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—Esto sí es un problema —dijo Oswaldo Trejo al escuchar lo que su jefa acababa de decirle.
Pero ya ella tenía una solución en mente. Paulina Gamus Gallegos no es alguien a quien los problemas abrumen.
El hombre que está a la izquierda en esta imagen es el escritor Oswaldo Trejo, quien nació en Ejido, estado Mérida, el 10 de junio de 1924, y murió en Caracas el 24 de diciembre de 1996. Narrador, ensayista, diplomático, Premio Nacional de Literatura 1988, en ese momento era director del Museo de Bellas Artes. La mujer que desvía la mirada como quien está en trance de concebir una estrategia salvadora es Paulina Gamus Gallegos (Caracas, 11 de enero de 1937). Sus padres habían llegado a Venezuela en 1929, procedentes de Alepo, el padre, y de Salónica, la madre. Aquí se conocieron, se casaron y fundaron una familia compuesta por cinco hijos, cuatro mujeres y un hombre, todos, por cierto, con inquietudes políticas. Aunque solo ella, la primogénita, hizo una carrera de relevancia en las lides partidistas y públicas.
Esta foto fue tomada en la sede de la Galería de Arte Nacional, un domingo de 1986. El 10 de enero de ese año, el teléfono sonó en casa de Paulina Gamus. “Yo me encontraba”, recuerda, “amasando un pan para servir al día siguiente, en el almuerzo por mi cumpleaños”. Era el presidente de la república, Jaime Lusinchi. “Te espero mañana, a las 9 de la mañana en Miraflores”, le dijo. Iba a juramentarla como ministra de Estado para la Cultura. Ella balbuceó que quizá no estaba preparada, que necesitaba unos días para pensarlo.
—De ninguna manera. Mañana, a las 9. En punto —dijo él. Y colgó.
El día que cumplía 49 años, Paulina Gamus se convirtió en presidenta del CONAC y ministra de Cultura. No tenía idea de los problemones que le iban a caer encima. El primer escollo no tardó en asomar. José Vicente Rangel, político y periodista, le pidió audiencia.
—Se la di de inmediato —dice Paulina—. Todos le temblábamos. Lo que José Vicente dijera en sus columnas no era contrastado por ninguna otra versión. Sus víctimas podían ser condenadas sin recibir defensa.
El visitante no se entretuvo en rodeos. Había ido al despacho de la titular de Cultura para decirle que su esposa, Ana Ávalos, quería exponer sus esculturas en los jardines del Museo de Bellas Artes. La abogada Gamus le explicó que los museos nacionales eran instituciones autónomas de muy alto nivel técnico, en cuya programación ella no tenía injerencia.
—Eso no lo decido yo, José Vicente. Eso es potestad de la dirección del Museo de Bellas Artes y no, por cierto, en solitario sino en consulta con su junta directiva.
—¿Y tú no eres ministra, pues? —le espetó él, perdiendo la paciencia—. ¿Por qué tienes que pedirle opinión a nadie…?
La ministra zanjó el asunto comprometiéndose a hablar con Oswaldo Trejo y que fuera este quien le diera respuesta.
—No, no —descartó Trejo—. Eso no va a ocurrir.
En la conversación entre Gamus y Trejo acordaron enviarle una comunicación a Rangel donde dijera que no tenían fecha disponible en varios años. O algo así. Y la ministra se dispuso a esperar la represalia, “que en honor a la verdad, no llegó”.
Un año y medio después de este episodio, el 21 de agosto de 1988, el crítico de arte Juan Carlos Palenzuela publicó en El Nacional una polémica columna titulada ‘‘Apocada de lujo’’, donde decía:
“En Ávalos no hay ningún proceso creativo, ni siquiera artesanal, apenas torpeza de quien carece de oficio, sensibilidad y la más mínima técnica e ideas propias de la escultura”.
—En esos años —dice el periodista cultural Jaime Bello León— la vida cultural de Venezuela era muy dinámica y solvente. Ofrecía una oferta muy rica y densa. En los museos se realizaban exposiciones muy bien curadas, con catálogos impecablemente editados. Cada tres meses se inauguraba alguna muestra de valía. En la imagen vemos a un guapísimo Oswaldo Trejo, quien tenía el don de la conversación, la profundidad y la agudeza. La señora Gamus, por su parte, no menos despierta e ingeniosa, luce la estampa propia de las mujeres de acción de aquellos años, cuando era importante mostrar feminidad no reñida con el desempeño profesional y eficacia en la gestión.
—La foto —dice Antonio López Ortega, escritor y gerente cultural— me retrotrae a tiempos de normalidad democrática, cuando solíamos ver de manera natural las caras de las personalidades en funciones públicas. Las instituciones se mantenían, pero los ocupantes pasaban. Así, desde 1963, con Lucila Velásquez al frente del INCIBA, nos acostumbramos a reconocer a la más alta autoridad pública en Cultura, que obviamente cambiaba según los gobiernos o como consecuencia de crisis institucionales. Eran tiempos en los que los más jóvenes criticaban las gestiones o las políticas culturales con denuedo, al punto de abortar decisiones o forzar la salida de funcionarios. En democracia, la crítica se ejercía a fondo, sin miramientos, quizás porque creíamos que el aire que respirábamos no se acabaría nunca. Luego descubriríamos que sí se acaba, sobre todo cuando la actitud se vuelve pura condena y no deja espacio para el reconocimiento.
