Alejandro Peña trabajando en su taller. Fotografía: Diego Torres Pantin
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
A finales de 1984, Luis Lazar Arias, orfebre de El Callao, recibió una llamada. Era la encargada de las relaciones públicas de Minerven, empresa estatal dedicada a la extracción de metales, perteneciente al holding de la Cooperación Venezolana de Guayana. Lo convocó a una reunión en las oficinas ubicadas en el pueblo. Días después, al asistir a la junta para platicar con los directivos y con el escultor Joaquín Latorraca, se sorprendió al escuchar de qué se trataba el pedido.
—Dentro de poco, el papa Juan Pablo II vendrá a Venezuela. Nos encomendaron entregarle una cruz de oro. ¿Están interesados?
Para el encargo, se extrajo una piedra de cuarzo de 400 gramos de la mina Colombia, ubicada en El Callao. La empresa se comprometió a entregar 280 gramos de oro. Luis, que no tenía un año de haber fundado su joyería, estaba tan emocionado como nervioso. Iba a ser un trabajo en equipo: el marmolero Nicolasa Iannece, inmigrante italiano, se encargaría de recortar el mineral, mientras que Joaquín Latorraca tendría que realizar una escultura. Al orfebre se le encomendó la realización de la cruz.
Los tres artistas eran del estado Bolívar: Iannece residía en Guasipati y Latarraca en Puerto Ordaz. Fue necesaria una constante comunicación entre los tres. En el mes de enero, Luis se abocó a la obra durante dos semanas enteras, sin distraerse en ninguna otra pieza. Hubo periodistas que entraron en su taller para filmar el proceso. La cruz tendría un cilindro que traspasaría una piedra, y en su centro, estaría un casco. Era un homenaje a los mineros de la región. Se tituló Divina Pastora, en honor a la advocación mariana.
Luis entregó la cruz en las oficinas de Minerven. El 4 de febrero de 1985, él y su familia vieron en televisión como Juan Pablo II recibía la cruz en las instalaciones del teatro Teresa Carreño. Todavía le parecía ficción. Recibió felicitaciones de prácticamente todos los habitantes de El Callao. En el pueblo, se hablaba más de él que del escultor. Que un orfebre local haya sido escogido para esa misión era un honor para la comunidad, y para una tradición de más de un siglo.
El Callao: el pueblo del oro
“Ajá, ajá bandido / Estabas callado / Estabas escondido
Sacando tu oro / Muy cerca del río.
Un solitario minero / Que se encontraba embombao /
Según dice la leyenda / Le dio su nombre a El Callao”.
Calipso de Isaac Rojas
Los orígenes de El Callao tal y como lo recuerda la canción, están ligados a la explotación del oro. Un afortunado encontró que junto al río Yuriari se podían extraer toneladas del preciado material, y no quería decirle a nadie de su descubrimiento. Esto ocurrió en algún momento de la segunda mitad del siglo XIX. No se conoce una fecha de fundación, cuando migrantes afroantillanos se trasladaron desde colonias británicas y francesas el Caribe hasta la Guayana venezolana para trabajar en las minas.
Como pueblo minero, El Callao desarrolló una tradición de orfebrería que se ha mantenido durante generaciones. Es un pueblo de creadores de collares, pulseras, zarcillos, sortijas, broches, tobilleras, e inclusive, telares de oro. “Persona que labra objetos artísticos de oro, plata y otros metales preciosos o aleaciones de ellos”. Es así como la RAE define a la palabra “orfebre”. Si se trabaja con hierro o cobre, no se está haciendo orfebrería.
Al visitar El Callao es posible sorprenderse al ver que las palabras “Oro” o “Gold” se repiten sucesivamente en los letreros de los establecimientos. Muchos locales aceptan gramos de oro a cambio de la mercancía y cuentan con balanzas electrónicas para medir con exactitud el porcentaje en dólares o en bolívares que cuesta cada producto. Sin embargo, la actividad de la orfebrería se ha reducido muchísimo.
