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Ya una vez les conté de cómo estuve a punto de ser presidente del Centro de Estudiantes del Colegio San Ignacio de Loyola. Perdí por un voto. Desde entonces tengo vocación de perdedor y, además, de ser un poco flojo. Ayer me puse a pensar cómo habría sido mi vida si me hubiera tomado en serio el arte de la política, y llegué hasta a soñar que estaba otra vez en el salón de actos del colegio soltando un nuevo discurso.
¡Ignacianos!
Casi siempre hablamos sandeces para evitar los temas que realmente nos preocupan, o incluso para esconder nuestros verdaderos deseos. Algunas veces usamos mentiras, o, en el caso de los políticos, palabras serísimas y enredadas que nada resuelven. Hoy voy a hablarles de dos temas cruciales. Si nuestra plancha vence en estas elecciones lucharemos todos juntos para conseguir dos objetivos cruciales: un colegio mixto y una misa por semana en vez de siete.
Al menos hasta 1966 era imposible pensar o imaginar la remota posibilidad de un colegio mixto y católico. Los curas y monjas consideraban inconveniente, por no decir propicia, a la concupiscencia, el que niños y niñas, muchachos y muchachas, estudiaran en una misma fila de pupitres. Tener sentada, adelante o atrás, a la derecha o a la izquierda, una niña, era entonces una ilusión inconcebible, inimaginable, una utopía que solo pertenecía a la educación pública.
El otro absurdo era la misa diaria y obligatoria en la primera sesión de la mañana, una ceremonia sempiterna que cuando estaba en primaria incluía los sábados. Añádase que durante un 80% de lo que duraban aquellas ceremonias eternas debíamos estar arrodillados. Añádase también unos himnos a todo leco en latín, con frases como Tantum ergo Sacraméntum, Venerémur cérnui, cantados sin tener idea de qué estábamos diciendo. Hoy, por fin, me atreví a buscar la traducción: “Así pues, tan grande sacramento veneremos inclinados”. Con razón un cura vigilaba que nuestras nalgas ni rozaran el borde de los austeros bancos. Son recuerdos de penurias absurdas e inútiles que aún vibran en mi alma y mis rótulas. Recuerdo con horror aquella epidemia de misas (más de novecientas a lo largo de mi bachillerato) que asociábamos al hambre, a un aburrimiento óseo y a unos peos mañaneros con matices de incienso.
Pensando en aquellos absurdos estoy gozando, o desahogándome, mientras alargo el discurso imaginario que me hubiera llevado al triunfo o la expulsión. Lo cierto es que hubiera sido profética aquella carga de insólitas posibilidades y la historia ha demostrado plenamente su lógica. Hoy en el San Ignacio no hay más de una misa por semana y estudian más niñas que niños; desde las fantasías represadas en mis recuerdos, todas bellísimas.
El discurso que sí me atreví a pronunciar fue bastante bueno, pues gran parte de la audiencia salió coreando el 2, número de nuestra plancha. Recuerdo a un cura alabando días más tarde la expresiva utilización de mis manos para enfatizar ciertos puntos, lo que me da una pista de que su contenido era más gestual que intelectual. Ciertamente no dije nada importante, crucial, radical, pero al menos no hice, como mis contrincantes, una imitación ramplona de Rafael Caldera o San Ignacio de Loyola.
Al final nos hicieron las trampitas clásicas y perdimos, insisto, por un solo voto. Recuerdo que le agradecí al destino aquel dramático final que me liberaba de toda disciplina o compromiso. Hoy no tengo participación ni el condominio del edificio donde vivo. Desde ese día, quizás para justificar mi derrota, detesto la política.
O quizás debería decir que la detestaba hasta que supe cuál es la traducción correcta de la famosa frase de Aristóteles. Eso de que “El hombre es un animal político” se presta a alebrestar una suerte de animalidad, a descubrir o inventarse unas tendencias naturales que alimenten el ego y el bolsillo.
Otra versión, que es una mejor traducción del griego y de las intenciones de Aristóteles, propone que “El hombre es un animal que pertenece a la Polis”. Esta diferencia entre el «ser» y el «pertenecer» de las dos traducciones es determinante. El «creer ser» tiende a lo implícito y egocéntrico, el «saber pertenecer» al diálogo y a la generosidad. La política es una con-ciencia en la que todos podemos participar, aportar; no un podio para políticos incontinentes que se convierten en fetiches y terminan por predominar sobre la política misma.
Lo cierto es que aquellas propuestas electorales que jamás me atreví a hacer, que en aquel entonces ni siquiera imaginaba, que hubieran sido tan revolucionarias como utópicas, resultaron ser tan posibles como ciertas. Ya nadie recuerda cuándo se dio aquel inmenso cambio, tan lógico, tan sano, tan fructífero.
La santa misa, con todo lo que tiene de representación y evocación, cuando es cotidiana y obligatoria se transforma en costumbre, en una rutina que termina por agotar hasta el cura. Yo la haría bianual, pero semanal, y no obligatoria, me parece razonable.
La mixtura de lo masculino y lo femenino también es sumamente conveniente. Son puntos de vista que se nutren y compensan. Recuerdo a un tío mío, firme defensor de la separación educacional de los sexos, sosteniendo que el exceso de roce con mujeres “mariquea”. Todo un “mariqueísta” mi querido tío. Viene al caso este término porque los “maniqueístas” están sometidos al peso de una cosmología dualista, o duelista, pues creen en un permanente conflicto entre un mundo bueno y espiritual y uno malévolo y material. Algo así parecían ver en el cosmos caraqueño los educadores católicos, al menos durante los tiempos medievales de mi primaria y bachillerato.
Si ese ignaciano de mediados del siglo XX se hubiera atrevido a plantear con valentía esas dos propuestas tan sensatas hubiera arrasado en las elecciones de su colegio y, más tarde, engreído y afiebrado, hubiese podido seguir una carrera política indetenible. Perdonen que me distraiga elucubrando sobre esa otra vida, tan radicalmente distinta a la que me ha tocado vivir.
La receta parece sencilla. Quien sea capaz de defender con tenacidad lo posible, justo y necesario cuando parece imposible, a la larga triunfará en la política o morirá en el intento. Martin Luther King y Gandhi son dos ejemplos tan sublimes como trágicos.
Nuestra mayor tragedia consiste en que, mientras más identificamos lo que nos resulta absurdamente pernicioso, más parecemos dudar de lo realmente posible e indetenible. La mayor arma de Maduro y su combo es su apariencia de mal absoluto y eterno, al punto que creemos estar atrapados en un encantamiento, en una maldición bizarra. La razón más válida para triunfar es vencer esa perversa sensación de cul-de-sac histórico e histérico.
Recuerdo una adivinanza: “Mientras más cerca más lejos, mientras más lejos más cerca”. La respuesta es una simple cerca. De manera que si usted siente que estamos muy lejos de ser libres, debe asomarse a la posibilidad de que nuestros opresores ya no tienen como cercarnos.
El caso es que tengo un par de días revisando, gozando y sufriendo, con lo que ha podido ser esa otra vida de entrega a la política y he llegado a imaginar escenas delirantes en que María Corina y Edmundo arrasan dentro de dos meses. ¡Cuánto me hubiera gustado conversar con ella en los recreos de bachillerato!
Federico Vegas
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