Fotolibros
Sobre el fotolibro “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano”
En la entrega #39 de la serie Apuntes sobre el fotolibro, compartimos un texto de Nelson González Leal, periodista, escritor y fotógrafo que indaga con una mirada aguda y sensible sobre importantes consideraciones para el fotolibro y para el ejercicio propio de la fotografía desde la obra de ese inquietante creador aficionado que fue Pedro Duim.
El fotolibro “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano” fue publicado en el año 2004 por Ediciones del Museo Jacobo Borges. Contó con la edición de Igor Barreto. La selección de fotografías a cargo de Igor Barreto, Xiomara Jiménez y Carlos Palacios. El diseño gráfico de ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario y la corrección de Alberto Márquez. Fue impreso en Gráfica Acea en la ciudad de Caracas.
Pedro Duim: fotógrafo de un único mundo anidado por todas sus devociones
¿Con qué rigor debe mirarse una fotografía? ¿Con cuánta intensidad debe asumirse la producción de un trabajo fotográfico? ¿Qué debe suceder en la mente de una persona para que decida dedicarse a registrar en imágenes fotográficas su tránsito familiar y su habitual relación con la ciudad donde habita? ¿Qué se necesita para convertirse en un fotógrafo, y en especial en uno que logre trascender el mero registro casero, el inventario corriente de las querencias y sorpresas particulares, tan propias que su observación y disfrute competan solo a él? ¿Cuántas veces nos hemos hecho estas preguntas frente a diversas ofertas y obras fotográficas? Pero sobre todo delante de aquéllas que muestran registros muy personales, como aquel del fotógrafo y poeta canadiense Larry Towell, donde revela, en una impecable y amorosa gradación de grises, la relación profunda que su familia mantiene con la tierra y el espacio en que viven, en su granja de Ontario. O como esa otra donde el venezolano Ricardo Gómez-Pérez, ya en el lejano 1994, retrata los primeros pasos de sus hijos, también en amorosa escala de grises y mediante el uso de lo que en la actualidad el movimiento lomográfico y sus tribus hipster gentrificadoras han logrado convertir en un bestseller: la cámara Diana F+.
Algunas de esas preguntas podrán ser calificadas como necias o impertinentes, toda vez que para el observador común, aquel que no persigue estudio o análisis alguno sobre una fotografía, poco o nada importa la disciplina analítica, sino la aproximación placentera hacia una obra que considera extraordinaria y, por lo general, fuera de sus posibilidades creativas. Y habría que preguntarse incluso, antes de formularlas, si resultan innecesarias para aquellos que asumen la producción fotográfica como una vía de expresión profunda de su Yo y de toda la carga de sensaciones que le genera el entorno donde se desenvuelven, la cultura que los define como seres sociales.
No pocas veces durante el proyecto de entrevistas a fotógrafos y fotógrafas nacionales, intitulado “Voces lúcidas tras la cámara oscura”, que realicé de mayo de 2017 a agosto de 2018, los entrevistados hablaron de la fotografía como un acto de magia, es decir, casi un fenómeno sobrenatural mediante el cual se manifiestan cosas excepcionales, aunque se sepa que, como toda magia, está sujeto al conocimiento y dominio de técnicas y prácticas precisas. Y aquí también levantarán el dedo índice, tal vez con ánimo discordante y sobre todo para acotar este campo, aquellos que insistieron en la presencia e importancia del azar dentro de la creación fotográfica.
Y tendrán razón, todos tendrán razón, porque el acto fotográfico es un acto creativo de índole personal que combina ingenio e intuición, aunque se elabore fuera del ámbito íntimo y bajo pautas impuestas. Es una práctica u oficio de expresión comunicacional profunda y abierta hacia la interpretación diversa. Pero es sobre todo un acto que alienta la perpetuidad retórica del pensamiento de quien lo ejecuta para comprometer a la realidad objetiva y objetual ante su indispensable correspondencia con las causas del espíritu —y esto funciona así aun en lo que se considera la producción fotográfica más involucrada con lo real objetivo, el fotoperiodismo; no obstante sea esto aliciente para un largo y complejo debate.
No son otra cosa, sino esto último, los mencionados trabajos de Towell y Gómez-Pérez, así como el que me ocupo ahora en comentar, con la voluntad de un observador común y el aliento —u osadía, más bien— de quien ha asumido la fotografía como un medio de reinterpretación.
