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Este texto forma parte de los 20 textos que aparecen en el libro-catálogo “Este presente es todo”, diseñado por Teresa Mulet y editado por la Universidad de Alcalá de Henares con motivo de la exposición homónima en el contexto de la entrega del Premio Cervantes 2022 a Rafael Cadenas.
¿Quién celebra la llegada del nuevo día, el advenimiento
de la niebla, el término de la levedad?
Rafael Cadenas.
Una isla, 1958.
Hay seres que se van sedimentando en la memoria colectiva de un país. Seres que se mueven entre la vaguedad y la súbita aparición, entre una distancia difuminada y una cómoda proximidad, como una piedra del precámbrico sostenida por las manos de un niño, o como el cálido apretón de manos de quien te recibe en la penumbra de la celda, antes del exilio.
Cadenas vive activamente en la memoria colectiva de un país, y por tanto sucede que cada quien suele guardar, con una gratitud que el tiempo se encarga de amplificar, el justo momento en que se encontró con él por primera vez. Y la memoria se expande con gestos, situaciones, dichos. Ya sabemos que la memoria es ficción necesaria. Yo lo conocí, es decir, leí a Cadenas, por primera vez, en los últimos años que pasé por la Facultad de Medicina. El descubrimiento de la poesía había sido un acontecimiento vital y dinamizante durante esos años iniciáticos, comienzos de los 90’ del siglo XX. La poesía apareció en mi vida como un asombro constante; un acto liberador, casi subversivo. Leía con fervor en los pasillos, en los ascensores, en las salas de espera de los laboratorios, en la antesala de las pruebas académicas, al pie de una camilla o en los turnos de guardia nocturna. Como si fuesen talismanes contra la muerte y la enfermedad, siempre llevaba libritos de poesía en los bolsillos de mi bata de médico. Lo bueno de la buena poesía es que suele venir en finos empaques, y los libros de poesía que más me gustaban eran los que precisamente cabían en los bolsillos de mi bata. Entonces la poesía me salvaba. Y la lectura de algunos libros de Cadenas, como Cuadernos del destierro, Memorial, Intemperie o Falsas maniobras, me mostró una dimensión psíquica del lenguaje asequible a través de un pensamiento poético que se distinguía por el afán de afirmación de una justeza expresiva. Se me revelaba una poesía mental, sensible a la exploración clínica de los límites de la consciencia del Yo. También me cautivaron los avatares y las penurias de un tránsito psíquico, a veces incómodo o doloroso, otras irónico o celebratorio, por los vericuetos del pensamiento observante y las trampas del Yo. Una poesía mental que, expresada con una precisión clínica, daba cuenta de los escarceos entre la palabra y el síntoma.
A veces me escapaba del radio de influencia de la Facultad de Medicina y, como si fuese un tránsfuga, quitándome la bata y abojotándola en el morral, cruzaba sigilosamente la plaza techada del Aula Magna, y luego la legendaria Tierra de Nadie, para encontrarme con otros colegas realengos, trashumantes y apóstatas, provenientes de otras Facultades y otros saberes callejeros, que rondaban entre la Facultad de Filosofía y Letras y la Tierra de Nadie de la Universidad Central de Venezuela. La gente de la misma calaña suele juntarse por magnetismo animal. Después de aquellos encuentros e intercambios, regresaba a la Facultad de Medicina con más librillos de poesía con qué surtir los bolsillos de mí bata. Era como salir de cacería, y en cada incursión a lo desconocido traía otros trayectos y nuevas referencias. Fue así que me fui formando como contrabandista entre dos mundos, traficando libritos de poesía que venían de aquella región ignota que se extendía más allá de las fronteras de la Facultad de Medicina, allende el proceloso y verde mar de Tierra de Nadie, hacia el Levante, cruzando la Sabana Grande, donde también nos esperaban las tabernas y los primeros asaltos del amor. Exactamente en uno de esos cruces de frontera fue que tuve mi primer avistamiento de Cadenas.
Cuando lo vi en aquella zona fronteriza, sentado en un banco mustio y poco solicitado, sobre un montículo requemado por el sol, comiéndose una barra de chocolate, supe enseguida que era Cadenas. Yo no lo había visto antes, y apenas recordaba vagamente aquellas fotos borrosas del autor en las contraportadas de sus libros tantas veces zarandeados. Mi primer avistamiento de Cadenas: él sentado en un banco solitario, con la magnanimidad de un animal de las praderas, comiendo chocolate. El autor de Falsas maniobras se encontraba a la vera del camino, tranquilo, apartado de este mundo mediante el simple gesto de estar sentado sin ninguna otra pretensión que no fuese comerse su chocolate. Entonces me di cuenta que un hombre solitario, sentado, concentrado en la labor de comerse su chocolate, era una imagen que guardaba una dignidad muy humana, a la vez que también era la repetición de un gesto íntimo y ancestral: comer tranquilo, sin que nadie te interrumpa, entregado a una dicha modesta y contemplativa. Intuí que hay que tener mucha valentía para estar sentado en un banco solitario, comiéndose una barra de chocolate, sin que nada ni nadie te desvíe de tu misión.
