Literatura

Sobre el hilo de Macuto

Macuto, 1982. Fotografía de tchamber236 | Flickr

24/10/2024

A veces estamos leyendo un libro y, de pronto, nos invade la necesidad urgente de compartir lo que acabamos de leer. Hay algo que nos sobrepasa, que nos vuelve prodigiosamente generosos, y quizás sabios, porque también sentimos que, por algún oportuno portento, lo que acabamos de leer nos pertenece. Se trata de una idea muy nuestra, aunque vaga, que aguardaba en nuestro interior a que un extraño propiciara su manifestación.

Emerson lo anunció antes que Borges: existe “una mente común a todos los individuos”. Lo que Platón pensó, lo podemos pensar; lo que San Bernardo sintió, podemos sentirlo; lo que en cualquier época le ha sucedido a cualquier hombre, podemos llegar a vivirlo. Esto explica la emocionante apertura que nos ofrecen algunas lecturas hacia lo universal y hacia lo íntimo, como un relámpago capaz de iluminar a la vez el mundo entero y los más oscuros pasadizos de nuestra alma. Emerson insiste: “De la mente universal todo individuo es una encarnación más”.

Pero luego pasa ese desconcertante temporal y cesa ese estado de suspensión que, al jurarnos los geniales dueños de un tesoro, nos ha elevado más allá de toda medida y prudencia, y entonces regresamos al usual ritmo de las convencionales y pasivas lecturas que, tarde en la noche, van convirtiendo lo que alguien escribió, tras años de meditaciones y correcciones, en sueños que ya ni siquiera recordamos. Sumidos en este plácido estado, nunca llegamos a lanzar ese llamado que tiene algo de pedido de auxilio y mucho de desconcertante alegría, y ni siquiera nuestro prójimo más cercano, y bajo la misma sábana, llega a enterarse de que hemos vivido una de las encarnaciones que Emerson pregona.

De manera que propongo anotar esos instantes, esas breves iluminaciones, como si fuera un lance decisivo para nuestra salvación. A manera de ejemplo, y mientras va dejando de revolotear el ángel de mis emociones, aquí les presento el texto que me ha conmovido. Es un fragmento de la breve novela de César Aira, El congreso de literatura.

Disfruten con la sorpresa de la maravilla que Aira encontró en las playas de Macuto.

Fragmento de “El hilo de Macuto”, primera parte de la novela El congreso de literatura, de César Aira

En un viaje que hice recientemente a Venezuela tuve la ocasión de admirar el famoso “Hilo de Macuto”, una de las maravillas del Nuevo Mundo, legado de anónimos piratas, atracción del turismo y enigma sin respuesta. Un extraño monumento de ingenio que atravesó indescifrado los siglos y en el proceso se volvió parte de una Naturaleza que en esas latitudes es tan rica como todas las renovaciones que promueve. Macuto es una de las localidades costeras que se suceden a los pies de Caracas, vecina de Maiquetía, donde está el aeropuerto al que yo había llegado. Me alojaron provisoriamente en Las Quince Letras, el moderno hotel levantado frente al parador y restaurante del mismo nombre, sobre la costa misma. Mi habitación daba al mar, el Caribe enorme y a la vez íntimo, azul y brillante. El “Hilo” pasaba a cien metros del hotel; lo descubrí desde la ventana, y fui a verlo.

En mi infancia, como todo niño americano, yo me había empapado en vanas especulaciones sobre el Hilo de Macuto, en el que se hacía real, tangible, vestigio vivo, el mundo novelesco de los piratas. Las enciclopedias (la mía era el Tesoro de la Juventud, que nunca como en esas páginas merecía su nombre) traían esquemas y fotografías, que yo reproducía en mis cuadernos. Y en mis juegos desataba los nudos, descubría el secreto… Más tarde vi documentales sobre el Hilo en la televisión, compré algún libro sobre el tema, y tropecé con él muchas veces en mis estudios de la literatura venezolana y caribeña, donde es un leit motiv. También seguí, como todos (aunque sin un interés especial) las noticias que traían los diarios sobre nuevas teorías, nuevos intentos de descifrar el enigma… El hecho de que siempre fueran nuevos era indicio suficiente de que los anteriores habían fracasado.

