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Tengo un tío que vive en Madrid. Me refiero a uno de esos tíos que en Venezuela llamamos “tío” por ser hermano de nuestros padres, es decir, que soy su sobrino. Hago esta aclaratoria porque, según la Real Academia Española, un tío también puede ser “una persona cuya identidad se desconoce o no se quiere expresar”; o algo aún más confuso: “Persona que provoca admiración o rechazo en otra”.
Este tío que vive en Madrid, y es un tío lejano por el lado de mi padre, me escribe diciendo que conoce al secretario de la Asociación de Academias de la Lengua Española y que podrían invitarme a dar una charla.
Inmediatamente entro en un estado de angustia que, honrando su etimología, va haciendo aún más angosto el apartamento donde vivo en Barcelona. Esta sensación, tan espacial, tan constreñida, es un buen punto de partida para explicar mi aprensión: ¡Yo no quiero ir a Madrid!
¿Por qué no quiero ir a Madrid? Siento a Madrid como si fuera otro país, otro continente, otra civilización, otra época, y tengo miedo de que me guste, me encante, me fascine, y empiece a dudar y a preguntarme: “¡Qué diablos estoy haciendo en Barcelona!”.
No es grave que a uno le gusten dos ciudades, o dos personas, pero en mi situación actual no conviene tener dudas. Italo Calvino decía que la diferencia entre un pueblo y una ciudad es que, en el pueblo, si estás indeciso entre dos amores, debes tomar una decisión o quedarte solo. En la ciudad, en cambio, siempre puede aparecer una tercera persona que te guste aún más. Puede ser, pero ya no estoy para sorpresas. No tengo fuerzas para escoger, decidir. Estoy huyendo de una pasión llamada Caracas, y se trata de una separación tan fuerte que me tiene agotado. Necesito con urgencia el remanso de otra pasión, de una entrega absoluta y total. Soy un hombre… o quizás debería decir, para sonar menos dramático: soy ahora un tío sin centro, sin su amor de bastante más de medio siglo.
El escritor italiano Tomasso Landolfi escribió en los años cincuenta un cuento llamado “La mujer de Gogol”. Gogol se ha casado con una mujer inflable que adquiere diferentes formas, desde muy flaca, casi famélica, hasta una gordura voluptuosa, siempre adaptándose a los caprichos de su marido. Esta mujer, que cambia de peluca y maquillaje, con la que Gogol duerme y juega todas las noches, en el cuento se llama Caracas. ¿Por qué Landolfi llamó “Caracas” a la muñeca inflable de un escritor ruso? La respuesta es sencilla: en los años en que este cuento fue escrito (1954), Caracas era muy bella y muy cambiante. Cuando el pintor López Méndez hablaba de la ciudad que había conocido de niño, y la comparaba con la Caracas de su vejez, “unas cien veces más grande”, solía exclamar: “Caracas no ha tenido un desarrollo, ni siquiera un crecimiento, ¡Caracas lo que ha tenido es una hinchazón!”. Un término muy gráfico que sugiere, a un mismo tiempo, exageraciones, el efecto de heridas o de golpes, excesos, vanidades, esplendores y fatuos engreimientos.
Al irme de esa Caracas que amo tanto, necesito aferrarme a una nueva ciudad, inventarme una pertenencia, una fidelidad, fabricarme a toda velocidad un pasado en Barcelona, y la ilusión de un futuro que vaya más allá del fin de semana. No quiero opciones, no quiero tomar más aviones ni barcos, a lo sumo, trenes de cercanías. Quiero estar en esta nueva ciudad sin pensar en cuánto tiempo me queda, sin andar como esos turistas que le toman la mano a su pareja y, desde una silla de extensión frente a un mar que ya está frío, suspiran como reos de muerte: “Mi amor, nos quedan solo tres días”. Quiero ser espacialmente monógamo.