El Callao es famoso principalmente por su carnaval, reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2016. Al son del calipso, su género musical distintivo, bailan sus madamas y diablos danzantes. Las madamas visten trajes pomposos y coloridos, y son el centro de la celebración. Por supuesto, la orfebrería ha sido una parte importante de esa tradición: esas mujeres siempre han llevado cadenas, aretes y otras joyas. Por algo es que al pueblo se le llama “Tierra de calipso y oro”. El metal precioso es parte de su identidad cultural.
Un origen en común, una vida en común
En la casa de Alejandro Peña la orfebrería era una actividad prioritaria. Era una tradición familiar. Acostumbraba a colarse en el taller de su padre para verlo trabajar junto a sus empleados. Su progenitor no quería que su hijo fuera orfebre. Quería verlo graduarse en la universidad. A sus doce años, aprovechó una ausencia de su papá para tomar dos piezas de cobre y hacer un par de anillos. El señor Peña se molestó, pero aun así, lo felicitó por el resultado.
Cuando Alejandro tenía trece años, la necesidad tocó la puerta de su hogar. Él, que también quería verse con una toga y un birrete más adelante, se vio obligado a dejar la escuela para acompañar a su padre en el taller. Aprendió muchas de las técnicas tradicionales de la orfebrería de El Callao. Por lo general, hacía cadenas, sortijas y anillos.
A mediados de los años 70, se mudó a Puerto Ordaz, donde trabajó en una joyería durante seis años. Su compañero de trabajo conocía técnicas novedosas que no tuvo problema en transmitirle. A mediados de los 80, volvió a su pueblo para trabajar nuevamente en el taller de su padre, con nuevos conocimientos. Ahora sabía cómo añadir un brillo a las piezas y cómo hacer combinaciones entre diferentes formas. “Era algo monótono el estilo de las joyas de El Callao”.
La clientela de Alejandro creció. En ese momento, a El Callao llegaban muchos extranjeros, algunos para trabajar en empresas mineras y otros para disfrutar de sus famosos carnavales, o de los paisajes del Estado Bolívar. En fechas festivas o vacacionales, aumentaban sus ventas. Atendió a personas de toda Venezuela, y también, a norteamericanos, canadienses, ingleses, franceses, alemanes, etc. En 1992 construyó su propia casa, donde ha trabajado desde entonces.
En un principio, tuvo dos empleados. Fue llenando su taller de herramientas. Desde las 6 de la mañana, la gente tocaba su puerta para solicitarle una joya. Alejandro fue entrevistado en medios de comunicación, inclusive en Televisión Española. Apareció en uno de los videos de Valentina Quintero.
En esa época, Alejandro recibió en su taller a un inglés que quería una sortija. Ante cualquier pedido, el cliente debe especificar el peso exacto de la pieza, para poder fijar el precio. Al notar que el británico parecía ser un hombre de buena economía, aceptó el pedido. Días después, el británico se sorprendió al recibir la joya. “Es muy grande”, dijo al recibirla. Alejandro le insistió en que se la probara. Le gustó tanto, que no le importó pagar el doble.
—Lo esencial en este arte es el acabado final de las prendas y el diseño que hagas. Se requiere conocimiento de dibujo. Esto es infinito. Hay técnicas para hacer brillar más una pieza, para darle una determinada forma, para escribir sobre ella, para insertarle piedras preciosas.
Gran parte de la clientela de un orfebre tiene la intención de lucir la pieza. Existe una tesis de grado del 2006 por la Universidad de Chile que nos habla de este fenómeno. Su autora es Laura Pancerón Salas. Ella comenta que, en el contexto moderno, el portar una joya, como una cadena o unos aretes, es un acto comunicativo que resalta un valor, que añade una estatización a la identidad individual.
“Uno de los rasgos más característicos de la joya, que ha permanecido a lo largo de la historia, es su asociación simbólica con la presencia del valor, la señal y memoria de aquello que de otro modo pasaría desapercibido o de lo que en definitiva se carecería”.
Alejandro recuerda que, en su infancia, al ver las comparsas del carnaval, veía a sus tías salir con sus trajes de madamas, que son colorados, llamativos y atractivos visualmente. Todas llevaban cadenas, aretes, collares. Que las madamas —y también los madamos, su vertiente masculina, como es el caso de Israel Brown—, llevasen adornos de oro en sus trajes vistosos y llamativos, no es una coincidencia. El oro es el material de la distinción.