Casi todos los relatos sobre los primeros avistamientos de Cadenas coinciden en una imagen que evoca algunos de los gestos más arcaicos de la humanidad: caminar, hablar (leer), callar, escuchar, atender, sentarse, comer chocolate. En esos relatos testimoniales se perciben ciertos remanentes de la imagen de algo que colectivamente podríamos identificar como una esencia ancestral, como si se tratase de un hombre antiguo, como si estuviésemos hablando del carapacho de una tortuga gigante. Se dice que mucha gente reconoce en Cadenas una presencia in illo tempore, como si siempre hubiese estado ahí, incluso desde antes de la creación de los batracios, las belugas y los paquidermos, incluso, y por lo menos, desde el inicio de los tiempos.
Recuerdo haber escuchado la historia de Paula Cadenas acerca de uno de los avistamientos que tuvo de su padre. Mi amiga cuenta que fue sólo después de muchos años, cuando ya no era una niña, que se dio cuenta de que había pasado su infancia junto un árbol. Había crecido alrededor de un árbol. Un árbol firme y silencioso. Un árbol que daba sombra y cobijo. Un árbol centenario. Rodeado de un bosque de papeles y lomos de libros, Cadenas era un árbol que leía y escribía silenciosamente en un rincón de su casa.
Hablemos del árbol y necesariamente llegaremos al silencio de los árboles. El silencio de los árboles es un silencio especial, pues es un silencio que escucha, un silencio que se mece y se inclina con el viento. Según algunos testimonios de avistamientos, Cadenas es un ser silencioso. Pero me parece que lo silencioso en Cadenas no tiene que ver con que hable más o menos. No es imposibilidad o represión del habla, tan frecuentes en la timidez, la mudez o la maniobra ladina; ni tampoco es el silencio lapidario o sepulcral con el que se intenta zanjar los asuntos difíciles o misteriosos. El silencio en Cadenas es una vibración resonante, generativa y cónsona con la quietud. Se trata de un silencio que deja abiertas las puertas a la vastedad y a la interrogación.
Una vez me detuve en el Parque del Este de Caracas, en el medio del camino de mi vida, y de repente también pude avistar que, como el samán que tenía frente a mis ojos, Cadenas era nuestro ancestro común y más cercano; un ancestro cotidiano y necesario, así como también nuestro animal de costumbre. Un ancestro vivo, algo que no es muy común en estos tiempos, porque Cadenas camina, escucha, habla, come, piensa, escribe y vive en una ciudad frondosa, tortuosa y mordiente, con su mítico maletín de cuero marrón colgado del hombro izquierdo, a manera de escudo contra el espacio hostil. Cadenas es un ancestro que tiene la terquedad de los cantos rodantes y la obstinación de quienes florecen en el abismo, como las tierras altas de Humocaro Bajo, que son tercas y obstinadas. Cadenas no es uno de esos ancestros que amarillean en un álbum de familia, rodeados de polillas que les aplauden por costumbre; ni tampoco forma parte de esos ancestros que andan encogidos, como asustados, en posición fetal, apretujados en una vasija de barro, protegidos del mundo exterior por una vitrina de cristal; ni mucho menos tiene que ver con los heroicos ancestros que se encaraman, a punta de arengas y coñazos, en los panteones de mármol. Cadenas es, simplemente, nuestro ancestro común y necesario: un ancestro preocupado tanto por las derivaciones de la física cuántica como por el precio de la barra de chocolate de la última edición especial aniversario.
Sabemos que el temperamento de Cadenas ha sido fraguado en la Casa del Lenguaje, pero también que ha sido forjado en la observancia constante de sus propios procesos psíquicos, una búsqueda personal que lo ha llevado a privilegiar la excelencia de lo vivo sobre lo vivido. Silencio, quietud, calma jovial, prudencia, lentitud, claridad. Estamos hablando de la templanza. Y la templanza tiene una dimensión ética. Nadie nace con templanza, pues, como sucede con los metales, el espíritu se va templando tras largas jornadas de renuncias y desprendimientos, y la adquisición del temple pasa por la reconciliación de los opuestos y la coherencia conjuntiva.