Un amigo venezolano afirma con vehemencia que él es monógamo, pues cuando ve a una mujer que le atrae, se pone como un mono y llega al extremo de rascarse las nalgas emocionado. Este tonto chiste no es una digresión. Creo firmemente que todo chiste tonto trae una enseñanza, y a veces mientras más tonto, más sabio. Los chistes son flatulencias de la inteligencia y suelen dejar tras las risas la estela de un incómodo silencio. Mi amigo nos recuerda que todo aquel que se autoproclama “monógamo” es un tío muy raro, de esos que no sabemos si admiramos o rechazamos, y suele estar escondiendo una fuerte tendencia animal que puede ir desde posesivo orangután hasta desatado gorila.
Esta versión de la monogamia como una hipócrita represión es válida, pues igual le ocurre a mi monogamia espacial: Cuando hablo de establecerme en un centro, en realidad estoy soñando con viajar tomado por la valentía y la libertad de un “girovagante”, capaz de ir donde quiera, sin ataduras, sin calendario. “¡Girovagando!”. Me fascina ese gerundio italiano. En estos días me encantan todos los gerundios, pues no están definidos por el tiempo ni por el modo, ni por el número, ni la persona. Cuando digo “girovagando”, puede ser hoy, ayer o mañana; puede tratarse de algo real o subjetivo, o imperativo; puedo estar solo o acompañado, pueden ser ustedes quienes vagan y no yo.
Sucede que me ando sintiendo estancado, timorato, indeciso, desubicado, sumido en un distanciamiento hacia mi lugar de origen, a ese epicentro de mis primeras imágenes, junto a mi casa, mi biblioteca, y esa Caracas que se nos va desinflando. Un verdadero viaje necesita de un punto de partida y de llegada, y yo estoy sufriendo de una nostalgia esférica, multidireccional. “Nostalgia”, parece una palabra tan antigua como “melancolía”, pero la inventó un médico suizo hace unos tres siglos para diagnosticar el dolor por regresar que sufrían los soldados que servían en tierras lejanas.
No solo no quiero ni asomarme a Madrid, también le temo a las Academias, o también temo que lleguen a gustarme. Podría decir a mi favor que no me agradan los lugares donde no puede entrar todo el mundo. Amo los mercados, las plazas, los bulevares, los parques, los lugares donde se entra sin pagar ni presentar credenciales o carnet de socio. Soy capaz de entrar en una estación de tren, estar a punto de comprar un pasaje a Madrid, arrepentirme y disfrutar con la faena, con la sensación de salir de la estación y encontrarme de vuelta en Barcelona sin tener que pagar un centavo.
Pensé en la respuesta a mi tío, al clásico tío que apreciamos y respetamos. Sería un mensaje que lo espantara e hiciera cambiar de idea al pensar: “Es un disparate invitarlo, está un poco loco” —o “loquito” como proponían mis tías con sus despiadados diminutivos.
Querido tío:
Yo encantado, pero tendría que ser algo divertido. Podría ser un examen de la lengua, de la propia. Hablar de la importancia en la literatura de las papilas gustativas. O disertar sobre las enjabonadas de lengua que nos dieron de niños cuando decíamos malas palabras. Seguro que en tu infancia eran la regla y no la excepción. Recuerdo con horror una pastilla color blanco hueso de jabón Camay.
¡Qué metida de pata! Estaba chalequeando, saboteando algo que nunca antes me habían ofrecido y me porté como un precipitado, pues, en el fondo, sueño con que me inviten a algo, a lo que sea, a contar lo que me pasa, a desahogarme. El correo que mandaría en respuesta a aquella invitación académica, continuaba buscando el escándalo, el rechazo:
Cuando era niño, una de las exploraciones que más temía, y más deseaba, era un beso de lengua. Me parecía una ceremonia serísima. En las películas, mi primera y única referencia, podía percibir si los actores lo hacían con placer o con esfuerzo, con lengua o sin lengua.
