Actualidad

Palabras sordas

20/02/2018

El capataz de una hacienda al sur del lago de Maracaibo mató de un machetazo a un tractorista que había venido a limpiar un potrero. El dueño de la hacienda fue a visitarlo a la cárcel y le preguntó por qué había llegado a ese extremo. El capataz le respondió:

—Empezamos a discutir, hasta que se nos acabaron las palabras.

Si no existieran las palabras, seríamos mucho más feroces. La confesión, la terapia, los juicios, los diálogos, las votaciones, la declaración de un novio enamorado, incluso la del acusado de un crimen terrible y hasta los gritos de ira o de pasión utilizan un mismo instrumento, así sea en la versión más simple, o más drástica, del sí o el no.

No creo que sea un cordero quien quite los pecados del mundo. Vender a Cristo como un cordero es celebrar el sacrificio de futuras y pasadas víctimas y justificar un crimen como un martirio. Prefiero pensar que la palabra —no la de Dios, sino la de los hombres— es la que puede dar un sentido a los pecados. Los pecados no se “quitan”; los pecados se comprenden, se confiesan, revelan sus causas y se conduce la fuerza que los origina hacia propósitos más provechosos.

En un poema que no puedo dejar de citar, pues cada día su augurio se ensaña más con nuestra carne, Vallejo nos advertía sobre el horror de lograr que las palabras pierdan su sentido y su propósito:

¡Y si después de tantas palabras,

no sobrevive la palabra!

¡Si después de las alas de los pájaros,

no sobrevive el pájaro parado!

¡Más valdría, en verdad,

que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!

¡Levantarse del cielo hacia la tierra

por sus propios desastres

y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!

¡Más valdría, francamente,

que se lo coman todo y qué más da…!

La impresión que van teniendo los escritores y lectores venezolanos es que ya no hay palabras que valgan, ni diálogos, ni votación. Todo discurso sabe a trampa, a dilación, a opción confusa y divisoria; todo adjetivo despectivo se va quedando atrás, más como huella que como señal, toda crítica suena a un mellado y reiterativo responsorio.

Lo que no me esperaba es que el propio gobierno reconociera esta condición en la que se ha hundido Venezuela. Ya una vez, un video de Maduro en Margarita, huyendo de un pueblo enardecido, superó el efecto de cien artículos. Ahora, el propio Maduro y su combo se presentan mudos, con la boca bien cerrada, y se dirigen a un pueblo de sordos al que hay que conquistar con señas, la última herramienta en un arsenal cada vez más primitivo.

Las escenas son tan patéticas como significativas. Desde el mismo arranque, nos están diciendo:

“Sé que ya no vas a creer en lo que te diga. Ya no tengo palabras, solo me queda una imitación de buena gente y unos gestos de mago y malabarista. Presta mucha atención”.

Estamos acostumbrados a ver a una persona que habla en el televisor mientras una diminuta figura hace señas en una esquina. Ahora es al revés: la figura que hace señas ocupa toda la pantalla y exige toda nuestra atención, mientras va apareciendo una tira de texto en el borde inferior. La sincronía no es fácil y el mensaje intenta ser sencillo, amoroso, casi tierno: “Ahora que no hay palabras, vamos a entendernos mejor y a amarnos más”.

Si ya las palabras tienen varias acepciones y posibles significados, imaginen los gestos de las manos y los brazos. De repente se cuela en la oración un dedo que pasa por el cuello, como si fuera un pequeño gazapo. Cualquiera comete un error y se contradice. Estamos ante actores novatos que han debido pasar varias horas, quizás días, practicando. No podemos saber si las frases se repiten o están mochas por errores de ángulos o centímetros.

Los intérpretes que traducen al lenguaje de señas suelen ser muy serios. No tienen por qué poner cara de afecto o de lástima. Están expresando palabras, frases, conceptos, y no hace falta que sean fraternales o cómicos. Los gobernantes sin palabras se van al extremo opuesto. Están felices de por fin callarse y dejar de mentir con la lengua. Los gestos son menos comprometedores, más imprecisos. ¿A quién se le puede acusar de hipócrita por haberse llevado un dedo a la sien? Ha llegado la hora de los guiños, de los labios a punto de soltar un besito, de las sonrisas cómplices, como si bastara callarse la boca para convertirse, por fin, en buenas personas que muestran su verdadero yo.

Otra reflexión tiene que ver con el elenco. Estas pantomimas no son para militares. Todos los que hacen con vehemencia y convicción el papel de malos y duros no pueden de pronto convertirse en unos silentes comediantes. El papel de mimo no le cuadra a Diosdado con un mazo ni a un general, aún menos si está uniformado. Esta tarea, esta suerte de ocurrencia inesperada, de travesura de publicista y último recurso, es solo para civiles. Ellos son la fachada que soporta el andamiaje.

Esta faena va a revelar algo más. Estoy seguro de que este silencio va a traer mucho leco, parodias, reacciones de indignación, análisis semiológicos y elogios de algún publicista al mayor de los retos: vender lo invendible. Estos gobernantes moribundos necesitan nuestras palabras para sobrevivir. ¿Quién puede leer algo escrito por Maduro o su séquito y soportar sus repeticiones? Son nuestros escritos los que les dan vida, estructura, continuidad.

Dalí decía: “Que hablen bien o mal, lo importante es que hablen de mí. Aunque confieso que me gusta que hablen mal porque eso significa que las cosas me van muy bien». Aquí tienen la explicación de esta nueva pantomima y una pregunta que da angustia contestar: ¿de qué sirve hablar mal de un gobierno que, mientras peor lo hace, mejor le va?


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