“Si usted me pregunta que he retratado yo, le digo: la pobreza, la tristeza, la necesidad”
En el texto que escribí sobre “Dejaste atrás lo lejano”, de Christian Belpaire, de la mano del investigador y comisario de exposiciones español Horacio Fernández acordé que “el germen del fotolibro está en el álbum familiar”. A partir de allí me moví por la relación que se establece entre ambos como bitácora de la memoria, artilugio empleado para la traslación generacional de los recuerdos y de los afectos, porque si todo fotolibro tiene o debe tener como principal característica la de situar al espectador ante una lectura afectiva de la historia que contiene, entonces éste es también un espacio para la compilación del aprecio, una especie de álbum donde aquello que el fotógrafo y poeta Vasco Szinetar ha llamado “género eterno”, el retrato, posee lugar destacado.
Y desde aquí surge una respuesta a una de las preguntas precedentes: el aprecio. El afecto como valoración es lo que puede impulsar el registro en imágenes fotográficas de todo aquello que resulta doméstico, simple, cotidiano, para cualquier persona; se dedique ésta o no a la fotografía profesional. Y es esta característica lo que torna universal ese registro. El afecto genera el temor a la pérdida y la necesidad de perpetuar aquello que tememos perder. Frente a eso lo espiritual se vale de lo objetual para dar una recompensa a sus causas y demandas. Frente a eso, fotografiamos.
O retratamos, como conviene el propio Pedro Duim, ante la inquietud que plasma Blanca Elena Pantin en uno de los seis textos que integran el fotolibro “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano”, donde se recogen las fotografías exhibidas en la exposición “Hechos y Fábulas de Pedro Duim”, realizada en el Museo Jacobo Borges en septiembre de 2003. “Si usted me pregunta que he retratado yo, le digo: la pobreza, la tristeza, la necesidad”, y eso se plasma de manera teatral en la imagen “La navidad del mendigo”, realizada en 1951. No es esta “una suerte de autorretrato”, como es clasificada en otro de los textos del libro, firmado por Claudia Furiati Páez, sino un retrato donde el autor se vale de la escenificación para lograr una imagen que interpreta y expone un drama social, justo en una época en la que la bonanza petrolera comienza a impulsar la ilusión de modernidad en Venezuela.
“La navidad del mendigo” es un retrato de autor que se vale del metalenguaje para exhibir una crítica contundente: el propio fotógrafo hace de modelo para la puesta en escena, que es articulada con materiales tomados de su hogar, de su cotidianidad, por no contar con recursos económicos para montar una escenografía profesional. Es una crítica hacia la sociedad que nutre la ilusión de riqueza y modernidad, de espaldas a la pobreza, y un llamado de atención sobre su propia condición como creador. La crítica llega a la ironía cuando esta imagen obtiene el primer premio en un concurso fotográfico convocado por la Creole Oil Company, empresa donde el fotógrafo laboraba.
La antagónica representación del afecto en el tiempo
La pobreza, la tristeza, la necesidad, no son sin embargo la marca identitaria de “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano”, así como “La navidad del mendigo” no resulta la obra que ha de definirlo mejor. Es éste un fotolibro sólido: contiene en 144 páginas 78 fotografías, un texto de presentación firmado por Adriana Meneses, el texto de sala elaborado por Igor Barreto, dos textos de aproximación crítica a la obra, firmados respectivamente por Xiomara Jiménez y Carlos E. Palacios, una nota de Blanca Elena Pantin, una breve entrevista de personalidad realizada por Claudia Furiati Páez, una reseña que fue publicada en el diario El Universal bajo la firma de Ana María Hernández, una cuidadosa cronología y, con apreciable rigor técnico, la lista de obras expuestas —detalle que puede otorgarle índole de catálogo.
El diseño es de Waleska Belisario, que logra en un comodísimo formato de 15 x 15 cm, superar la tentación y el riesgo de construir un mero álbum memorioso, aquel que se erige como fortaleza ante el olvido, para condensar un espacio de representación continuo desde donde emerge la característica principal de la obra de Pedro Duim: la representación del afecto en el tiempo.
“Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano” muestra un trabajo que se ajusta a lo que el escritor y crítico judeo-alemán Siegfried Kracauer atribuyó como fundamento de la fotografía en la modernidad: es un proyecto antagónico a lo memorioso, en tanto no discrimina en función del afecto, sino que se vale de éste para resignificar aquello que expone supeditado a su propia potencia sensorial y a la devoción que cada elemento a fotografiar le genera. En este sentido, Pedro Duim es un devoto, no de la cámara, no de la fotografía, no del arte o el oficio, sino de la ciudad, de su esposa, de los compañeros de faena, del deporte que practica, y desde esa devoción da respuesta a sus causas y demandas espirituales.