Luis Lazar Arias también aprendió la orfebrería de su padre. A la edad de 10 años, empezó a limpiar mesas y espacios en el taller familiar. Después de desayunar, se dirigía al lugar de trabajo de Cecilio Lazar, quien les enseñaba el oficio a varios muchachos de El Callao. Pasado un rato, Luis iba a la escuela. Ya en su adolescencia, tenía suficiente destreza como para ser considerado un profesional. No obstante, en casa se le exigía un título, por lo que optó por cursar para el título de perito forestal en la Universidad de los Andes, en compañía de su amigo Israel Brown, cultor de las tradiciones del carnaval. En Mérida se empleó en un taller que preparaba anillos de graduación. Aprendió la técnica del vaciado.
Volvió a su pueblo con su título ya obtenido en 1984. Su padre, al ver que ese papel sería engavetado, le preparó un taller para que se dedicase a la orfebrería. Luis no tardó en casarse y fundar la joyería El Progreso. En El Callao no existía ningún orfebre dedicado a los anillos de graduación, por lo que gustoso ocupó ese lugar. También hacía botones de reconocimiento para empresas, entre otras especialidades. Junto a su hermano, contrató a 6 empleados. Hoy se enorgullece de ser padre de seis hijos, cinco profesionales y una hija que aún es menor de edad.
El negocio no tardó en prosperar, tanto así, que apenas dos años después abrieron una sucursal en Puerto Ordaz. Casi todos sus clientes eran de los estados orientales. Muchos medios tocaron a la puerta de Luis para hacerle entrevistas televisivas, casi siempre en carnaval. Llegó a pasar varios carnavales encerrado en su taller hablando con periodistas. Siempre se quedaba molesto porque no le anunciaban de la transmisión del resultado. Se enteraba de que había aparecido en un programa porque alguien más se lo venía a informar.
Tanto Alejandro como Luis heredaron de sus respectivos padres una tradición que se remontaba a los orígenes del pueblo. Ambos tienen hermanos que también aprendieron el oficio, pero que no se dedicaron a la orfebrería en cuerpo y alma.
La orfebrería encierra procesos técnicos complejos. La fundición es un elemento fundamental: casi siempre, lo primero que se le enseña a un aprendiz es a manejar las maquinarias que convierten el metal en un líquido hirviente. Después, toca usar las herramientas para darle forma; muy a menudo, —pero no siempre—, se usa una pinza o un alicate para sostener al material. El martillo es necesario para ir forjándolo y direccionando su cuerpo mediante los golpes, mientras el cincel y el bruñidor se utilizan para construir los detalles más pequeños. Para eso, la mano de un orfebre debe saber moverse en espacios pequeños. También hace falta el papel de lija para deshacerse de las impurezas que afectan la imagen de la joya. Y según sea el caso, también es posible usar muchas más herramientas.
La cantidad de técnicas artesanales que un orfebre puede aprender, como lo dice Alejandro, es innumerable. El vaciado, por ejemplo, consiste en la creación de un diseño sobre algún material al que se le agrega cera. Ya derretida la cera, se vierte el oro fundido para dar con el diseño deseado. Hay otras posibilidades.
Es posible añadir capas de metal o someterlo a temperaturas que no le hagan fundirse sino ablandarse para, acto seguido, colocar una fina capa metálica y fusionarla mediante el martilleo. Para escribir una palabra sobre una joya, hay técnicas que recuerdan los procesos de artes gráficas, que prácticamente podrían traducirse como “grabado sobre oro”. En tiempos recientes, las nuevas tecnologías han dado a los orfebres muchas facilidades creativas. Enlistar las técnicas de la orfebrería es una labor de nunca acabar.