Mucho antes de dar un fugaz beso de cachete, a una niña aún más fugaz, ya podía presentirlo en mi piel, incluyendo codos y rodillas. Al escuchar la famosa canción de los años cincuenta, sobre “el beso en España”, no tenía dudas de que el principal protagonista en ese “beso de amor que no se lo dan a cualquiera” tenía que ser la lengua. Un aplastamiento de puro labio contra dientes no sería suficiente. Tendría que haber un intercambio, una exploración, traspasar una frontera, adentrarse.
Esta aventura, deseada y temida, imposible e inevitable, que algún día debería enfrentar, continúa siendo el epicentro de esa aprensión que Francisco Vera Izquierdo plasmó en una frase admirable: “De joven no me acercaba a las mujeres por temor a que me dijeran que no, y de viejo por miedo a que me digan que sí”.
Ya lo advierte la canción:
En España, bendita tierra,
Donde puso su trono el amor,
Solo en ella el beso encierra
Armonía, sentido y valor.
Yo me creí de punta a punta esa jactancia, que suena tan franquista, de que los besos españoles son los más serios, y los más profundos, pues la hembra los lleva muy dentro del alma. La experiencia me indica, querido tío, que no andaba tan errado. Los besos gringos son más bien rocheleros, como si el amor fuera algo gracioso y no la maravillosa tragedia que debe ser. Lo cierto, lo universal, es que, de todas las posibles variantes sexuales, el beso de lengua es la más reveladora y la que requiere más armonía, sentido y valor. Ese paso que algunos llaman “preámbulo” y es literalmente un “abrebocas” es altamente definitorio. Después de un buen beso todo resulta fácil y propicio, y el camino se nos abre como una ofrenda deslizante, indetenible.
También hay que celebrar la igualdad de condiciones que el beso exige y ofrece. En la gran mayoría de los contactos sexuales suele haber una diferencia, a veces notable, entre las partes involucradas. Haz tu propio inventario. Pero en el beso, ¿cuánta diferencia puede haber entre un par de lenguas? Nadie venga a decirme que la de los hombres es viril, grande y musculosa, incluso carrasposa, y en cambio la de la mujer es tierna, dulce y acolchadita.
Lo masculino y lo femenino quedan en suspenso ante una igualdad que alcanza hasta la epiglotis. Quizás sea esta la única paridad absoluta y viene a ser un descanso en un mundo marcado por las diferencias. Si el beso va bien, todo irá bien. La penetración ha sido mutua y compartida, al punto que no se sabe quién está dentro de quién. Sentimos la temperatura y el aliento, o el hálito, para ser más románticos, que es el testimonio más directo y profundo de nuestra interioridad. A esos efluvios se refieren los amantes cuando se ufanan de tener “química”. Los cinco sentidos están comprometidos por lo cerca que se encuentran al lugar de los hechos. Se involucran el olfato, el gusto, el oído, el tacto. Hasta los ojos cerrados están viendo más que nunca, como si nos adentráramos en los radiantes paisajes del alma…. La lengua, no la real y académica, sino la única e intransferible, puede ser muy sabia.
Y fin del correo. A última hora lo revisé y envié solo las primeras cinco líneas. Fue suficiente, mi tío no ha vuelto a hablarme de una visita a Madrid.
Ahora que lo pienso, el sobrino no estaba tan mal encaminado. Esa charla, a la que nunca me invitaron, ha podido tener un alto nivel académico. Si pensamos en cuánta información se intercambia en un beso y lo unificador que resulta, y a esto añadimos que se hace en igualdad de condiciones, podemos preguntarnos: ¿Y no es, acaso, ese intercambio, esa integración, la razón de ser de un idioma, de una lengua viva?
Muchas veces las consecuencias nos hacen olvidar las causas. ¿Qué puede saber un archipiélago de un manantial? Ese instrumento prodigioso que la Real Academia llama “lengua española” tiene su origen en ese músculo infatigable que vive replegado y amenazado por nuestros dientes. Piensen por un momento en lo responsable y prudente de su comportamiento. ¿Se imaginan el aspecto que tendríamos si le concediéramos a nuestra querida lengua un merecido descanso, dejándola colgar libremente para que tome aire, algo de sol?
