Fotografía de Federico Parra | AFP
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I
Un grupo de treintaicinco jóvenes son atrapados durante las manifestaciones del 30 de abril y llevados a El Helicoide. Antes de entrar a las instalaciones escuchan una voz de mando que ordena:
—¡Necesitamos solo veinte!
Quince quedan libres, veinte pasan a la siguiente instancia. El azar los ha divido en un grupo de inocentes que vuelven a sus casas y otro de terroristas que ya no son dueños de sus destinos.
Uno de los jóvenes nació con un problema que ha requerido operaciones a lo largo de su vida. No debo precisar cuál es su condición. Pedir piedad sería hundirlo más y hacer más costosa su libertad. Mientras más injusta sea la acusación y más frágil la condición del preso mayor será el precio para liberarlo. Solo puedo asegurar que es una limitación terrible a la hora, a los días, a las semanas, meses y años de entrar en una celda donde hay que tomar turnos para sentarse.
Hay otro detalle que es la razón de estas líneas. Este joven, uno de un grupo de treintaicinco, uno de veinte, uno de miles de miles, es hijo de un amigo. Esta circunstancia es tan fortuita como la voz que en un instante condena a veinte y libera a quince.
II
Venezuela es un país profunda y crecientemente dividido. Comencemos por analizar el interior de cada uno de nosotros.
Hay tres impulsos que podrían encontrar un mismo cauce, pero hoy fluyen en distintas direcciones: lo que queremos que suceda en Venezuela, lo que pensamos que puede suceder en Venezuela, lo que sentimos que va a pasar en Venezuela.
¿Qué nos pasa cuando se dividen estas corrientes del querer, del pensar, del sentir, y se apartan una de la otra e incluso se contradicen? Voy a partir de un ensayo de W. H. Auden, “The Romantic God and the Romantic Devil”, para analizar estas tres pulsaciones.
El querer, esa voluntad que brota de nuestros anhelos y desea convertirse en acción, debe distinguir entre lo correcto (con su amplia gama entre lo justo y lo favorable) y lo incorrecto (con un espectro aún más amplio entre lo errado y lo inoportuno). De esta disyuntiva parte la reiterativa consigna: “Estar del lado correcto de la historia”. ¿Qué quiere decir esta prédica? ¿Acaso la historia nos está señalando un camino que debemos seguir? ¿Existe una historia incorrecta? ¿Escribimos nuestra historia o ella nos describe y define?
El pensar, esa razón que pretende adivinar lo que puede suceder, tiene como principal tarea distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo posible y lo imposible, y como peores enemigos a los desórdenes de la pasión y la estupidez. Pero hasta los sabios más prudentes a veces se equivocan cuando hablan de la historia. En este tema no es tarea fácil acertar con la verdad. Ella pertenece al futuro tanto o más que al pasado y el presente suele ser solo un pasajero punto de contemplación. Sucede, además, que la historia concebida como una visión única y colectiva siempre va a dividir el mundo entre ganadores y perdedores. No en balde se ha repetido tanto la sentencia de George Orwell: “La historia la escriben los vencedores”, a lo que me atrevo a agregar: “Las novelas las escriben los perdedores”. De aquí surgen dos preguntas: ¿Hace falta vencer para estar en el lado correcto de la historia? ¿Será verdad que vamos a vencer?
Al sentir esas emociones que vagan por nuestro interior entre la consciencia y la inconsciencia, no resulta fácil establecer distinciones, escoger esto o lo otro. Lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero y lo falso no existe en este territorio como opciones sino como sensaciones. Sucede que la consciencia vive bajo el peso de imágenes que son “mías” y ese manto invisible dificulta las evaluaciones, los juicios. Desde la perspectiva del «yo» estamos presentes en la pupila y en el horizonte. Las enemigas de la consciencia son las intelectualizaciones y las convenciones que suprimen y desatienden nuestras experiencias reales. Creemos que nuestra consciencia está llamada a ser el soberano tribunal y gran baluarte de nuestros ideales, y resulta que ella es la integradora de nuestras más ocultas dudas y aprensiones. De este marasmo surgen preguntas como: ¿Será esto para siempre? ¿Cuánto más puede resistir Venezuela?