Una comunidad, un gremio
Reynolds Hamilton no empezó su carrera artesanal como orfebre. Era de familia callaoense, pero vivía en Puerto Ordaz. En su infancia, pasaba todas sus vacaciones en El Callao. Siempre que iba en carnaval, se frustraba porque no podía ingresar en las comparsas. A sus quince años, un amigo suyo le pidió ayuda para reparar un tambor redoblante. Eso lo motivó a fabricarse su propio tambor. Usó materiales metálicos que encontró en casa. Por meses, practicó a diario.
Llegado el carnaval, Reynolds se presentó orgulloso en la comparsa de Isidora Agnes. No importó la lluvia; al contrario: el agua hacía que el metal sonara mejor. Se podía distinguir porque su tambor sonaba con una intensidad superior. Isidora fue protagonista y renovadora de las celebraciones de El Callao durante el siglo XX. Gracias a ella, el carnaval se modernizó. Pero distinguió al adolescente que no se había presentado a ningún ensayo previo. Ipso facto, lo sacó del grupo.
Tan pronto se vio afuera de la comparsa, se le empezaron a aparecer algunos músicos para preguntarle por su peculiar tambor. Consiguió varios clientes inesperados. Al conversar con otros cultores, recibió más pedidos. En su primera jornada, hizo 25. Tuvo que pedir ayuda a un amigo con vehículo para trasladarlos desde Puerto Ordaz hasta El Callao. Reynolds comenzó una carrera como artesano que lo mantenía ocupado durante todo el año. Incluso preparaba tambores en tiempos navideños. Servían como regalos del Niño Jesús para la muchachada del pueblo.
Reynolds se graduó en Informática en Puerto Ordaz a sus 26 años. Ya casado, se mudó a El Callao para trabajar Minerven. Teniendo 30 años de edad, tuvo su primer contacto con la orfebrería al llevar una dotación de oro a un artesano. Se sorprendió al ver que el hombre tenía un taller con 15 mesas, signo de una producción considerable. Sin saber nada de joyería, decidió ingresar al gremio.
Para formarse, empezó a trabajar en un taller. Aprendió el estilo de vaciado. Sin embargo, su jefe era un hombre irresponsable: solía ausentarse en momentos importantes. Nunca explicaba correctamente las instrucciones y no se esforzaba en la labor de formación. Aun así, pasaron los meses y él fue aprendiendo.
Un viernes por la tarde, teniendo un encargo de varios anillos, el jefe dejó a Reynolds solo en el taller. Aun sintiéndose inexperto, pasó el fin de semana dándoles forma y brillo. El lunes se presentó el jefe, quien quedó encantado con el resultado y le confesó la verdad: “Hice esto para que aprendieras”. Reynolds se sintió realizado. En gran parte, ese éxito se debió a que él tenía años manipulando metales comunes para la fabricación de los tambores.
Reynolds se independizó. Compró un pantógrafo computadorizado que le permitía diseñar piezas en tres dimensiones. Se especializó en anillos de grado, botones de reconocimiento, granates, anillos de catalán con resorte y anillos giratorios. Formó un taller en el que trabajaron varios jóvenes y dispuso de maquinarías especializadas. Siguió fabricando tambores.
Podía durar tres días trabajando en una misma joya. Al encargar una pieza de oro, muchas veces el cliente deposita emociones profundas en ese pedido. Las graduaciones, aniversarios, matrimonios, nacimientos y otros acontecimientos suelen motivar dichos encargos. Vio a muchos clientes reaccionar con efervescencia a la hora de entregarles una pieza. En una ocasión, un coronel le encomendó la restauración de un anillo de grado. No fue un trabajo difícil. Al momento de mostrarle el resultado, el militar soltó unas lágrimas y le dijo: “Me quitaste 30 años de encima”.
Toda la actividad de los orfebres radica en este tipo de distinciones. Laura Pancerón Salas dice que “Es así como la joya en el acontecimiento, en la vivencia de las personas, cobra una apreciación que muchas veces trasciende el contexto familiar y se hace parte de tradiciones que aún hoy subsisten con significados sociales”. La orfebrería es una disciplina vinculada a la memoria.
