el doctor César Leal tenemos al marida ideal. Es rico, lo cual es el primer requisito. En segundo lugar, sabe cómo gobernar y cuidar a una esposa. Su consorte no deberá exponerse a los peligros y tentaciones que resultan de frecuentar bailes o ir al teatro, tampoco le será permitido usar cosméticos, cortarse el pelo, o usar faldas cortas. Y si ella es algo inteligente o tiene un poco de educación, se le podrá perdonar con la condición de que, cuidadosamente, olvide el hecho. Todo lo cual esclarece grandemente la oscura profundidad de la segunda parte del pensamiento del doctor Leal, a saber:
…en la vida el hombre debe conducirse siempre: ¡como hombre!, y la mujer ¡como mujer!.
En cuanto a la religión, Leal dice:
La religión, en una mujer es completamente indispensable, y ninguna mujer tiene el derecho de decir que no cree…porque al fin y al cabo: ¿qué entienden ella de Metafísicas, ni de Biología, ni de las teorías de Lamark; ni del sistema cosmogónico de Laplace, ni de las nuevas ideas de Einstein ni de nada? …Yo, por ejemplo, no creo, yo soy absolutamente materialista; es verdad, pero ¿por qué soy materialista?… ¡pues porque yo tengo mis motivos!… yo pienso; yo he estudiado muy a fondo; yo reflexiono; yo tengo cierta capacidad mental; yo tengo mi sistema; yo tengo mi método especial; yo tengo mi etc., etc..
Caos de matrimonios infelices como el de Mercedes y Alberto Galindo, aunque bastante comunes en la vida real, no son muy atractivos ni románticos y son usualmente ignorados por novelistas o son olvidados con alguna impertinente observación en el sentido de que “ellos no pueden vivir juntos ni separados”. Mercedes detesta a su pervertido marido, pero ella es tan débil y de corazón tan tierno que Alberto fue capaz de imponerse apelando a su piedad y amenazándola con darse enteramente al abandono si ella lo deja. Mercedes dijo una vez a María Eugenia:
…¡La conciencia de sabernos indispensables nos lleva hasta el heroísmo de dar poco a poco nuestra existencia toda, sin dejar nada de ella para nosotras mismas!… ¡y es este un dévouement que nadie agradece y nadie comprende, ni aun a quien lo da como yo, ni quien lo recibe como Alberto!… ¡Hay hombres que para tormento horrible de las mujeres, después de imponernos todas las cruces y todos los sufrimientos, nos amarran a ellos con esta cadena de la compasión, que no se puede romper con nada, con nada, porque se parece mucho a la esclavitud con que se amarran las madres detrás de los hijos!…
…¿Tú crees que no sufro, María Eugenia? ¿Tú crees que no humilla y no rebaja ser la mujer de un hombre que no se niega el oprobio de tener todos los vicios? ¡Ah, sí!, humilla y dégoute horriblemente!; y esta vida íntima resulta intolerable y odiosa. Tú no puedes comprenderlo y el mismo Alberto, por más que se lo digo, no lo comprende tampoco, porque si lo comprendiera se espantaría. Las mujeres muy débiles, muy abnegadas, o muy indignas… ¡no sé!, como soy yo, que continuamos sin amor en esta vida del amor, conocemos todos los suplicios y todas las repugnancias de las mujeres que se venden por la calle al primero que pasa… ¡ah! ¡pero estas cosas no las sabe nadie, porque están ocultas y calladas bajo los convencionalismos y las leyes!…
En algunos casos, este anhelo de autosacrificio puede ser un deseo masoquista para el martirio, pero a menudo una inconfesada ausencia de respeto a sí mismo es la causa de que el espíritu tenga que crear también por sí mismo el concepto de sacrificio compensador, que puede tener alguna dignidad en su propia visión.