Cuidado con hacer este tipo de experimento al acostarse. Al sabio Tejera le preguntaron si dormía con la chiva sobre o bajo la sábana y nunca más se recuperó de una crisis de insomnio.
“Saber” proviene de “sabor”. Lo primero que sabemos es a qué sabe lo que nos sabe bien y lo que nos sabe mal. Mucho antes de los presocráticos, algún filosofo debe haber establecido qué se podía comer y qué no, un conocimiento clave para sobrevivir. Sabio y sabor, sabiduría y sabroso provienen del latín sapere: “tener inteligencia”, y también, “tener buen gusto”. Los italianos aún utilizan el verbo sapere: conocer, y sapore: sabor, y el adjetivo saporito, con algo más de gusto y alegría que sabroso.
Nada más sabio que tener buen gusto, un don que, curiosamente, no aplicamos a los alimentos, sino a la moda y a la decoración, a veces a la arquitectura. Quien tiene buen gusto no anda lamiendo ropa, ni muebles, ni edificios; luego debe haber algún tipo de acuerdo entre el ojo y la lengua que genera una suerte de “pupilas gustativas”. Mi padre, por ejemplo, cuando veía llegar a una persona que le caía bien, se relamía como si fuera un manjar la conversación que estaba por darse.
Las derivaciones de nuestros cinco sentidos son todas curiosas. Tener buen tacto tiene que ver más con saber aproximarse que con saber tocar o manosear el prójimo. El buen olfato se usa para los negocios y el buen ojo para un futuro que aún no podemos ver. En Venezuela decimos que tiene el ojo podrido el que no sabe escoger pareja por enamorarse solo de las perecederas virtudes. Como decía Sofía Loren, conviene enamorarse de los defectos, pues son los que se exponencian con los años.
El oído lo referimos a la música, pero también es clave en el lenguaje. Habría que fundar la “Real Academia de la oreja española”, pues sin uno que oiga no hay idioma que valga. Más importante que hablar o escribir es que alguien te entienda.
El abortado viaje a Madrid, a una academia de la que no conoceré ni siquiera las instalaciones, tiene un tercer trasfondo. Por una serie de razones, una de ellas el cataclismo que estamos atravesando en Venezuela, mi lengua está en crisis. Me refiero a su afición favorita: la literatura.
Comencé a escribir a los 46 años. Primero fueron artículos en el periódico “El Nacional” sobre arquitectura y ciudad. Escribía una vez cada tres semanas. Mandar un ensayo un jueves y verlo publicado un lunes me parecía un acto de magia. Es tan distinto escribir a leer el texto impreso, convertido en algo público, reproducido con otro aroma y a una escala industrial. Imaginaba a mis lectores desayunando con el periódico abierto, o, tal como yo, sentados en su baño con una seriedad solemne mientras vamos evacuando las malas noticias. Esta suerte de intimidad compartida se convirtió en un vicio. Igual que me gusta más comprar libros que leerlos, me asomé a la trampa de preferir publicar a escribir.
Casi sin darme cuenta comenzaron a surgir los cuentos. Solo tenía borradores de historias que había vivido, así que llamé al primer libro El borrador. Todo texto es un borrador, incluso después de la muerte del autor. Borges lo dijo muy bien: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Mi recomendación es comenzar por uno mismo, usar ese personaje que nadie conoce mejor, o peor. Así volví a los pasillos del colegio y a los jesuitas, y fui llegando al tema de la primera novia y un beso que se inicia y termina en las aguas de una piscina:
Cuando me pasó flotando muy cerca y su cabellera se deslizó por mi pecho, supe que debíamos retornar a nuestro escondite, una caseta donde guardaban las toallas. Era el último chance de la tarde. Teníamos las huellas de los dedos demasiado arrugadas para continuar acariciándonos bajo el agua deslumbrante de la piscina.
