Sobre‌ ‌el‌ ‌ritmo,‌ ‌el‌ ‌insomnio‌ ‌y‌ ‌un‌ ‌eterno‌ ‌Jet‌ ‌Lag

Un sobrecargo atiende a los pocos pasajeros de un vuelo entre Baltimore y Atlanta, en Estados Unidos, el 20 de abril de 2020. Fotografía de Rob Carr | Getty Images | AFP

13/05/2020

Alguien decía que para entender al gobierno de Luis Herrera había que estar enratonado. El mal que ahora sufrimos lo percibo como un eterno Jet Lag en una nave que ni despega ni aterriza. Parece una referencia chistosa, pero intento describir el estado enloquecido del alma de los ciudadanos y los graves daños al cuerpo de la nación.

Comienzo esta reflexión en un largo vuelo sin lograr dormir, quizás el tipo de insomnio menos grave, pues al menos suele tener un destino. Sentado en un repulsivo asiento que por varias horas hará de silla, cama, comedor, estudio y sala de estar, me pregunto por qué me resulta imposible algo tan sencillo. Hay dos opciones para lograr ese estado beatífico capaz de acortar el viaje: pagar más de tres mil dólares y viajar en Primera Clase o conseguir una pastilla que no pasa de un dólar. Estoy condenado a la segunda alternativa. 

Apenas despegamos pruebo Viajesán, una recomendación de la más sabia de mis sobrinas. Viajesán no parece un nombre serio, es demasiado obvio, y me trago la pastilla con la natural aprensión de toda primera vez. Siempre cuesta creer que algo tan diminuto pueda influir en nuestras vidas y, asombrado por los evidentes efectos, al principio agradables y relajantes, me da por leer los efectos secundarios como quien inicia una apacible novela antes de irse a dormir. Voy directo al capítulo más emocionante:

Reacciones adversas:

Taquicardia, palpitaciones, vértigo, mareo, trastornos de la visión, náuseas, vómitos, diarrea, anorexia, sequedad de boca, retención urinaria, impotencia sexual, reacciones de hipersensibilidad y fotosensibilidad, ataques agudos de porfiria.

Lo de “porfiria” suena peor que perfidia: “maldad extrema”. No es recomendable hundirse en los posibles vericuetos fisiológicos de una medicina cuando apenas comienza a hacernos efecto. La reacción es definitivamente adversa y entro en una vigilia de bobo con la mirada fija en una ventanilla cerrada.

Buscando datos menos siniestros en la posología, descubro que me acabo de zampar una pastilla para el mareo en los barcos, donde, por razones que desconozco, jamás me he mareado. Esta veta resulta más apacible. Confiando en mi sobrina y recitando “No corta el mar sino vuela mi velero bergantín”, me dejo llevar y duermo unos quince minutos. 

Cuando a mitad de la travesía y del Atlántico, camino espabilado por los pasillos oscuros hacia un baño remoto, observo las ristras de cuellos torcidos y rostros hinchados con la boca abierta y juro que han montado una comedia costumbrista para mortificarme. Puede que otro efecto adverso del Viajesán sea la paranoia. 

A una hora del aterrizaje, logro conversar con mi compañera de asiento, quien resulta ser una experta en el tema de las pastillas. No solo durmió como una esfinge, además se despertó fresca y sonrosada. Entramos en confianza y nos pusimos a imaginar una droga ideal para los vuelos trasatlánticos. Comenzamos con Primerán de 10mg, que te hace sentir horizontal y muy bien atendido. Pasamos por Areomosán en su dosis más baja, pues te dan unas ganas irresistibles de dar instrucciones de cómo se pone un chaleco salvavidas. Me contó de drogas más fuertes que sólo están permitidas a los astronautas. Ella es uruguaya y algo sabe de Venezuela. Seguimos elucubrando y le digo que ya tengo el nombre, aunque no la fórmula, de la pastilla que necesitamos en Venezuela: Melodramamina en dosis de medio kilo. No le hace gracias, me dice que hay ciertas cosas con las que no se juega, pero insisto en animarla con la misma fórmula:

—No seas melodramática.

El miedo a los aviones no me permite ser serio. Lo más pernicioso de esas horas de vigilia aérea es que son apenas el inicio de ese estado entre beatífico y miserable que llamamos Jet Lag. Decíamos que el insomnio de avión al menos tiene un destino, y este detalle del destino suele generar diferencias. No es lo mismo nueve horas de Caracas a Madrid que de Madrid a Caracas. Los expertos han establecido que viajar hacia el este produce efectos más graves que volar en dirección oeste. Suena lógico. Es más complicado para nuestro cuerpo avanzar que retrasar nuestro reloj interno. Dicho de otra manera, es más difícil acostarse más temprano de lo acostumbrado que más tarde.

El Jet Lag es una condición fisiológica llamada desincronosis. Esta suerte de desincronización se genera por un rápido recorrido de varios husos horarios que altera nuestros ritmos circadianos. Dormir durante la oscuridad de la noche y estar despierto durante la luz del día es el ejemplo de un ritmo circadiano saludable.

A mí ritmo suele sucederle lo contrario que al pasajero medio. El Jet Lag me pega con menos saña cuando vuelo de Madrid a Caracas, es decir en la dirección del sol. Supongo que tiene que ver con la llegada al hogar, donde no tengo que imponerme las tareas frenéticas de los turistas tratando de sacarle el jugo a la inversión del viaje. 

García Márquez contaba que cuando cruzaba el Atlántico el alma le llegaba tres o cuatro días más tarde. Me hizo tanto bien leer sobre una experiencia que he vivido incluso sin viajar. Creo que el fundamento de la literatura es convertir en letras legibles los ilegibles balbuceos del espíritu. Después de aterrizar, me toma varios días reencontrarme con mi alma, a veces una semana entera, o nos buscamos mutuamente como amantes que no precisaron el lugar de encuentro en una ciudad desconocida. 

Cuando el insomnio se hace crónico los síntomas son arrolladores. Es dramática una enfermedad que nos niega lo que antes resultaba tan fácil conseguir, a veces demasiado. Mi infancia y juventud fueron una lucha constante por levantarme para ir al colegio y permanecer despierto. Dicen que una vez el profesor Tarajano, al verme dormir plácidamente en su clase de biología, le dijo a mis vecinos de pupitre:

—No lo despierten. Está haciendo lo que mejor sabe hacer. 

Los efectos de la falta de sueño, y por lo tanto de sueños, da pavor recitarla: disminución de la concentración, debilitación del sistema inmune, alucinaciones, falta de rendimiento, ansiedad, depresión, impaciencia, irritabilidad, lagunas o falta de memoria, náuseas, psicosis, palidez, aumento notorio en el tiempo de reacción, despersonalización y desrealización.

Conviene preguntarnos, sincerarnos: ¿Acaso el venezolano, que se supone está durmiendo sus ocho horas, no padece muchos de estos síntomas? Para dar un ejemplo examinemos qué diablos es la desrealización. Según el manual Merck, la desrealización se caracteriza por una sensación persistente de estar separado del propio cuerpo. Pasamos a ser un observador externo de nuestra vida y nos sentimos desconectados del entorno que nos rodea. Las causas de este síndrome pueden tener relación con haber sido testigo o víctima de actos violentos, o haber sufrido la pérdida de un ser querido por su muerte o ausencia, o un cambio drástico en las finanzas o en las condiciones de trabajo. Estos episodios, generadores de ansiedad o depresión, pueden durar sólo unas horas o días, o semanas, meses, años, incluso décadas. Algunas personas dicen sentirse como autómatas, sin control sobre lo que hacen. Física y emocionalmente se comportan como «muertos vivientes». Otros sienten como si un velo los separara de su entorno y todo a su alrededor parece distorsionado, difícil de entender, de asimilar, de enfrentar. 

Si sumo lo que he sentido a lo que me cuentan llego a la conclusión de que Venezuela entera está sufriendo un proceso de desrealización. ¿Acaso no sentimos que somos incapaces de incidir en el mundo que nos rodea, que la realidad poco tiene que ver con nuestra voluntad, que no llegamos a entenderla y nos vamos haciendo cada vez más pasivos, incrédulos, indiferentes? A menudo no somos capaces ni siquiera de describir nuestros síntomas y tememos estar enloqueciendo. Esta creencia, esta sensación, este miedo, este dolor, esta desesperación, puede ser un síntoma de salud. La conciencia de estar enfermo es lo que distingue a los trastornos de desrealización de un trastorno psicótico. Estamos hablando de una distinción importante para entender un país compuesto por enfermos que sufren y son conscientes de su enfermedad, dominados por unos psicóticos felices y opulentos que niegan la enfermedad y creen vivir en un mundo que les pertenece y solo para ellos tiene un propósito.