Por siglos los españoles, y especialmente los castellanos, han sido acostumbrados a “vida llana y pensamiento elevado”. El hispanoamericano no es siempre entusiasta de tal sistema de vida. Sí, él también tiene necesidad del pan de cada día, pero si se lo permiten, comerá torta, y con helado arriba. Por supuesto, la verdad es que la espiritualidad y el idealismo hispanoamericano siempre fingen seguridad económica cuando no lujo.
Prácticamente todos los personajes de la novela, con la excepción de la negra lavandera, están tan continuamente preocupados por el bienestar material como si fueran prósperos vendedores o materialistas yanquis. Los astutos, inteligentes y agradables son, sin excepción, “buenos gastadores” indolentes, incompetentes y por completo carentes de sentido comercial. Cuando María Eugenia despilfarra en París, inconscientemente, lo poco que quedaba de su fortuna, no hizo otra cosa que completar el trabajo que tan noblemente comenzó su irresponsable padre. La alabanza de la extravagancia y la sagrada pobreza de Tío Pancho es una pose que puede servir como cualquier otra, una vez que no existe más dinero.
Gabriel Olmedo se casó con María Monasterios, la hija de un político que lo ayudó a llevar a cabo sus negociaciones petroleras. Habiéndose hecho rico por este medio, muy pronto lo afectó su bonanza, quiso quedarse con el dinero y zafarse de la esposa.
El amor de María Eugenia por Gabriel no siempre parece muy convincente; aunque no puede haber ninguna duda sobre lo genuino de su admiración por aquellas cosas artísticas como su propia linda cara, trajes parisinos, sombreros, medias, ropa interior, lencería, orquídeas y automóviles Packards. En suma, el verdadero deseo de su corazón es una existencia elegante y lujosamente tapizada. María Eugenia no es, precisamente, un pariente lejano de las heroínas románticas que abandonan todo por amor. En efecto, este hecho preservó su virtud, pero le costó su libertad. Poque, con el propósito de encontrar una maleta de tamaño y forma apropiados, encendió la luz y fue a la cocina, donde su tía la sorprendió y detuvo su fuga.
El desagradable y deshonesto tío Eduardo es la única persona emprendedora y con sentido comercial de la familia. Es la especie de villano que se ha hecho típico en la novela venezolana –la hormiga que, con laboriosidad y por medio de fraude se apropia de la herencia del saltamontes.
Se trata de una hábil y sofisticada novela cuyo enredo es el hombre y el matrimonio, con una ironía burlona. En oportunidades, la autora parece, inclusive, estar consciente del frívolo egoísmo de su heroína; por supuesto, es verdad que este aspecto, en mucho producto del mismo hombre, es, en grado considerable, responsable, responsable por la ridícula inutilidad de este tipo de mujer. El intento de última hora para esclarecer la concepción del carácter de María Eugenia comparándola con Ifigenia, es poco aprovechable. Inclusive considerando que su matrimonio podría ser visto como un sacrificio en vez de un premio apropiado, puede decirse que no todo sacrificio tiene la trágica sublimidad del ofrecimiento de la hija de Agamenón; inclusive en Aulis, ha debido haber sacrificios rutinarios de los que nadie se admiraba.
Es bueno agregar que el título Ifigenia parece haber sido sugerido por los editores, pues Francis de Miomandre dice en su Prólogo:
Se llamaba al principio «Diario de una señorita que se fastidiaba», título a mi parecer demasiado modesto, que no encerraba sino el elemento menos profundo de la obra. Me gusta mucho más el título actual que no tiene de pretensión mitológica sino el tiempo brevísimo que dura una sonrisa, una de esas sonrisas encantadoras, furtivas y confidenciales, innatas en Teresa de la Parra lo mismo como mujer que como escritora
Lo cierto es que uno lee las primeras quinientas treinta páginas de la novela sin adivinar qué tiene que ver con Ifigenia. Entonces, una línea de puntos, como asteriscos, se extiende a través de la página y a continuación otros cuatro párrafos cargados de retórica no muy convincente. María Eugenia misma está perpleja. Primero piensa que ha sido sacrificada al:
Monstruoso Sagrado de siete cabezas que llaman: sociedad, familia, honor, religión, moral, deber, convenciones, principios
Momentos después cambia de idea y se declara una ofrenda espontánea al “Espíritu del Sacrificio” cuyas alabanzas canta, empleando el lenguaje de los místicos.