Ya refugiados en nuestra guarida, le acaricié el cuello y cerré los ojos con vigor —no se fueran a abrir solos—. Así fuimos juntando, ya con más noción de escala, nuestras bocas y los dedos de los pies, hombros y rodillas, brazos y muslos, y así fue cómo, por primera vez, quedamos totalmente adheridos. Por fin mi erección se extendía a todo mi cuerpo y dejaba de dolerme.
Mientras la estrechaba sucedió el milagro. Comenzó a brotarle por los pechos, por la barriga y el vientre, un agua tibia que se derramaba entre los dos y se deslizaba adentrándose en mi traje de baño. Mientras más la apretaba, más agua salía de aquella fuente infinita y melosa. El deleite me desconcertó y respiré por la boca, lo cual ella me tenía terminantemente prohibido, con su fórmula insistente:
—Traga saliva y respira por la nariz.
Pero esta vez la saliva era dulce y me dejó lamerla olvidando sus normas.
Un salvavidas que venía cargado de colchonetas puso fin a nuestro beso y nos fuimos a vestir para la película de las siete.
Yo estaba feliz. Había sido bautizado, ungido. Nada de lo que me habían contado, o leído, o visto en películas, se aproximaba o explicaba aquel beso tan húmedo.
En la fila para el cine la abracé por la espalda y le dije en secreto:
—Mi vida, esa agüita, tan divina, ¿De dónde sale?
Ella apenas movió los labios y me respondió como en clave:
—Copas.
Pasé un buen rato sentado a su lado en la oscuridad dándole vueltas al significado amoroso, anatómico o fisiológico de la palabra “copas”. Después de revivir la escena cien veces y hacer varios diagramas mentales entendí que el secreto de aquel manantial sorprendente estaba en las generosas copas de su traje de baño anaranjado. Llevaba horas de precalentamiento y ya se le habría evaporado el cloro y adquirido la fragancia de sus nacientes senos cuando nuestro abrazo la derramó.
Pensé explicarle lo que había sentido e imaginado, decirle de rodillas que veneraba aquella agua bendita, aquel orgasmo epidérmico, viniera de donde viniera, como un presagio casual de otras aguas más profundas y cálidas, pero me arriesgaba con tantos ímpetus a asustarla y perderme los besos de lo poco que nos quedaba de película y de noviazgo.
Nunca imaginé que sería capaz de escribir una novela. Me juraba un corredor de distancias cortas, y de pronto había sobrepasado las 300 páginas. Escribía sobre el Falke, un barco donde venían jóvenes estudiantes junto a viejos militares que querían derrocar a Gómez, el dictador que más tiempo ha gobernado a Venezuela. La expedición fue un estrepitoso y total fracaso, y tuve la buena suerte (o la mala, porque con la suerte, y sus ondas de largo alcance, nunca se sabe) de que la publicación del libro coincidiera con el golpe contra Chávez, otro fracaso fenomenal. José Vicente Rangel, el sumo sacerdote del chavismo, me llamó para felicitarme. Fue generoso. Yo hubiera preferido que me llamara para amenazarme, pues la novela era, entre otras cosas, un llamado contra las tiranías.
En Caracas me siento como un inútil, en Barcelona como un traidor. No encuentro cómo escribir algo que sea tan cierto, tan fuerte, tan acertado, tan demoledor, tan efectivo, que me convierta en un desterrado, en un exilado político, y ya no en un girovagante paralizado y recluso de sus propias ansiedades.
Al mismo tiempo, se me ha ido haciendo cada vez más difícil escribir cuentos o novelas. Tengo varias ideas, pero siempre se atraviesan como nubes negras esos artículos sobre política que pretendo escribir con armonía, sentido y valor, pero terminan siendo los divertimentos de un escritor buscando comprensión y desahogo. Debe ser por ese síndrome de llenar los silencios que me atormenta desde niño.