En 2002, Reynolds atendió una llamada telefónica. Era un empleado del gobierno central, quien le habló de la intención por parte de los organismos del estado de crear una institución gremial que agrupara a los orfebres callaoenses. Sería necesario que se reunieran para planificar un viaje a Caracas en compañía de un abogado. Ya en la capital, se les dijo que, si querían apoyo para la orfebrería local, se debía crear una cooperativa. Él asistió pese a no apoyar a la gestión.
Para la creación de esa entidad, tuvieron que matricularse en una serie cursos de administración, metalurgia y fundición. Al final, resultó que todos estaban más capacitados que los propios instructores en los talleres referentes al tratamiento del metal. Ese fue el origen de la Cooperativa Cochano 983, una entidad legal llamada así en honor a un material dorado de máxima pureza. Según lo acordado, el gobierno les asignó créditos para comprar el oro a Minerven mediante dólares asignados al precio del dólar establecido por el control cambiario.
Era una medida para fortalecer la tradición. Dada la cantidad de dinero que recibían, pudieron apoyar diferentes causas sociales: mantuvieron dos equipos de fútbol, ayudaron a personas a recibir operaciones, donaron una sala de computación a una escuela del pueblo, etc. Viajaron a diferentes partes de Venezuela, a Trinidad y Tobago y a Brasil. Para Reynolds, esa fue una época de oro.
Uno de sus encargos más significativos se trató de la restauración de una corona para la imagen del Niño Jesús que acompañaba a la Virgen del Carmen de El Callao, la patrona del pueblo. El encargo había sido realizado por un sacerdote. La pieza estaba desgastada y algunas de sus piezas preciosas se le estaban desprendiendo. Usando su propio oro, realizó una nueva corona. Fue una donación que hizo por voluntad propia. Fue posible gracias al bienestar económico que tuvo gracias a la cooperativa. En esa misma época, pudo construir su casa.
En el año 2012, la Cooperativa Cochano 983 realizó una compra de oro a Minerven a principios de año, pero el material no llegó a tiempo. Pasaron los meses y, tras varias llamadas telefónicas y correos electrónicos, el resultado siguió siendo el mismo. Muchos orfebres se vieron perjudicados. Pasó el año y el encargo no apareció. La comunicación con la empresa estatal terminó para siempre. Y la institución gremial no tardó en disolverse.
Sin generación de relevo
En El Callao, durante la mañana del domingo de carnaval, se realiza la misa de las madamas. Al terminar, salen las señoras —y los pocos señores— con sus trajes coloridos para ejecutar su tradicional comparsa. Este año no fue la excepción. Mientras bailaban por el pueblo, mostraban sus trajes. Pero en 2023 había una pequeña diferencia: el material dorado que usaban no era oro, sino una imitación de plástico. Es una costumbre de la última década.
Reynolds cuenta que en el año 2000 existían, aproximadamente, 300 talleres de orfebrería en el pueblo. En 2023, solo hay 28. Muchos referentes han muerto, otros, debido a la vejez, se han retirado. Tras el problema con Minerven, los orfebres de El Callao quedaron por su cuenta. Ahora la adquisición del oro se ha tornado complicada y costosa. Y hay más motivos. Debido al exponencial incremento de la inseguridad, el que una vez fue un pueblo que recibía a miles de turistas nacionales e internacionales durante el carnaval, ahora recibía un número considerablemente inferior.
En el 2016, con la llegada del Arco Minero del Orinoco, la situación empeoró. La promesa de un desarrollo minero ecológico que beneficiaría a todos los venezolanos no se cumplió. Desde que ese proyecto inició, además de ocurrir numerosos reportes de daños al medio ambiente, también han venido ocurriendo hechos de violencia extrema: desapariciones, ejecuciones, masacres. En 2017, en Tumeremo, un pueblo cercano, ocurrió la muy sonada masacre de los 28 mineros. En el año 2018, según cifras del Observatorio Venezolano de la Violencia, El Callao y Roscio fueron los municipios más violentos del país.
Alejandro solía aprovechar los carnavales para vender sus joyas. Siempre recibía a varios clientes entre el sábado y el martes. Pero a medida que fueron pasando los años 2000, ya no vendía como antes lo hacía en los tiempos festivos. La inseguridad arrasó con el turismo en El Callao. Y la inflación también. La joyería siempre fue un bien de lujo, por lo que los encargos se fueron haciendo cada vez más escasos. “En el día de San Valentín de este año no vendí una sola sortija”, dijo resignado.
