Perspectivas

Sobre Crema Paraíso

29/06/2020

He tenido la dicha de amanecer con un libro en las manos, la novela Crema Paraíso. La empecé anteayer en la tarde, sosteniendo en los tramos finales una sabrosa pugna entre llegar al final y lograr que nunca se terminara, como en aquel viejo cuento del Gallo Pelón. Ha habido momentos en que he sentido envidia; tan terrible cuando la ocultas y tan liberadora y dichosa cuando la celebras.

Ahora que ya está en manos de mi esposa, empecé a preguntarme por qué la disfruté tanto y, sumido en ese estado retrospectivo que puede desviarse a la melancolía, recordé una película que vi hace más de medio siglo, Tres alegres compadres

Un padre y sus dos hijos se enamoran de una misma mujer que resulta ser una estafadora. Hacia el final, los dos hijos, nada menos que Pedro Armendáriz y Jorge Negrete, están en un bar ebrios hasta la madre, contándose sus penas. Dice Jorge:

—Yo la quería a la buena, para compañera de toda mi vida, para bien y para mal.

Pedro lo mira estupefacto, quizás con desprecio, y exclama con lujuria contenida y ya sin destino: 

—Yo la quería pos como quiero a mis mujeres. ¡Pa’ gozar de la vida! Aunque después, pues si te he visto no me acuerdo… Pero no tienes idea, nada más pensar en ella… ¡Se me retuerce todita el alma! 

Esta escena no la busqué. Apareció de sorpresa, nítida y fluida, trayéndome uno de esos mensajes que viajan entre penumbras pero llegan frescos. Creo vislumbrar cuál es su carga y su sentido.  Por mucho tiempo he estado queriendo y acariciando a la literatura con la responsabilidad y el buen juicio de quien pretende formar parte de una sana y respetable familia, olvidando que uno de sus propósitos más sublimes y necesarios es hacernos gozar de la vida, o invocarla con la misma vehemencia de un charro borracho y abandonado. Puede que Pedro Armendáriz se ufane de no recordar, pero un segundo después nos revela una meta de la literatura aún más valerosa (por lo valiente y provechosa): retorcernos todita el alma.

El verbo “gozar” suena tan irresponsable y desmedido; a menos que se reduzca a la dimensión de un goce. Pero así, en ese estado infinitivo que estira la z y, acompañado de la inmensurable y multifuncional palabra “vida”, suena a pecado irrealizable, engañoso y hasta engreído.

Alberto Barrera nos advierte en la portada que el relato “dinamita la solemnidad de la literatura, la pompa de los cánones y de las cofradías”. Estoy de acuerdo, pero no puedo ofrecer una línea histórica sobre esta tendencia y esta meta profana. Mi formación literaria es tardía y solo ha obedecido a lo que me gusta, tanto, que no puedo dejar de leerlo. Quiero decir con esto que predominan los abandonos más que los esfuerzos. Sí recuerdo sensaciones en que he reído y gozado hasta patear el suelo leyendo a François Villon y a Rabelais. Con Crema Paraíso he tenido que cerrar el libro y llamar a un compadre para descargar mi alegría al llegar al pasaje del “pajarillo verde”. Esa imperiosa necesidad de compartir es la medida que voy a utilizar en el futuro para valorar los libros.

Crema Paraíso no esconde sus intenciones. Ya en el epígrafe nos advierte que conviene abrocharse los cinturones: 

Yo a Maradona lo respeto como drogadicto. Lo que haga dentro de una cancha no me interesa.

Cesar Aira.

Y así le entramos a una novela en la que el primer personaje en aparecer nos confiesa, incluso se jacta, de odiar los libros con toda su alma: “El papel acumulado a mi alrededor me da grima”. Está hablando de los libros viejos. Por cierto, el único frente capaz de competir con la avalancha de la literatura digital y la única fuente para quienes, como yo, no puede leer en pantallas ni pagar lo que están costando en una librería de Barcelona recién salidos de la imprenta. Adoro esos tablones en los mercados llenos de ajadas y huérfanas criaturas que aguardan por manos que las abran y les permitan volver a respirar. Y todo por un euro.

No voy a contar más sobre la trama y milagros de Crema Paraíso, aparte de algo que no puedo contener. El segundo personaje en aparecer, padre del primero y poeta consagrado, tiene un biógrafo de apellido Troyat. Este Troyat le ha dedicado tanto tiempo a su obra que el poeta sospecha puede estar enamorado y buscando otras cosas. La aparición de Henri Troyat, biógrafo de Tolstoi, Flaubert y de Guy de Maupassant (la de Maupassant fue traducida y editada por Monte Ávila y es tan deliciosa como dolorosa), me hizo cerrar el libro por segunda vez y hacer tres llamadas a tres amigos en tres ciudades distintas. Es mi nueva manía de internacionalizar lo que debería internalizar.

¡Ah! Y otra cosa. Aparece un personaje muy secundario radicado en Panamá, que debe estar inspirado o evacuado a partir de nuestro flamante y flamígero embajador Roy Chaderton. Esto ya es hacer trampa. Usar la referencia de un hombre que exuda en cada frase y cada gesto la seguidilla de “soy mantuano, soy blanco, soy fino, soy culto, estoy perfumado y empolvado, hablo idiomas, como bien y vivo fuera de Venezuela, estiro el cuello hacia atrás y sigo siendo chavista”, y que ha pronunciado en cámara lenta las palabras más crueles y despectivas sobre la condición de un pueblo oprimido y depauperado, es incitar a la galería.

Pero vamos a perdonar a Camilo el exceso de hacernos rememorar nuestra repelencia hacia “Rey Chaderton”. Su libro maneja con tanta gracia la exageración, la desfachatez, las fantasías, las referencias, la libertad, el humor y la variación de registros, que me está contagiando y esta crítica pronto va a parecer escrita por el reseñado. 

Antes de terminar, voy a tocar tan brevemente como pueda un punto doloroso. Se trata de algo que brotó durante mi lectura como una sensación más que como un recuerdo: la historia del escritor y periodista Alejandro Rebolledo. No lo conocí, nunca lo leí y apenas escuché hablar de su novela Pim, pam, pum. Su nombre me llegaba como parte de un fragor al que yo no pertenecía ni podía pertenecer. La brecha generacional es más fuerte mientras más contigua y nos separaban veinte años, un mínimo que es un máximo. Así fue hasta el día en que Alejandro murió solo y ciertamente antes de tiempo. Entonces se levantó una ola que parecía haber estado adormecida pero que, con su trágica muerte, tomó una fuerza inusitada y un espíritu entre revisionista y vengativo. Los que, como ya expliqué, éramos de otra generación, no entendíamos el nivel de tanta pasión y tanto odio. Parecía ser más feroz entre quienes mayor (y más reciente) éxito habían obtenido frente al terrible desmadre físico y orgánico de Alejandro, y ya no intelectual o literario. 

He revisado Pim, pam, pum. Creo que Camilo pertenece a esa misma generación que ahora llega al medio siglo y fue buen amigo de Alejandro. Creo también, y esto me conmueve profundamente, que Crema Paraíso reivindica la labor del amigo como un pionero que no tuvo la suerte y el tiempo de madurar.  

Mi intención con estas líneas es compartir este burbujeante gozar con mis amigos y, a través de Prodavinci, con los amigos de los amigos. Ya el tiempo dirá si Crema Paraíso es capaz de retorcernos el alma al recordarla, y si algún día le entregamos a nuestros hijos o nietos un viejo libro con manchas de humedad y muestras de sabiduría y un profundo amor por la vida.


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