Nuestro querer, pensar y sentir van girando con los días, pero lo correcto, lo verdadero y lo posible no logran coincidir y abrirnos un camino. Nos encontramos tan lejos y quizás tan cerca de llegar a decir como Bartolomé Mitre: “Estamos en paz con el mundo todo y con nosotros mismos”. Mi consciencia no tiene esta fortuna y recuerda estrofas de José Asunción Silva:
¡Estrellas, luces pensativas!
¡estrellas, pupilas inciertas!
¿Por qué os calláis si estáis vivas,
y por qué alumbráis si estáis muertas?
III
Igual de dividida está Venezuela. ¿Sabe el país lo que quiere, lo que puede, lo que siente?
A esta escala la división se acrecienta, pues estas preguntas se dan de manera radicalmente distinta en dos fuerzas opuestas. Una, cada vez más exigua y dependiente de las armas, domina a otra cada vez más numerosa y desprovista de instituciones políticas y recursos para sobrevivir.
Se trata de una división que por su misma naturaleza tiende a profundizar las diferencias entre un grupo que ha ido dejando atrás lo cívico para blindarse en lo militar y una sociedad sistemáticamente forzada a alejarse de la civilización y sumirse en la barbarie. Es un mal que, como en las enfermedades mortales, se acrecienta alimentándose a sí mismo.
El grupo basado en las armas se envanece y retroalimenta con las adversidades. La anarquía, la violencia, la opresión y la corrupción son su elemento y reafirman su razón de ser. Mientras mayor es la crisis de producción y distribución, la inseguridad y la ilegalidad, la falta de instituciones, el caos y la rapiña, más aumentan sus cotos de caza y de poder, y más tiende a coincidir lo que quieren con lo que pueden y consideran posible. Sus consciencias están cada vez más hundidas en el voraz rigor de “lo mío”. Su apetito insaciable solo encontrará fin en una total consumición. No pueden dudar. Necesitan estar ciegamente convencidos de que el lado correcto de la historia solo les pertenecerá mientras aumenten la opresión y expandan la miseria.
IV
He comenzado este ensayo hablando de una historia, no de la historia.
Una vez le escuché a Julio Ortega comentar, como si fuera solo un divertido juego de palabras:
—La historia nos desune, las historias nos unen.
Tiene razón Julio. Ya hablamos de cómo la historia separa a los vencedores de los vencidos. En cambio, si alguien, vencedor o vencido, nos cuenta con sinceridad su particular historia, una entre muchas, puede que logre conectarse con nuestros sentimientos, con nuestra consciencia y su más universal y veraz necesidad: la de escucharnos, la de reflejarnos.
Hoy he contado una historia a la que apenas me he atrevido a asomar su rasgo más humano y conmovedor para proteger a un inocente y no alargar su estadía. Tampoco quiero colaborar con el terrorismo de Estado describiendo lo que sus esbirros son capaces de hacer. La he elegido, o ella me ha elegido a mí, por la manera en que nos revela dos extremos, dos almas. La voz que gritó sin pudor y con eficiencia: “Necesitamos solo veinte”, representa una maldad reiterativa, mecánica, que recuerda, o anuncia, vagones llegando a campos de exterminio. Es una consciencia que no tiene preguntas qué hacerse. Está repleta de convenciones prefabricadas, de una pasión por no perder su cuota de poder. Nada puede ofrecer al futuro, solo mantener la marcha del presente al pasado.
Del otro lado tenemos a un joven (bastante más joven que mis hijos) que sale a protestar aunque está consciente de su fragilidad. A los veintidós años el querer, el pensar y el sentir están en plena efervescencia y florecimiento. Recuerdo cuánto sufríamos y gozábamos preguntándonos qué es lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, la locura y la cordura, el amor y la falta de amor, dilucidando que queríamos y qué podíamos hacer, observando el futuro como una alucinación desbordante.
Es injusto que mi juventud haya sido tanto más fácil que la suya. Cuánto deben sufrir cuando aumenta la distancia entre lo que quieren que cambie y lo que piensan y sienten que va a continuar sucediendo. A veces pienso que el lado correcto de la historia tiene que ver con el tiempo que nos toca vivir, no con una orilla. Sí, estoy seguro que el 30 de marzo el hijo de mi amigo se encontraba del lado al que lo impulsaba su consciencia, llena de miedos y de ilusiones. Ciertamente le tocó el lado incorrecto del vagón donde lo llevaron a una tumba insaciable.
Federico Vegas
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