Siendo el eterno Jet Lag menos letal que el insomnio, puede pasar inadvertido mientras se extiende como una peste. Se puede vivir hasta una cuarentena de años en ese estado donde el alma y el cuerpo no logran encontrarse. Unos ritmos circadianos que no están sincronizados con nuestro exterior son una fuente de desdicha, pero el ser humano es capaz de sobrevivir en esa vida sin ritmo, rumbo ni sentido. La historia está llena de espejos donde mirarnos.

Solemos pensar solo en los ciclos del sueño, pero hay otros ritmos que también nos afectan. Pensemos en los días laborables separados por los fines de semana, las vacaciones de verano y las navideñas. ¿No le dan un compás a nuestras vidas con su caudal de expectativas y recuerdos? Existen también convocatorias aún más amplias como las elecciones. Recuerdo en los años de democracia la expectativa y la emoción que generaban estas ondas históricas, y luego cómo volvíamos a una relativa calma. Ahora nadie sabe cuándo serán ni para qué sirven. 

Todas nuestras funciones implican un ritmo entre el espacio y el tiempo, los recursos y las necesidades, las expectativas y las concreciones, los fracasos y los triunfos. El deformante ritmo circadiano que generaba una gasolina gratuita, es radicalmente distinto al ritual que ahora impone el combustible más costoso del mundo. Lo que antes daba risa ahora genera angustia. En los casos graves de desrealización sucede lo contrario y alguno se ríe a carcajadas mientras murmura o exclama a grito herido:

—¡No entiendo nada!

Quizás el ritmo más necesario no tiene que ver con la luz y la oscuridad sino con lo malo y lo bueno partiendo de un sensato principio: “Si lo malo es aquello que no funciona hay que mejorarlo hasta que funcione bien”. Esta noción tan sencilla nos lleva a suponer que cuando algo funciona terriblemente mal está a punto de cambiar. Suponemos que el mal funcionamiento es una debilidad y la señal de que algo está por perecer, pero sucede que nuestro país es una notable excepción a esta regla: mientras peor funciona se va haciendo más fuerte y constante. Los efectos de semejante ecuación afectan todos los ritmos circadianos y generan aludes de desrealización que impiden encontrar una solución al apartarnos de la realidad y convertirnos en fantasmas en nuestra propia tierra.

Un ejemplo de cómo el mal se nutre de lo malo es cómo lo que para otros gobiernos es una desgracia para el nuestro haya sido una bendición. Cerrar las fronteras de un país al que nadie quiere venir, impedir el tránsito de quienes no tienen cómo transitar, controlar calles que están desiertas al ocultarse el sol, llevar máscaras para quienes actúan como enmascarados, aparecer como víctimas para quienes son victimarios, poder pedir ayuda cuando eres despreciado y nadie cree en ti, son ventajas políticas que les llegan oportunamente a quienes intentan convertir al tiempo, su peor enemigo, en su principal aliado hasta hacerlo imperceptible. 

Decir que “la esperanza es lo último que se pierde” es reconocer que, en definitiva, podemos perderla. Ya hemos cargado varios años con la expectativa de un cambio hacia algo bueno, funcional, normal, propicio, real. La vida es una danza con giros de lo terrible a lo maravilloso, del dolor al placer, de la destrucción a la creación. Hemos perdido el placer de girar y avanzar. Nos acercamos al punto en que solo le pediremos a la realidad que deje de existir, que se detenga o se extinga, para entonces descansar. 

Teresa de la Parra escribió: 

¿Qué es una frase sin tono ni ritmo? Una muerta, una momia. ¡Ah, hermosa voz humana, alma de las palabras, madre del idioma, qué rica, qué infinita eres! 

Esa infinitud y esa riqueza pueden salvaguardar la esperanza de recuperar nuestras vidas y la posibilidad de entregarle una Venezuela mejor a los que están por retornar y nacer. 

El ritmo es dirección. La palabra proviene del griego “fluencia”, fluir, y también está en la etimología de los ríos. Leo que Platón en sus Leyes define el ritmo como un “movimiento ordenado”. Creo que ese “orden” tiene que ver con la representación del movimiento más que con el movimiento mismo. Todas las desincronías que vamos viviendo necesitan una representación, una escritura y una lectura para dar testimonio de dónde, cuándo y cómo perdimos el ritmo y el tono y creímos habernos convertido en algo semejante a aquella momia egipcia de la que decían sus amigas:

—Es torpe al caminar y muy poco desenvuelta.


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