En la foto Gamus lleva una blusa de seda blanca con cuello de raso negro. “Algo sobrio, pero con hombreras”, explica. “En esa época yo no concebía la vida sin hombreras. Me parecía que sin ellas uno se veía como achatada, menos estilizada. Cuando fue evidente que habían pasado de moda y que llamaban la atención precisamente por su anacronismo, me las quité. Fue como desprenderme de algo de mi cuerpo. Yo iba siempre elegante, pero sin excesos. Mi estilo es clásico. Siempre me ha gustado arreglarme, pero jamás llegué al extremo de llevar un peluquero a los ministerios ni a las sedes de las instituciones. Cuando era periodista de Últimas Noticias, Desiré Amaral me dijo que por mi manera de vestirme yo parecía copeyana. Se refería a que las abogadas adecas tenían cierta fama de ir sobrevestidas y cargadas de accesorios. Antonio Cova aludía a esto en sus clases de Sociología en la UCAB. Al parecer, hacía unas descripciones tan divertidas de los atuendos de las juezas adecas, que venían de otras escuelas a escucharlo. En fin, yo no entraba en ese molde. Yo me vestía para una ocasión de trabajo, no para ir a una fiesta”.
Al observar la imagen, la escritora Elisa Lerner comenta: “Guapísimos en la foto y en la vida, particularmente en ese momento que capta la foto. Paulina Gamus, figura de nuestra socialdemocracia, columnista valiente que no pierde amenidad mientras analiza sin ilusión la escena política. Y Oswaldo Trejo, narrador importante desde Los cuatro pies, funcionario eficientísimo en diferentes ámbitos culturales durante el periplo democrático, de sarcasmos temibles, pero hombre fino y encantador”.
Oswaldo Trejo venía de ser coordinador de Talleres Literarios del CELARG. Paulina Gamus había comenzado su carrera política como viceministra de Información y Turismo (1976-1978), luego fue concejal de Caracas y, desde 1984, fue diputada en el Congreso por dos años. Entonces aceptó el cargo de ministra, donde estaría desde enero de 1986 hasta diciembre de 1987. Los testigos de aquella época podrían pensar que Gamus estuvo más tiempo en ese cargo, tal fue la conflictividad que marcó su gestión.
—Oswaldo tenía unos 62 años entonces —calcula Rafael Arráiz Lucca, escritor y gerente cultural—. Paulina fue una muy buena presidenta del CONAC. Sustituyó a Ignacio Iribarren Borges, un príncipe y buen ensayista que estremeció la cuestión de los subsidios, en particular el de los Otero en el Ateneo de Caracas. Iribarren Borges se preguntaba por qué el Estado debía pagar los gastos de una institución manejada por una familia. Buena pregunta, ¿no? Lo crucificaron rápido.
Ya en su libro Colonia y República: ensayos de aproximación (Caracas, 2016), Arráiz Lucca se había detenido en esto.
—El período presidencial de Jaime Lusinchi (1984-1989) —escribió Arráiz Lucca— se inició en materia cultural con una desavenencia importante entre el ministro de Estado presidente del CONAC, Ignacio iribarren Borges, su asistente, Manuel Jacobo Cartea, y la Junta Directiva del Ateneo de Caracas. El asunto en cuestión se refería al tema de los subsidios. El CONAC sostenía que si el el subsidio por parte del Estado a un ente de naturaleza jurídica privada era mayor al 50% de su presupuesto, ese ente debía regirse por normas de control contraloría pública. El Ateneo de Caracas, en la persona de su secretario general, Miguel Henrique Otero, ripostó que los ingresos que generaba la institución eran superiores al 50%, y que lo que se ventilaba era un problema de otro orden. A Iribarren Borges lo sustituyó Paulina Gamus Gallegos. Y a esta José Francisco Sucre Figarella, un embajador de carrera que hizo un alto de año y medio en sus funciones en el exterior para ocuparse del espinoso tema de la acción cultural del Estado. Este gobierno estuvo signado por unos bajísimos precios del petróleo, lo que influyó severamente en la inversión cultural, al punto que fue muy poco lo que pudo innovarse.
Según recuerda Paulina Gamus, ella mantuvo la posición del Estado. “Había —explica— una desproporción entre lo que recibía el Ateneo de Caracas y lo que se asignaba a ateneos del resto del país y otras instituciones privadas. El Nacional, en cuyas páginas de opinión yo había sido columnista desde 1969, no tardó en volver contra mí sus baterías. Y aún así se quedaron cortos frente al periodista Rodolfo Schmidt, quien desde El Diario de Caracas me dedicó varias notas que podrían calificarse ofensivas” .
De hecho, la revista Exceso calificó las entregas de Schmidt, de “muy ácidas y beligerantes”.