A inicios de los 2000, Alejandro ejerció como docente en el antiguo INCE (Instituto Nacional de Cooperación Educativa, fundado por el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa) en su sede de El Callao. El célebre instituto fue transformado en 2008 en el Instituto Nacional de Capacitación y Educación Socialista, Inces. A falta de oro, enseñaba con alambres de cobre, que tenía que fundir para cada clase. Para la tercera clase, descubrió que faltaban herramientas. Y en las siguientes lecciones, la situación se repitió. Tras expulsar a algunos alumnos a quienes descubrió que eran responsables de las desapariciones, empezó a traer sus propios utensilios. En apenas un año, la escuela fue cerrada. Y eso le preocupa: si se pierde la orfebrería, se perderá gran parte de la identidad callaoense.
Quizás Alejandro no tuvo la oportunidad de graduarse, pero sí se ha dedicado a estudiar. En su casa, los libros son abundantes. Ha leído bastante sobre la historia de El Callao. Su casa entera en un museo lleno de libros y objetos. Con orgullo, refiere que los primeros habitantes del pueblo eran personas instruidas, que tenían conocimientos técnicos en agricultura, metalurgia, cocina y otros oficios. La labor de manejar metales es algo relacionado a los orígenes del pueblo.
Por su parte, Luis ha visto cómo su actividad ha disminuido sus números. Tuvo que vender parte de su taller para poder seguir trabajando. En la actualidad, solo tiene a dos muchachos a los que a veces les puede ofrecer algún encargo, solo cuando recibe pedidos que lo permitan. No les puede pagar un sueldo, por lo que no han recibido instrucción avanzada. La falta de generación de relevo es motivo de preocupación para él.
Cuando los robos empezaron a proliferar en El Callao, Reynolds tomó todas las joyas de la casa y las fundió. Después puso en venta el material. Despidió una etapa de su vida. Aunque recibió algunos encargos de amigos que querían que les hiciera anillos de grado para sus hijos, se negó. Explicó que no quería poner a sus muchachos en riesgo.
Tampoco se ha dedicado a la elaboración de tambores. Dejó de hacerlo cuando empezó a escasear la madera virola proveniente de Brasil. En tiempos de la pandemia, tuvo un muchacho que aprendió orfebrería con él. Reynolds le ofreció regalarle su taller y sus maquinarias. Sólo sería necesario limpiarlo y organizarlo. Pero la situación no lo permitió. Al final, su aprendiz optó por fundar una heladería.
—Están las calles rotas y hay enfermedades. La violencia ha existido de toda la vida, pero ahora es una cosa bárbara. En todos los medios ves el extremo al que han llevado a El Callao. Lo peor es que ni siquiera hay desarrollo minero, no hacen minas, no hay avances para el pueblo —explica Alejandro.
Hoy Reynolds encuentra ingresos con otras actividades. Alejandro sigue con su taller. Sin embargo, ahora acepta también encargos en plata, que son más baratos. Antes solo trabajaba el oro. Luis continua con sus actividades en la joyería El Progreso, pero como ya ha explicado, su ritmo laboral disminuyó.
El pueblo fue militarizado en 2019, motivo por el cual la inseguridad se ha reducido. Durante el último carnaval se respiró más tranquilidad. Reynolds volvió a elaborar algunos tambores que puso en venta. Está contento de volver a usar sus manos para crear.
—La orfebrería fue una herencia de los primeros pobladores, y también una parte de nuestra economía. Cuando entré en este mundo, todo se movía por el oro. Hoy las cosas han cambiado. El Arco Minero acabó con el minero artesanal, quien era también el orfebre artesanal. Pero la orfebrería de El Callao volverá dentro de muchos años. Aquí hay carniceros que saben hacer cadenas, heladeros que saben hacer anillos, vendedores de ropa que fueron orfebres, miembros de la cooperativa. Va a ser difícil, pero tiene que ser rentable otra vez.
Diego Torres Pantin
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo