Perspectivas

Solo sé que no quiero saber nada

Viktor Frankl

04/01/2019

En 1940, una familia judía cruzó la frontera entre Bélgica y Francia escapando de los Nazis. Un mes después, Francia se rendía ante Alemania y los Bromberger se encontraban frente al consulado de Portugal en Bayona, buscando una visa para continuar huyendo. Había pocas esperanzas. La fila era interminable mientras crecía el rumor de que ya no darían más visas a judíos. De pronto, se abrieron las puertas del consulado y los pasaportes fueron sellados masivamente. Los Bromberger llegarían a Portugal y luego a Estados Unidos.

Una pregunta comenzó a crecer en el interior del joven de quince años, Sylvain Bromberger: “¿Por qué nos salvamos cuando tantos fueron exterminados?”. Medio siglo más tarde se supo que había existido una causa, un héroe. Viejos archivos revelaron que el cónsul general de Portugal en Bayona, Arístides de Sousa Mendes, enfrentando órdenes directas de su gobierno, les concedió la visa y la oportunidad de continuar viviendo a miles de refugiados. Arístides sería castigado severamente por su desobediencia y tendría que abandonar su carrera de diplomático. Dicen que murió en la miseria.

Así comienza la breve reseña que nos ofrece el New York Times sobre la vida del filósofo Sylvain Bromberger, quien murió en el 2018. El obituario cierra con una de las reflexiones que incluyó en su libro, Sobre lo que sabemos que no sabemos, dedicado a la memoria de Sousa Mendes:

Los “por qué” pueden develar lo que de otra manera permanecería oculto y nos conectan con lo que parecía no tener conexión.

Bromberger le dedicó la vida a estudiar cómo podemos formular preguntas sobre lo que ignoramos y evaluar si hemos encontrado una respuesta satisfactoria. Una de sus máximas es que “las preguntas que más provecho pueden ofrecernos son las que parecen no tener respuesta”. Adentrarnos en lo que sabemos que no sabemos nos remonta a la frase de Sócrates más fácil de recordar y más difícil de aceptar: “Solo sé que no sé nada”. Esta aparente calle ciega, que abre tantos caminos, es también una plataforma de lanzamiento que nos proyecta al futuro de los venezolanos, inmersos en una vida que no logramos entender.

Todos nos hemos hecho obsesivamente la misma pregunta: “¿Por qué algo tan inconcebible, tan inaceptable, tan dañino, tan absurdo, tan inútil, tan enfermo, parece no tener un final?”. O hablando en criollo: “¿Por qué un gobierno cada vez más incompetente se ha hecho cada vez más poderoso?”. La situación resulta más aberrante si comparamos lo que Venezuela es con lo que podría ser.  

De tanto pensar infructuosamente en este tema, hemos comenzado a dudar de nuestra habilidad para concebir y evaluar nuestras respuestas, y, más grave aún, para articular nuestras propias preguntas. Nos sentimos tan incapaces de llegar a una conclusión como de plantear el problema. No logramos concebir un final ni una finalidad en lo que nos está ocurriendo.

Se supone que una pregunta es válida cuando creemos que, aunque las actuales respuestas sean falsas, puede existir una respuesta correcta; y aquí está el escollo más grave que enfrentamos: los venezolanos hemos perdido la fe en que realmente exista una posible respuesta. Hemos dejado de pensar. No logramos evaluar nuestra ignorancia ni precisar cuáles son las preguntas que deberíamos hacernos, o cuales interrogantes no han madurado lo suficiente para someterlas a una búsqueda racional. Sirva de ejemplo el tiempo que ha tomado obtener suficientes evidencias para preguntarse: “¿Por qué se ha dado en Venezuela una relación tan aplastante entre el poder militar y el poder civil?”. 

Viktor Frankl, un psiquiatra austríaco que también sobrevivió al Holocausto, puede ayudarnos a encontrar un camino. Siendo un joven médico muy competente, lo rotaban de un campo de concentración a otro para mantener en condiciones a quienes debían entrar caminando a las cámaras de gas (los suicidios estaban prohibidos; había que acudir a la cita). No solo su profesión lo ayudó a sobrevivir, también su actitud. En su libro, El hombre en busca de sentido, narra sus experiencias y la huella que dejaron en su vida. Una de sus vivencias me impacta. Un grupo de prisioneros vienen empacados como sacos de cebada en un tren. En una de las paradas, Viktor escucha el nombre de la estación y se pone eufórico. La estación está al lado de donde vivía con sus padres. Como se encuentra sumergido en la capa inferior de cuerpos no puede ver por las rendijas superiores. Trata de incorporarse mientras explica por qué necesita subir y mirar así sea por un instante. Los que están parados encima de su cabeza le responden mientras observan con avidez:

—¡Ah! ¿Esa es la calle donde tú naciste?

—¡Sí! ¡Sí!

—Entonces ya la has visto bastante. Quédate tranquilo, ahora nos toca a nosotros.

Esta es una de las escenas menos inhumana. La incluyo para dar una idea del repertorio y comprender la valentía de la sabia fórmula que Frankl utilizó para rehacer su vida:

La pregunta no es “por qué” me está pasando esto, sino “para qué”, ¿qué sentido tiene lo que estoy viviendo?

Creo que nos estamos interrogando de tres maneras con diferentes implicaciones. En la primera opción, “¿Cuál es nuestra situación?”, nos planteamos la objetiva necesidad de recoger información para un futuro análisis y posibles soluciones, o simplemente para salir del desastre y no repetirlo. Según los expertos en epistemología y lingüística, para explicar un fenómeno necesitamos leyes universales, y resulta que el fenómeno venezolano parece violar toda ley y todo principio universal. Enfrentamos la barrera de lo inconcebible y de lo oculto, de cifras que, cuando nos permiten acceder a ellas, resultan tan increíbles que pasman y minan nuestra voluntad. Por más que ciertos índices parezcan desafíos a la imaginación, pueden ofrecernos algunas medidas que permitan llevar un registro.

La segunda opción, “¿Por qué estamos atravesando esta situación?”, es la que tiene más ángulos y maneras de ser concebida. Quizás la amplitud de enfoques que ofrece se presta a que cada quien la sufra a su manera. Es una pregunta bastante subjetiva que se nutre y nos conduce al individualismo y la soledad, una onda cuya resonancia puede aislarnos cada vez más y nos está hundiendo y estancando en una peligrosa versión del principio socrático: “Solo sé que no quiero saber nada”.

La tercera, la propuesta por Viktor Frankl, también suele partir de una profunda individualidad, pero, si se orienta hacia lo colectivo, hacia lo social, hacia la política, y, si contamos con la suficiente sensatez y empatía, puede llegar a las soluciones, o por lo menos a su constante búsqueda.

En Venezuela se está cumpliendo la fórmula del poeta ruso Joseph Brodsky: “A mayor opresión, más creatividad”. Las respuestas están cundiendo en una valiosa proliferación de células culturales. Lamentablemente es un fenómeno civil que lleva una pesada carga: la desilusión con la política y a veces su negación. Esta atomizada alternativa quizás dará sus frutos a largo plazo, pero en medio de una crisis devastadora. Ojalá haya tiempo.

Un ejemplo de la secuencia a través de estos tres tipos de pregunta es la evidente necesidad de establecer, por más que indignen y hasta asusten, las cifras de nuestra corrupción. El inexorable segundo paso es preguntarnos: “¿Por qué somos tan corruptos?”, una interrogante en la que no suele incluirse quien la plantea, pero que debe ser ecuménica. Todo este proceso no tendrá ningún sentido si no revisamos profundamente la relación entre las riquezas del país y el poder político, o, para ser más precisos, el poder militar. Lo que se supone que es de todos, y nadie es su dueño, ha pasado a ser solo de unos pocos. Ante este despotismo deben surgir soluciones radicales basadas en el sentido común y en la justicia. Pero esta es otra historia que trataremos la semana próxima, si hay cuerpo que la resista.


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