En la página 4 de la segunda novela de Teresa de la Parra, Las Memorias de Mamá Blanca (París, 1929) se lee lo siguiente:
DE LA MISMA AUTORA
IFIGENIA (Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba). Primer premio del concurso de novelistas americanos 1924. Prólogo y comentario final de Francis de Miomandre
Ifigenia, tal como fue publicada en 1924 contiene un “Prólogo” impreso en gruesas letras itálicas y firmado. No hay “comentario final” a menos que se trate de esas dos últimas páginas, que siguen a continuación de la línea de puntos en la página 521, y que están impresas en el mismo tipo que el resto de la novela. Uno sólo necesita leer con cuidado estas dos últimas páginas para comprender por qué Teresa de la Parra estaba especialmente ansiosa por corregir un posible mal entendido, al llamar la atención a la colaboración graciosa de su oficioso “comentador final”.
Las memorias de Mamá Blanca es un libro de esbozos de personajes. Inclusive la introducción contiene un retrato vivo de la encantadora señora, que se supone es la que se recuerda en las escenas de su niñez pasada en la hacienda de caña, en los alrededores de Caracas. A través del libro hay una deliciosa mezcla de frases incidentales dichas desde el punto de vista del niño, con el “comentario editorial” producto de una mente adulta enteramente libre de afección. Todos los personajes son animados, hasta el padre, don Juan Manuel, quien al nacimiento de cada una de sus seis hijas les perdonaba, con gran magnanimidad, el hecho de no ser varones. También tomamos conocimiento de la romántica madre, y del ya mayor y cortés primo Juancho, siempre incomprendido, siempre molesto y siempre arguyendo sobre una cosa u otra.
Pero “la gente de la casa grande” no está presentada con la simpatía con que lo está el pueblo de la plantación, los corrales y las barracas de los sirvientes. Sirviente es la palabra que se aplica a Evelin, la eficiente y metódica mulata de Trinidad, quien hablaba un terso y simplificado español e imponía las seis jóvenes una pronta obediencia que su propia madre no soñaba nunca en esperar. Igualmente competente en sus respectivos campos eran Candelaria, la cocinera de muy malas pulgas, y Daniel, el lechero, quien, como Jacobo cuando cuidaba la grey de Laban, supo cómo sacarle un hermoso provecho a la inversión de sus empleados.
Otro de los sirvientes asalariados de don Juan Manuel es la figura más relevante del libro. Vicente Cochocho era el peón para muchas faenas, pero vocacionalmente un hombre para dos cosas. El suyo era el más humilde de los oficios: limpiaba las acequias de riego y los establos, reparaba las cercas, vagaba y hacía tareas sueltas como quitar el monte que crecía entre las lajas del patio. De esta manera transcurría su vida y la de las dos mujeres con quienes no se había casado. Su vida era pobre, pero su vivir era abundante gracias a las dos profesiones que practicaba por amor y no por beneficio. Consciente de su propio valor dio una apacible dignidad a su condición humilde. Vicente era un doctor en hierbas y un capitán de guerrillas. Al igual que algunos médicos más presuntuosos, efectuaba curas sorprendentes y cometía casi los mismos errores. Pero cuando cualquiera del pueblo moría, bien si había sido atendido o bien por otras causas naturales, Vicente tomaba bajo su cuidado la obligación de hacer la urna. Como soldado era respetado y temido por su habilidad para utilizar, de la mejor manera posible, a un pequeño destacamento.
