Perspectivas

Soy un intelectual

Fotografía de Noah Dibley | Flickr

29/07/2019

Soy un intelectual. No estoy orgulloso de serlo, pero es la plaga que me ha caído encima y trato de vacilármela.

Sirva la utilización de este verbo como una primera muestra de mis padecimientos. Juro que busqué opciones como “trato de evadirla”, “intento aplacarla”, hasta el elegante “de encauzarla a mi favor”, pero el oscilante vacilar siempre prevalece. Describe bien, casi con exactitud, un persistente moverme de un lado a otro por falta de equilibrio, más la carga de incertidumbre y titubeos de quien no se decide a hacer o decir algo.

Los ejemplos de vacilar que ofrece el diccionario van del extremo de quien “insiste, no vacila, habla con grandes gestos, apostilla con decisión, afirma, no le caben dudas”, hasta el caso crónico del que tiene “una clara tendencia a vacilar entre lo que piensa y lo que le dictan sus sentimientos». Califico en el segundo grupo. Vivo tratando de integrar lo que pienso con lo que siento sobre el destino de mi país, lo posible con lo imposible, la búsqueda de sensatez con la aceptación de la locura. Si este es el caso, ¿cuál es el problema con vacilar? Sucede que se trata de un verbo que ha sido plenamente absorbido por el lenguaje popular. Las palabras se enriquecen al referirlas a la vida diaria, a una particular realidad, y en nuestro continente van adquiriendo diversos significados que rebotan y giran con ángulos diferentes desde México hasta Chile. Tenía que ser así en el caso de un término cuyo origen etimológico es “moverse de un lado a otro”, un estado suspensivo que se presta a mutantes versiones alejadas de lo preciso, de lo establecido, de lo universal.

A lo largo de Hispanoamérica, vacilar incluye el pasar un rato agradable en compañía de amigos; en Guatemala a estar ocioso sin hacer nada productivo, sumido en ese perder el tiempo que tanto veneraba Asturias por consejo de Neruda: en Venezuela equivale a engañar, a burlarse de alguien hablando con ironía hasta hacerlo dudar; en Cuba a mirar con lascivia y llegar a los bordes de la seducción. El intelectual se siente incómodo con estos giros costumbristas y cae en la trampa de escribir:

Intento, como dicen coloquialmente, “vacilármela”.

Sufro de este prurito al punto de caer en estas largas explicaciones para evitar las comillas. La paradoja es que en todas las versiones coloquiales encuentro algo que me identifica. Escribir es una manera de pasar un rato agradable con los amigos, ahora alejados y dispersos. La impaciencia por compartir me lleva a contarles lo que estoy escribiendo antes de terminarlo, a veces con tanta pasión que quedo sin combustible. La burla y la ironía es un vicio que reprimo con cierta laxitud. El engaño sí lo evito tanto como puedo. Otro impulso subyacente es la posibilidad de seducir a una mujer que jamás conoceré aunque hayamos compartido intensamente las mismas ideas.

La acepción guatemalteca también me cala hondo. Ese estar haciendo algo “nada productivo” le calza al intelectual como una camisa de fuerza. El oficio de escribir, como todo trabajo, implica obtener algo a cambio, desde vender libros hasta cobrar por un artículo en la prensa. Esta transacción le permite al escritor vivir de lo que no puede evitar hacer y, además, confirma una relación, la constata. Es significativo que en la literatura el éxito comercial pueda llegar a ser un síntoma sospechoso. Creo que este complejo absurdo se debe a la presunción de que el escritor debe tener un porcentaje de intelectual, es decir, puede ser productivo, pero no en exceso. A los grandes escritores se les celebra más sus períodos de penuria que los de riqueza. Siempre será más romántica, y mejor valorada, aquella edición de cien ejemplares de los que se vendieron solo diez.

Desde hace ya varios años escribo sin obtener nada a cambio. No sé si tenga que ver con la situación de Venezuela o a una merma de mi facultades, o a una simbiosis entre ambas circunstancias. Confieso que luego de publicar sin remuneración un ensayo ando mendigando elogios, unas pocas palabras que den prueba de mi existencia y oxígeno al próximo trabajo. Suelo llamar a mi hermana quien repite con la misma misericordia:

—Muy bueno, pero un poco denso.

Suena como si hubiera utilizado maicena y creo que tiene razón. Sufro la manía de citar y la justifico como un deseo de compartir los autores que me gustan, pero el motivo es quizás no haber digerido lo suficiente una idea para expresarla con mis propias palabras. Por otro lado, es tan limitante tenerle miedo a la densidad.

Lo de llamar a la hermana nos lleva a otro tema. Nada más penoso que ser el intelectual de la familia, una mezcolanza de idiota con inútil que casi llega a lo que se dice de los poetas: “Nada une tanto a una familia como un hijo poeta, todo se unen en su contra”. A nivel familiar se le define como un “enrollado”, un calificativo que en España se considera una cualidad: “que está plenamente dedicado a algo”, pero en Venezuela es un adjetivo despectivo: “que está plenamente atrapado en sus propias ideas”. Recuerdo cuánto me dolió el adiós de un amor no correspondido; su frase fue un verdadero epitafio:

—Llévate ese rollo a la Kodak.

Si al intelectual no le va bien con su propia familia, cómo será en la inmensurable escala de un país en crisis. Más le vale no pertenecer a ningún grupo, familia, escuela, facultad, gremio o partido político. Ya lo decía Groucho Marx: “Nunca sería miembro de un club que aceptara un tipo como yo”.

Una parte indispensable de la naturaleza y sobrevivencia del intelectual es estar solo, íngrimo, mejor aún si raya en la invisibilidad. La matemática es muy simple: intelectuales somos todos los seres humanos en mayor o menor grado. Hablar de “unos intelectuales” es un acotamiento relativo, impreciso, muy injusto y excluyente a niveles astronómicos. Lo que sí existe, son algunos individuos que andan atrapados en una difusa y temporal intelectualidad que los copa, los atormenta, los arruina, y muchas veces los somete al desprecio, como la de aquella calcomanía que preguntaba: “¿Si eres tan inteligente por qué no eres rico?”.

El único medidor de un intelectual sería producir una obra que le defina un oficio: filósofo, novelista, profesor, politólogo, y entonces, por fin, podrá quitarse de encima la difusa etiqueta. La eterna o provisional carga de ser un intelectual debe llevarse con un voto de silencio que aquí rompo para respirar un poco.

Quien mejor nos explica este dilema es mi cantante favorita, Janis Joplin: “Ser un intelectual genera un montón de preguntas y ninguna respuesta”. La labor de vacilar, tal como la explica el ejemplo del diccionario, es dudar, no elegir una posibilidad. En tiempos de paz y beneplácito está vacilación puede resultar grata, inspiradora, hasta divertida, pero en tiempos de una crisis como la nuestra, donde necesitamos respuestas, acciones concretas, el placer o la condena de dudar es un irritante insoportable.

Y así llegamos a otra característica del intelectual. A este ser sin respuestas solo le queda la meta de ser un perfecto inútil. Allí puede estar su redención y la plataforma de rebote para comenzar una vida productiva. Una condición de inutilidad que cumplo a cabalidad es paralizarme cuando me piden desarrollar un tema específico, no importa lo veraz, crucial o necesario que sea. Las órdenes y los impulsos tienen que venir desde adentro. Al no tener un verdadero trabajo termina prevaleciendo lo libidinoso, lo lúdico. Ya decía que se trataba de un compromiso o un conflicto entre lo que se siente y lo que se piensa. Puedes exigirte pensar en algo, pero sentirlo ya es otra cosa. Es un tipo de egoísmo con el que solo puedes llegar a ser generoso si consigues una audiencia con tus mismas obsesiones.

En Venezuela tenemos el chance de poder decir lo que queramos y pasar desapercibidos, impolutos. La dictadura estimula tipos como yo, que la critican con dudas y sin respuestas. Servimos para dar una ilusión de libertad de prensa. No hay intelectuales perseguidos. Si tocas la tecla equivocada, argumentas con datos o no le caes en gracia a alguno de los sátrapas, te perseguirán con saña y dejarás de ser un intelectual para convertirte en un político, y entonces ya no pertenecerás a tu insustancial limbo.

Con estas vueltas y golpes al aire, estoy tratando de entender la reacción ante una carta pública que la prensa etiquetó, quizás con algo de mala leche, como “de intelectuales”. Insisto en que nadie tiene la varita de medir una condición que es como el fuego fatuo, así que comprendo la molestia, pero no tanta rabia y ferocidad.

La faena me resultó emotiva. Curiosamente, a medida que éramos vilipendiados y despreciados, se acentuaba nuestro aislamiento e inutilidad ante los acontecimientos del país y nos íbamos tornando más intelectuales, aunque haya algunos con oficios muy exitosos, lo que exacerba aún más la roncha.

Le tengo terror a las cartas públicas por razones que creo haber explicado, pero estoy satisfecho de haber firmado la que causó tanto furor y desprecio. Me siento más unido que nunca a los firmantes, lo que en mi caso es un alivio. Al menos por unos cuantos días, formé parte de un grupo de venezolanos que apreció mucho, algunos con un cariño que espero llegue a ser legendario. Las críticas no me preocupan. A nadie debe disgustarle más mi condición que a mí mismo, ni puede disfrutarla tan intensamente, si es que llega a terminar algún día.

Llama la atención cuánto ofende que te adjudiquen lo que todos poseemos, como si fuera una forma de privatización de un bien escaso, cuando Venezuela es el país con la tasa más alta de intelectuales, puros pensamientos aislados e inútiles entelequias que no inciden en la realidad. Me atrevo a señalar una proporción excesiva de quienes no vacilan, hablan con grandes gestos, apostillan con decisión, afirman con vehemencia y no les cabe una duda. Según Jean Piaget, la inteligencia es lo que usas cuando no sabes qué hacer. Si Piaget tiene algo de razón, al intelectual no le conviene estar tan seguro de cuál es la solución para nuestro país. Quizás esta sea la pata por donde cojea nuestra carta, pero en política siempre se está serruchando tratando de emparejar.

Vivimos atrapados en una serie universalmente exitosa, con un libreto que ha conseguido el sueño de un productor de HBO: mantener la atención del público sin que llegue a vislumbrarse un final. Me temo que sea el gobierno quien está cobrando todas las regalías por nuestras trágicas actuaciones. Kant decía que la inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar. De acuerdo a esta ecuación, los venezolanos somos unos intelectuales superdotados.

Tengo fe en que volveré a escribir novelas y un libro mío será obligatorio para bachillerato y hasta en los cuarteles. Me quedan, con mucha suerte, unos veinte años de vida. Quizás también pueda ofrecer mis ideas, bajo contrato, sobre cómo puede ser el futuro urbano de Caracas. Pero nunca renegaré de estos años sumidos en un puro vacilar sin consecuencias. La palabra «intelecto» viene del latín intellectus y significa «habilidad de escoger bien». En consecuencia, una vez que escoges bien ya no tienes que ser un intelectual y puedes ser un ciudadano feliz y productivo.


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