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El papel lo aguanta todo, se decía antes. Y quizá en el teatro agregaban que no todos los actores aguantaban ciertos papeles. Pero en la medicina el papel siempre ha sido útil y cómodo. Por aguantarlo todo y porque todos, con pocas excepciones, lo hemos aguantado y de vez en cuando lo necesitamos. Antes, en la historia clínica del paciente y en las recetas. Ahora en las indicaciones y en ciertos informes sosteniendo las palabras garrapiñadas de compañeros que, a pesar de las burlas y chistes sobre su grafía, sanan también con ella y usándola solucionan situaciones complicadas que puede presentar toda consulta.
También los médicos tenemos seria dificultad para lidiar con estas formaciones rocosas. Las ajenas y, en el peor de los casos, las propias. Como excusa, tenemos la presión asistencial, la urgencia, la cercanía de la muerte o vaya usted a saber. El manuscrito médico pervive y, frente al paciente, multiplica la presencia del médico, como si fuera una continuidad de su bata, una segunda campana o la tercera oliva del estetoscopio. Eso con su valor terapéutico y, por qué no, también como una forma de humanizar al profesional. «Mira la letra que tiene y aun así me he de fiar de él», seguramente dice algún paciente. Pero por algo el papel sobrevive a pesar de la pantalla. Es verdad que ahora es un hermano menor. Pero está allí. Todos los días llega alguno y no sólo conserva su valor legal sino también su poder comunicativo. Cuando llega y se planta frente a nuestros ojos, sentimos una sensación física, caricia o bofetada, según sea la letra del compañero. También es posible encontrar o sacar una receta manual. «¿Todavía existen?», pregunta el paciente avispado. «Este se niega a aprender a manejar el programa informático», piensa el residente novicio. «Yo las sigo usando para que no las dejen de hacer», dice un compañero muy cercano.
El manuscrito médico es otro recurso posible, uno más, mucho más antiguo que la cloroquina y todavía útil. Por eso continúa llegando. A veces conteniendo el informe del médico que ha atendido al paciente en su domicilio. Letras y números rápidos. Un orden apurado de la historia, un intento de resumen. Otras como consecuencia del deber de socorro.
Hace unos años me encontré con un folio, arrancado de un cuaderno escolar, y en él un resumen impecable de lo sucedido. Era tan humano el asunto que de vez en cuando me pregunto qué sucedió. ¿Acaso el compañero iba con su hijo, encontró el paciente urgido y, antes de derivarlo, arrancó un folio del cuaderno del niño? ¿O estando en la casa del paciente, no le funcionaba la tablet, no tenía folios del centro de salud, pidió uno a los cuidadores y tuvo que usar el que le ofrecieron? Por haber sido tan real, a pesar de que las planteadas son alternativas virtuales, resultan todas posibles. Eso sí, ningún papel médico tan humano como el que alguna vez vi de un cirujano eminente que entendía que en su llegada al hospital el paciente sólo se le adelantaba unos minutos. Lo derivaba así mientras atendía otra urgencia. Era una servilleta. Puedo jurar que la vi. Una servilleta zigzag, de esas que entrelazadas unas con otras limpian muy poco y apenas sirven para recordar la marca del café o algún pensamiento ingenioso. En ella, encima del nombre del bar el cirujano solo había escrito cinco palabras que fueron obedecidas inmediatamente. «Ingresadlo con antibióticos y nolotiles». Su recuerdo es vida pura, medicina que nunca acaba.
Slavko Zupcic
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