—Paulina Gamus —explica Antonio López Ortega— fue nuestra segunda mujer como gran autoridad pública en Cultura. El hecho de que para entonces se le reconociera como ministra de Estado era un guiño que heredamos de Luis Herrera Campins, quien consideró que el sector cultural debía tener un asiento en el Consejo de Ministros. La máxima autoridad del CONAC era un ministro sin cartera, por lo que el apellido “de Estado” fue el recurso jurídico que encontraron para justificar esa presencia y reconocer la importancia del sector.
La gestión de Paulina Gamus estuvo signada por un enfrentamiento entre dos orquestas sinfónicas. El pleito fue largo y enconado. No fácil, por cierto, de explicar. Los bandos polarizaron los ánimos y no faltó quien la señalara de haber procurado la ruina de la Orquesta Sinfónica de Venezuela, una de las instituciones de mayor tradición en el panorama del país, fundando una agrupación paralela a la que se le asignaría el nombre, parte del subsidio y la sede de la anterior. Gamus fue acusada de destruir la OSV, pero es prueba del despropósito el hecho de que nunca desapareció.
El propio Alejandro Otero, tótem de la cultura, hizo en la página de arte de El Nacional, una declaración donde la acusaba de haber «congelado a los museos». Ella no calló ni otorgó. Rápidamente le respondió con un documento de 11 puntos donde atribuía los juicios del artista plástico “a las contradicciones del Estado en el campo de la cultura”.
—Todos estos problemas me desbordaron —dice al evocar aquellos frentes de batalla.
Analizados los hechos tres décadas después, López Ortega atribuye ese desbordamiento a la fuerte de personalidad de Gamus, a quien le faltó, como suele decirse, mano izquierda. “Declaraba, opinaba y zanjaba diferencias”, dice el novelista. “A veces acertaba y en otras ocasiones no rectificaba a tiempo. Se enzarzó durante meses en ese conflicto con la Filarmónica de Caracas, que al final desgastó su gestión. Fue una autoridad bien intencionada, con preocupaciones legítimas, pero cuando tomaba una decisión, la mantenía contra viento y marea. Quizás no midió a tiempo que la Cultura es la casa de los intelectuales, de los pensadores, que generan opinión en todo momento. Enfrentarse como autoridad a esa clase nunca ha sido tarea fácil.
“Su gestión fue correcta —concluye López Ortega— predecible, de normal funcionamiento burocrático; y su logro mayor fue crear una interlocución mayor con el alto gobierno para que el sector fuera tomado en cuenta, tanto en las políticas públicas como en las grandes decisiones de gobierno (recordemos el Bicentenario de Bolívar), pero en el plano más cotidiano quizás faltó un poco más de brillo: haber sido recordada por una o un conjunto de creaciones o hallazgos, que en Cultura siempre es necesario para crear sentido de perspectiva”.
En segundo plano puede verse dos mujeres que conversan. Una, la de la izquierda, es la periodista Ana Díaz, quien estaba allí en representación de la agencia oficial de noticias, Venpres. “Pese a ser una agencia del Estado —afirma la periodista— no te exigían una identificación ideológica. Trabajabas con mucha libertad, como se puede observar en la foto”. Efectivamente, la situación es la normal entre una fuente que da información y un profesional de la prensa que toma notas. Lo hacen en un espacio público. Cualquiera puede oír lo que dicen. Este momento es histórico. La entrevistada es Bélgica Rodríguez, en este momento directora de la Galería de Arte Nacional, donde ha hecho exposiciones de gran importancia y calidad. Pero no lo será por mucho tiempo. La ministra va a despedirla.
La barcelonesa Bélgica Rodríguez vino a Caracas, de su natal estado Anzoátegui, cuando era una niña pequeña. Su familia enfrentó serias estrecheces, lo que no evitó que se licenciara en Letras, en la UCV, hiciera un máster en la Universidad de Londres, Inglaterra, y se doctorara en La Sorbona, París, de donde egresó Summa Cum Laude. Fue directora de la GAN desde 1984 hasta 1986… el año en que Paulina Gamus se puso al frente del Ministerio de Cultura. ¿Qué pasó? Ninguna de las dos lo explica y, al contrario, ambas se refieren a la otra con respeto. Pero el caso es que Bélgica Rodríguez, vestida en la foto “como una institutriz inglesa”, según ella misma dice, no renunció. La echaron. La sangre no llegó al río. En pocos meses la crítica de arte ganó el concurso internacional convocado por el Museo de Arte de las Américas, de la Organización de los Estados Americanos (OEA) para reclutar una figura con los méritos para dirigirlo. La venezolana, quien en la actualidad suma 53 títulos a su bibliografía y catálogos de arte, se alzó con el triunfo y en 1988 se instaló en Washington, donde está la sede de la OEA.
Al terminar 1987, Paulina Gamus abandonó la administración pública y se refugió en la bancada adeca del Congreso Nacional. Fue diputada hasta 1998 y luego seis meses como senadora. “Comparados con los trabajadores de la Cultura y con los periodistas de la fuente, los congresistas y políticos eran unas criaturas angelicales”.
Milagros Socorro
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