En Venezuela la literatura es lo opuesto al crimen, pues no paga. Este año el reporte de ventas, y eso que tengo un buen editor, es de cinco dólares. Carlos Fuentes decía que había que escribir como si estuviéramos muertos. No sé si cuenta escribir como si uno estuviera agonizando, o esfumándose.
Y entonces me fui de Caracas y llegué a Barcelona, supuestamente hasta noviembre del 2017. Ya solo me quedan dos meses para encontrar una excusa válida para no volver. James Joyce dijo una vez, o varias veces: “Ya que no podemos cambiar de tema, cambiemos de país”. Pero ese “cambiar” no funciona. Siglos antes Horacio también nos advirtió: “Los que corren tras los mares cambian de clima, no de ánimo”.
Y tiene razón. Es en las rutinas ordinarias, la de pasear por una calle, tomar un café en una plaza o bañarme en el mar, cuando me considero un traidor. Para hacer faenas tan sencillas, bien podría estar con los míos. A los venezolanos la nostalgia se nos ha ido tornando esférica. Sentimos tanto el dolor de querer marcharnos como el de querer volver y, ya de vuelta en Caracas, el dolor de haber regresado. Es una nostalgia que funciona en todas las direcciones.
Hablo de una nostalgia esférica y no circular porque, además de suceder en la dimensión relativamente plana del ir y venir, opera también en el tiempo, y esas nostalgias no tienen remedio, pues se proyectan en una sustancia a través de la cual no podemos avanzar ni retornar. Nadie vuelve al pasado ni se adelanta al futuro. El español tiende a enredar estos asuntos al usar la misma palabra para el comienzo del día que para el día siguiente. Apenas nos levantamos ya es la “mañana”, y el día siguiente será mañana y comenzará con otra mañana. Los otros idiomas tienen “morning” y “tomorrow”, “mattina” y “domani”. El catalán nos permite escoger entre “matí” y “demá”.
Pareciera que el español nació con cierta prisa, pero el tiempo es inexorable. Pessoa nos asoma a una terrible posibilidad: “No hay nostalgia más dolorosa que aquella de las cosas que no han sido nunca”. El humorista Willy Rogers lo dice de una manera más cruel: “Las cosas no son como solían ser, y probablemente nunca lo fueron”.
Esta vertiente es la que me concierne como escritor. Alimentarme de lo que nunca fue y extrañarlo como si hubiera existido, es un buen punto de partida para inventar una ficción y hacerla lucir real.
Pero la lengua se cansa. Hace años leí unas líneas de Vallejo que fueron como una premonición, un presentimiento:
¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!
En estos días llegó a mis manos un fragmento del poema de T. S. Eliot, “Miércoles de ceniza”. Su mensaje es aún más penetrante:
Si la palabra perdida está perdida, si la palabra gastada está gastada,
si aún no ha sido dicha ni escuchada la palabra nunca dicha y jamás escuchada,
aun así, seguirá siendo una palabra que está por ser dicha,
una palabra que necesita ser escuchada,
una palabra sin palabras, una palabra dentro del mundo
y para el mundo.
Y la luz brilló en las tinieblas
y contra la palabra el mundo inquieto continúa girando
en torno al centro de esa palabra silenciosa.
Oh pueblo mío, ¿qué te estoy haciendo?
Cuántas palabras hemos dicho y están perdidas; cuántas palabras hemos repetido y están gastadas; cuántas hemos dejado de decir y de escuchar. Podemos aceptar que no hemos dicho las palabras necesarias, o que hemos repetido demasiadas veces las palabras justas, pero nunca despreciar la justicia de las palabras.
Hoy me hago la misma pregunta de un cuento de Raymond Carver, “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, ¿De qué hablamos cuando hablamos de política?
El cuento de Carver termina así:
—Se acabó la ginebra —anunció Mel.
—¿Y ahora qué? —dijo Terri.
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno, lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.
Así me encuentro, sentado en esa misma mesa oscura donde se acabó la ginebra y ya no hay nada que decir, ni qué escuchar, solo el silencio de nuestros corazones.
Federico Vegas
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