Lo anterior revela que el mayor signo de modernidad en la fotografía de Pedro Duim no está en su labor de registro de cambios o de emplazamientos, dentro de lo que entra, por supuesto y según las circunstancias sociopolíticas de la época, un conjunto de elementos tipificadores de esta nueva forma de socialización (el desarrollo y crecimiento de las formas mercantilistas de correspondencia social, el culto a la velocidad, la masificación, etc), captados bajo los códigos estéticos en boga, en especial el de la frontalidad, la composición en torno a un eje central y la ausencia de alto contraste.
El signo modernista en la fotografía de Pedro Duim está en su apego a lo cotidiano, en su afán de construcción personal de un conjunto de imágenes que “significan algo” para su propia vida, que afectan su entorno y su realidad íntima, más allá e independientemente de cualquier sentido universal. La emergencia de su mundo de relaciones afectivas se da a través del retrato y hay uno que promueve o establece, en especial, la condensación de su universo de significantes, aquel donde aparece su esposa frente al edificio Titania de San Bernardino.
Pedro Duim devoto
En el retrato de su esposa Margarita Giraud frente al Titania se expresan las “diversas devociones” del fotógrafo Pedro Duim —y todas, creo, con una importante carga de candor: el gusto por las formas clásicas de composición, su afán por registrar los rasgos cosmopolitas de la ciudad insurgente, su búsqueda de equilibrio y de vasos comunicantes entre lo objetivo y lo espiritual a través del retrato, su apego a la aproximación intimista, y sobre todo, la propensión a establecer esa especie de antagonismo a lo simplemente memorioso, al mero registro para el álbum de familia, en favor de la perpetuidad retórica del pensamiento, de lo que concibe como “idea de mundo” y de “su mundo”: nótese en la imagen la elocuente dimensión del personaje retratado ante la imponente figura arquitectónica que la enmarca. Y advierto: ante esta imagen quizás pueda dudarse de su inclinación modernista, pero de su voluntad poética jamás.
En el fotolibro hay 18 retratos hechos a su esposa y en cada uno se nota la complicidad de quienes comparten afectos y fervores. Hay retratos de Margarita Giraud en la intimidad, como aquel donde aparece en la cama mientras revisa la prensa (Lídice, 1963), otros en su casa, pero en situaciones sociales, donde comparte con sus amigas o en reuniones familiares, y 8 tomados en escenarios exteriores. De todos estos, además del ya mencionado frente al Titania, destacan el retrato realizado en Río Claro, Estado Lara (1962) y el que le toma durante su cumpleaños de 1958. En este último, Margarita Giraud se encuentra frente a la cámara y levanta en señal de brindis dos copas cargadas de licor. Fue realizado en Lídice, en el hogar de los Duim, en lo que parece ser una vivienda humilde, lo que se deriva de la estrechez del espacio donde observamos una mesa con una torta y botellas de bebidas alcohólicas, una nevera y una lavadora, todo en tres cortos planos de profundidad. Pero lo significativo radica en lo que trasmite la mirada de la mujer: complacencia y participación.
Así como sabemos, gracias a informaciones dadas por el propio fotógrafo, de los aportes de la esposa en el montaje escénico de “La navidad del mendigo”, en cada uno de los retratos de Margarita Giraud, mire o no a la cámara, se aprecia su auxilio. Y empleo la palabra auxilio con total propósito, porque para el fotógrafo aficionado y devoto que era Pedro Duim no resultaría fácil contratar modelos para hacer retratos. Esto marca una considerable característica en su trabajo fotográfico: la ingeniosa ingenuidad, que resulta, al mismo tiempo, el mayor aliciente a la connivencia de la esposa, modelo y musa que estaba siempre a la mano y que nutre cada una de las devociones del esposo. Y termine uno de convencerse de esto con la detenida observación de ese otro retrato, de delicada fuerza intimista: Margarita Giraud en Río Claro, recostada en un chinchorro, con la mirada vuelta hacia ella misma, hacia su interior, como hurgando en sus causas y demandas espirituales, a sabiendas de que se encuentra expuesta a la lente de un fotógrafo, pero de uno con el que comparte amor y devociones.