Según la leyenda inmemorial, el “Hilo” debía servir para izar del fondo del mar un tesoro, un botín de valor incalculable puesto allí por los piratas. Uno de los piratas (todas las indagaciones en crónicas y archivos han fallado en identificarlo) debió de ser un genio científico artístico de primera magnitud, un Leonardo a bordo, para idear el maravilloso instrumento que servía a la vez para ocultar el botín y recuperarlo.

El aparato tenía una simplicidad genial. Era, como el nombre lo dice, un “hilo”, uno solo, en realidad una cuerda de fibras naturales, tendida a unos tres metros sobre la superficie del agua sobre una hoya marina que hace el fondo cerca de la costa de Macuto. En la hoya se perdía un extremo del hilo, que pasaba por una suerte de roldana natural de piedra en una roca emergida a doscientos metros de la orilla, daba una voltereta de nudos corredizos en un obelisco también natural en tierra, y de ahí subía a dos montañuelas de la cadena costera para volver al “obelisco”, en una triangulación. Sin necesidad de restauraciones, el dispositivo había resistido intacto el paso de los siglos, sin cuidados especiales, al contrario, siempre invicto ante las manipulaciones groseras y hasta brutales de los buscadores de tesoros (todo el mundo lo es), ante los depredadores, los curiosos, y las legiones de turistas.

Yo fui uno más… El último, como se verá. Resultó ligeramente emocionante verme frente a él. No importa lo que se sepa de un objeto famoso: estar en su presencia es otra cosa. Hay que encontrar la sensación de realidad, despegar el velo de sueños que es la sustancia de la realidad, y ponerse a la altura del momento, del Everest del momento. Innecesario decir que soy incapaz de esa hazaña, yo más que nadie. Aun así, allí estaba… bellísimo en su fragilidad invencible, tenso y delgado, captando la luz antigua de las navegaciones y las aventuras. Pude comprobar que era cierto lo que se decía de él: que nunca estaba del todo callado. En las noches de tormenta el viento lo hacía cantar, y los que lo escucharon durante un huracán quedaron obsesionados de por vida con su aullido de lobo cósmico. Todas las brisas marinas habían tañido esta lira de una sola cuerda, el “ayudamemorias” del viento. Pero aun esa tarde, con el aire inmóvil (si un pájaro hubiera soltado una pluma, habría caído en línea recta), su rumor atronaba. Eran graves y agudos microtonales, muy dentro del silencio.

Mi presencia ahí frente al monumento tuvo grandísimas consecuencias, objetivas, históricas; no sólo para mí sino para el mundo. Mi presencia discreta, inadvertida, fugaz, casi la de un turista más… Porque esa tarde resolví el enigma, hice funcionar el dispositivo dormido y saqué el tesoro del fondo del mar.

Conclusión

Aira tiene que haber sabido que el punto de partida del “Hilo de Macuto” coincide con la ubicación de El Castillete, la vivienda y taller de Armando Reverón, también ubicados a cien metros de Las Quince Letras, pero se calla este dato. O mejor aún si en verdad lo ignora, pues entonces serían aún más mágicas y enigmáticas sus referencias a Reverón cuando nos habla de un “enigma sin respuesta”, de “un extraño monumento de ingenio que atravesó indescifrado los siglos y en el proceso se volvió parte de una Naturaleza”, de ese artista capaz de “idear el maravilloso instrumento que servía a la vez para ocultar el botín y recuperarlo”, de una obra “siempre invicta ante las manipulaciones groseras y hasta brutales de los buscadores de tesoros (todo el mundo lo es), ante los depredadores, los curiosos, y las legiones de turistas”.

También nos habla Aira del “velo de sueños que es la sustancia de la realidad”, de “fragilidad invencible”, de captar “la luz antigua de las navegaciones y las aventuras”.

Es fácil encontrar en este fragmento otros estímulos y analogías. Toda oportunidad es buena para pensar en Reverón.


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