Muy encantadora y divertida es la escena en la que las seis muchachas van al corral para tomar su matutino vaso de leche. Ellas atraviesan ese período que se conoce como la “edad de la preguntadera” y abruman a Daniel con toda suerte de cuestiones, la mayoría de las cuales se refieren a las vacas o a las coplas que Daniel canta. La cita que sigue reproduce una de las estancias dedicada a una vaca llamada “Nube de Agua”, seguida de una discusión y comentario sobre el tema:
“¡Nube de Agua!
Yo he visto vacas famosas;
pero como tú ninguna
porque tú tienes más leche
que agua tiene la laguna”.
De inmediato comienzan las preguntas:
“-¿Cuál laguna, Daniel? ¿Que cuál laguna?
”Daniel suspendía el canto para responder:
”-La laguna de Valencia.
”Protesta general:
”-¡Ay! Daniel; pero si ella no la está viendo, ella nunca fue a Valencia, ella no la vio. ¿Cómo va a saber? ¿Por qué tú no le dices que tiene más leche que el río, o que la acequia, o que tiene más leche que el chorretón[?], ¿ah? Daniel, ¿por qué tú no le dices?
”Vuelta a interrumpir el canto. Daniel contestaba lacónico:
”-Porque ni río, ni acequia, ni chorretón caen en verso.
”-Cáelo tú, Daniel, si tú sabes; anda, qué te importa, cáelo tú.
”Aunque Daniel supiese «caer en verso» toda palabra y toda idea, tenía su repertorio fijo y no le gustaba hacer innovaciones sino cuando un caso muy especial de enfermedad, nacimiento o muerte lo requiriese. Por ño tanto, acallaba nuestras exigencias al responder terminante:
”-Ella entiende, la prueba es que se deja ordeñar. Si dado el caso no entendiese, ¡que se quede con la curiosidad! Eso no le hace daño. De aguantar curiosidad no se murió ninguno” (pp. 238-239).
Parece que en Venezuela ningún ordeñador puede comenzar a ordeñar directamente. En el primer momento se usa un becerro y después de algunas chupadas, se separa violentamente el hocico y el hombre comienza a ordeñar, para que así la vaca deje salir la leche, teniendo cuidado de ponerle cerca al becerro donde ella lo pueda lamer. La muerte de un becerro, ordinariamente significa que la madre no se podrá ordeñar más. Pero Daniel es un hombre de muchos recursos y cuando el becerro de “Nube de Agua” murió, él la obligó a adoptar otro. Primero, despellejó el animal muerto, mojó en salmuera el cuero y lo echó sobre el sustituto. Al ordeño, “Nube de Agua”
muy conmovida luego de haber olfateado la amada apariencia, tanto por consolar su alma, cuanto, por deleitar su lengua, cambiando ilusiones por leche, se dio a lamer y relamer la salmuera que impregnaba el despojo adorado. Como los idealistas, se complacía en el engaño y en la sal, símbolo del pensamiento; como tantos infortunados amantes, besaba en un cuerpo extraño el alma para siempre ausente” (p. 248)
Más adelante, Daniel consolaba a la afligida madre con una nueva copla, compuesta en su honor:
“No llores más, «Nube de Agua»;
refrena tanta amargura,
que toda leche hace queso
y toda pena se cura.
Vencida por el consejo y arrullada por el canto, «Nube de Agua» se iba consolando suavemente, mientras nosotras, impacientes, sin lograr explicarnos el papel que podía desempeñar aquel queso, tan extraño al dolor maternal, como bandada de moscas caímos sobre el intruso, atropellando la copla por todo el centro:
-¿Cuál queso, Daniel? ¿Cuál queso?” (p. 249).
La estructura de esta segunda novela es tal, que cada uno de sus capítulos se puede leer como una narración independiente. En efecto, los capítulos intitulados Aquí está Primo Juancho y Vicente Cochocho han sido reproducidos en Cultura Venezolana. El episodio y la digresión son característicos de la obra de Teresa de la Parra. De acuerdo con la afirmación de una escritora peruana, por lo menos un cuento previamente publicado, fue incluido en Ifigenia.