La aventura como vocación
Pedro Duim fotografía de día, fotografía de noche, fotografía niños en juego, aeromozas, mecánicos, chóferes de autobús, bailes en fiestas populares, paisanos que comparten en el bar restaurante de su hermana, fotografía compañeros de trabajo, también un día de pago en la Creole, pero sobre todo fotografía lo que parecen ser sus dos mayores querencias: Margarita Giraud y Caracas.
A Margarita la fotografía como símbolo de la felicidad conyugal y como eje del desarrollo y crecimiento de un hogar que prospera pese a las dificultades. A Caracas como modelo de un territorio urbano que progresa a partir de su enlace feliz con la arquitectura moderna. Y entre estos dos polos se estructura el resto de su discurso fotográfico de manera concomitante, es decir, nada, ninguna otra construcción visual se desliga de los fundamentos que lo sostienen al fotografiar sus dos mayores apegos y de ese intuitivo afán por trascender los linderos de la catalogación para el resguardo de la memoria.
Lo que sucede con Pedro Duim, de forma básica y además cándida y que queda perfectamente delineado en el fotolibro “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano”, editado por el Museo Jacobo Borges, es que a este hombre de mil oficios y aventuras le anima el conocimiento, por ello lo busca con avidez, lo captura con asombro y lo digiere con gusto, para devolverlo expuesto en imágenes que evidencian un recorrido prodigioso. “Yo era aventurero, toda la vida me ha gustado caminar y averiguar las cosas que no conozco”, ha dicho en palabras que se registran en la cronología del libro. Comprendámoslo, para este aventurero la vida y sus espacios son un peripatos alrededor del cual pasea con sed de provecho.
De ese apetito por conocer aunado a su devoción por la ciudad, se registran en el fotolibro “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano”, imágenes como la del desarrollo de la Estación del ferrocarril de Caño Amarillo, la de los niños que juegan libres y felices al pie de las estructuras de los novedosos bloques multifamiliares de Sarría, la construcción del Viaducto Nueva República, la gran avenida Bolívar, el moderno Liceo Andrés Bello, donde él mismo hará un curso de avicultura, que lo anima a dejar la Creole en 1954 y mudarse a Santa Cruz de Aragua para emprender una de sus tantas ocurrencias: monta una granja avícola.
“El dinero de mi liquidación y la venta de una casa en Sarría se lo comieron los pollos, yo no pensé en negocio ni nada, lo mío era la aventura”, confiesa también en la cronología y con ello precinta su carácter de aprendiz inquieto del mundo y sus misterios, por lo menos de aquel que lo cerca: “…paseaba de noche por Caracas, me metía por todas partes y tomaba fotografías porai”. Una curiosa imagen nocturna es la que hace en 1956 sobre la fuente de Plaza Venezuela, que por ser en blanco y negro cobra un dramatismo inquietante.
Un único mundo anidado por todas su devociones
Pedro Duim ha tenido una historia menuda muy rica. Desde su nacimiento en 1918 en Río Claro, Estado Lara, “en una troja por donde estaban los chivos”, pues su madre había sido echada de la casa por el marido, hasta cada una de sus andanzas posteriores: a los diez años se muda con una hermana a Los Teques, donde inicia sus primeros estudios, a los 15 está viviendo con su hermana en Ocumare del Tuy, donde se dedica a “sacar las redes con los pescadores”, hasta que decide irse de allí hasta Trujillo, a pie, y luego, ya en 1935, llega a Caracas para trabajar como cargador y vendedor en el Mercado de San Jacinto. Se residencia en Sarría y al poco tiempo se emplea en la construcción como ayudante de un maestro albañil y de allí, a los 23 años de edad, pasa a ser portero y encargado del Cine San Juan, donde además de proyectar películas, se montaban espectáculos boxísticos. A esa edad, después de dar tumbos por aquí y por allá, comienza a estructurársele mejor la vida. Gracias a su nuevo empleo conoce a Margarita Giraud, quien era acomodadora de butacas, y toma la decisión de aprovechar el gimnasio montado en el San Juan para practicar boxeo.
Y es allí, en las prácticas de ese duro deporte, donde el destino le asoma la posibilidad de convertirse en un ávido registrador de sus devociones. Por el boxeo conoce al fotógrafo Gustavo Dorta, quien hacía las fotografías publicitarias para la difusión y venta de las peleas.