Al igual que muchos otros hispanoamericanos, Teresa de la Parra sabe lo que significa estar enamorada de París. Ella también ha debido sentir la desilusión causada por el regreso a Caracas. María Eugenia da su primera impresión de la capital venezolana:
… ¡Ah! ¡Sí!… Caracas, la del clima delicioso, la de los recuerdos suaves, la ciudad familiar, la ciudad íntima y lejana, resultaba ser aquella ciudad chata… una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila ni castañuelas, sin guitarras ni coplas, sin macetas y sin flores en las rejas… ¡una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos!
Pero, evidentemente, al igual que su heroína, Teresa de la Parra recobra pronto el sentido de la proporción. Ella no es como esos intelectuales petulantes, esos inconformes afrancesados, con la psicología de un rastaquouére que considera despreciable todo lo que no es París. No, ella ha descubierto el hecho importante de que, si Venezuela no es París, tampoco París se parece exactamente a Venezuela. Y ella ama la tierruca sin idealización romántica. Su serenidad y su completa incapacidad para ser una indignada patriota acerca de cualquier cosa, debe ser enteramente incomprensible y muy irritante para algunos de sus fieros compatriotas. El autor de una nota, favorable en líneas generales, a Las Memorias de Mamá Blanca sugiere su moderada censura de escritores “desprovistos de espíritu combativo o quizás, sería mejor decir, apostólico”. El mismo autor la alaba en los siguientes términos:
…Sentimental, sensitiva y criolla, sabe evocar quizás con mayor fidelidad que nuestros grandes novelistas del ciclo criollista, el paisaje, los seres, la vida de la patria. Mientras nuestros novelistas consagrados ven la vida al través de ojos animados por pasiones activas, pasiones que entre nosotros asumen calor y hasta quemadura de brasa, esta mujer novelista ve cosas que no alcanzaron a ver ni Romero García, ni Pardo, ni Díaz Rodríguez, ni el mismo prudente e intencionado Rómulo Gallegos…
Y no es ocioso añadir que ninguno de nuestros novelistas criollos se ha acercado tanto a la perfecta interpretación del alma popular nuestra como Teresa de la Parra.
La poetisa chilena Gabriela Mistral comenta las excelencias y el casticismo del estilo de la segunda novela de Teresa de la Parra:
Cuatro años entre Ifigenia y Mamá Blanca, y en un salto grande de capacidad, como no se da otro, creo, en prosista nuestro. Durante este paréntesis, Teresa ha debido encerrarse con sus clásicos españoles, sobre todo con los antirretóricos que son los mejores: sus Luises prosistas, su Santa Teresa y su Arcipreste, en intimidad bien apretada . De allí ha salido con este castellano limpio y fácil…” “Con la facilidad, la gracia, un donaire no visto en escritora mujeril española desde que se nos murió Santa Teresa. Ya le dirán que su gracia es crío galo, una yema más, lograda en un extraño, de la ironía francesa. No hay tal. Es la pura broma teresiana, más desatada, porque la Santa estuvo siempre encorselada en la severidad de la profesión y no podemos saber hasta dónde hubiese llegado lo donoso de su escritura si no se hace monja. Teresa, la venezolana, no ha tenido por qué atajarse ni estropearse el don -cabalmente femenino- y esta es una ventaja sobre la monja…
El tono de Teresa se llama folklore más clasicismo, o bien, llaneza ingénita más elegancia decidida. Yo le miro detrás del párrafo, asomadas en un mellicismo lindo, la cabeza de Perrault con la de fray Luis de Granada. Con esta pareja se va muy lejos. Que no la pierda, que no la suelte desde ahora, ya que la ha cazado sagazmente
Dillwyn Fritschel Ratcliff
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