A los 25 años se casa con Margarita Giraud y dos años después toma su primera fotografía: retrata la estatua del Libertador en la Plaza Bolívar. A sus 27 años de edad logra emplearse en la Creole Petroleum Corporation, donde trabajará por 7 años en el laboratorio de reproducción de la empresa, experiencia que le permitirá asumir igual responsabilidad laboral tres años después en el Ministerio de Energía y Minas, donde se jubilará luego de 21 años.
Su llegada a Caracas, su empleo en el San Juan, el boxeo y la Creole, marcan su destino. Pedro Duim se convertirá en fotógrafo, siempre con espíritu aficionado, aunque haya trabajado profesionalmente, con fotografías publicitarias para la propia Creole, para la Guardia Nacional en 1957 y durante su tránsito por el MEM.
Esa riqueza vivencial se expresó en 2003, mediante la muestra “Hechos y Fábulas de Pedro Duim”, y ha sido resguardada, para garantizar la perpetuidad del pensamiento de su creador, en el fotolibro “Hechos y Fábulas de Pedro Duim. Boxeador, caminante y fotógrafo de lo cotidiano”, que sí, aceptémoslo, viene de ese “germen” del que habla Horacio Fernández, pues genera la lectura afectiva de la historia que contiene, no sin trascenderla y antagonizar con la simple intención memoriosa al exhibir una crítica contundente de su realidad social, pero sobre todo con la pormenorización de los registros que hacían de Caracas un nuevo modelo abierto al modernismo arquitectónico y cultural.
Curioso es, en este marco de modernidad, el encuentro de motivos con otro aficionado a la fotografía que se ubica en un plano social y cultural diferente, y que hasta 2012 resultó un desconocido en este oficio, tal como lo fue Pedro Duim hasta la muestra ofrecida por el Museo Jacobo Borges en 2003: Alfredo Cortina.
La excelente producción fotográfica del inventor, escritor y hombre de radio que fue Cortina se reveló al público gracias a la pesquisa del curador, poeta y fotógrafo Vasco Szinetar y al apoyo del Archivo de Fotografía Urbana (AFU). El AFU adquirió en 2008 todo el archivo fotográfico de Cortina y promovió una muestra de su obra en la 30a Bienal de São Paulo, Brasil, curada por Szinetar. Allí se conoció que existe una serie completa de fotografías donde la esposa de Cortina, la poeta y dramaturga Elizabeth Schön resalta como figura primordial, aunque como lo establece el propio curador: “Las fotos no son sobre ella, sino con ella”, pues lo esencial en la fotografía de Cortina es su “cuestionamiento de la noción del paisaje”.
Sobre este archivo ha escrito también el poeta, historiador del arte y curador Luis Pérez-Oramas que resulta “el archivo incesante de un solo habitante, y muchos mundos. Alfredo Cortina construyó un sistema de imágenes quizás porque era consciente, como diría Villem Flusser, que ‘lo incomparable es incomprensible’, que solo en su diferencia con otras imágenes pueden las imágenes llegar a significar algo” (En “Alfredo Cortina: Un Atlas para Elizabeth”, editado por el Archivo Fotografía Urbana y la Sala Mendoza).
Desde esa apreciación se pueden establecer las analogías y los antagonismos con el trabajo de Pedro Duim, quien, me atrevo a decir, es el constructor de otro archivo donde, por la vía opuesta a la consciencia manifestada por Cortina, se levantan significaciones sociales profundas de un único mundo transitado por diversos habitantes: el mundo interior del inquieto aventurero, boxeador y fotógrafo, anidado por todas sus devociones.
La producción de Duim no es sistémica, resulta más bien arbitraria, incluso en la serie de fotografías donde aparece Margarita Giraud. No obstante, entre ésta y la serie de Cortina existe una analogía, o mejor, una característica que se puede establecer como vaso comunicante: la complicidad entre fotógrafo y fotografiada, que termina por establecer el sentido final de la imagen como una “puesta en escena”, como una trama donde existe la intención de expresar algo, donde ambos convienen en producir un acto que —como se estableció al inicio de este texto— alienta la perpetuidad retórica del pensamiento ejecutor para atar la realidad objetiva y objetual a su indispensable correspondencia con las causas del espíritu. Y es esto lo que hace de los dos —hasta hace poco grandes desconocidos— articuladores de un espacio de representación continuo desde donde la fotografía no es memoria, desde donde antagoniza con lo simplemente memorioso, aunque construya y muestre la “memoria del fotógrafo”, y por ello se constituye en una —para volver a Kracauer— “representación del tiempo”, independiente incluso de cualquier significación histórica, aunque nunca exento de ésta.
Nelson González Leal
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