El temperamento alciónico de Cadenas contrasta y puede resultar incómodo en una sociedad donde se privilegian valores provenientes de los relatos que exaltan la gesta heroica y violenta, la admiración hacia los gestos grandilocuentes y el culto a los oradores tremebundos. Hombres audaces, gritones y petimetres ocupan un lugar prominente en nuestras plazas públicas. En estos contextos, la presencia de un hombre silencioso y observante puede llegar a resultar peligrosa y hasta subversiva. En el mito de Alción, se nos transmite que, durante los días más crudos del invierno, entre heladas y tempestades, sólo la calma jovial y la imperturbabilidad del Alción, o Martín Pescador, puede asegurar que no zozobre su nido en alta mar. Los epicúreos y los estoicos consideraban la ataraxia como la virtud o capacidad de guardar la calma en medio del desastre. Y es precisamente la fuerza de la quietud, el conjuro de lo no-resistencia y la persistencia silenciosa lo que define el temperamento alciónico de Cadenas.
Durante los fines de este invierno he tenido entre mis manos Una isla, el segundo libro de Cadenas, publicado en 1958. El material que nutre este libro proviene de experiencias vitales relacionadas con la cárcel y el exilio. Su elaboración probablemente haya sido posterior a las circunstancias de la experiencia. Y no es casual que sea el símbolo de la isla el que imante esta incursión por los pasajes del destierro, el desarraigo y el extrañamiento. La isla es el lugar simbólico en el que alma desterrada asume su sino y se entrega a la soledad y al silencio. La isla es el lugar donde se aíslan los espíritus atribulados para iniciarse en las arduas tareas de su propia transformación. Sólo de contextos tan radicales como la condena y el ostracismo podrían surgir la templanza, la ataraxia o la quietud. Unamuno en Fuerteventura, Ovidio en Escitia, Napoleón en Elba.
Una isla es, según lo anuncia el poeta, música entregada en el desastre. Hay algo hermoso en este libro que tiene que ver con la puerilidad y la pureza con la que se expone esa música entregada en el desastre. Se trata del muy humano afán de ordenar el caos y hacer más habitable nuestra estancia, por más cruel y arduo que sea el contexto aislante y opresivo. Por eso esta música entregada reniega de cualquier patetismo o resentimiento fácil. No destila amargura, ni deseos de venganza, ni tampoco una postura quejumbrosa. Se nos entrega más bien un libro sensorial, luminoso y celebratorio. La isla del cruel exilio viene cargada de muelles atestados de frutas, azules cobalto, lunas de bauxita, nubes ardiendo, velámenes yodados, aves que dan vuelta en círculos, viandas, hojas, salitre, espuma, mujeres de piel cobriza, ráfagas de lluvias, palmeras que se inclinan, ojos de atunes, zonas oscuras del puerto donde se pierden los cuerpos en búsqueda de roce. La experiencia dolorosa pasa por un atanor alquímico-psíquico que la transforma en canto transparente y alivianado. Sumergiendo las manos en el pozo de una vivencia de devastación personal, Cadenas extrae el vellón morado de los orígenes y asume la calma jovial para poder mostrarlo.
Uno de los pasajes del libro expresa muy bien esta transmutación. Hace referencia a un acontecimiento histórico: el encarcelamiento de Cadenas en la cárcel Modelo durante la dictadura del General Marcos Pérez Jiménez. En uno de los fragmentos de Una isla, podemos leer:
Escribiste: “Estos muros se hacen transparentes cuando
te siento. Mañana traigo los libros. Te besa”.
Mi libertad había nacido tras aquellas paredes. El calabozo No.3
se extendía como un amanecer. Su día era vasto.
El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja,
pero a través de ti yo era interminable.
Cadenas expresa la belleza de su pensamiento poético al comprender la condición neutra de cada momento y la necesidad de vivir la vida con liviandad. «Yo viajo a los espacios transparentes […] porque cada día luminoso es otra invitación».
Silencio, quietud, claridad y ligereza no son sólo atributos de un libro solar, sensible y telúrico; son también los rasgos que distinguen el temperamento andariego y valiente de Rafael Cadenas, nuestro ancestro común y necesario.
El Oráculo de La Boyera.
Mi último avistamiento de Cadenas ocurrió el año pasado. Yo venía de un proceso de devastación personal, y me quedaban pocos días para marchame de Caracas. Gracias a mi amiga Teresa Mulet, Cadenas supo que yo estaba en la ciudad y, como en los tiempos de antes, me envío un recado personal para que fuese a visitarlo. Teresa, que también venía de un proceso de devastación personal, me animó, diciéndome: “Vamos a visitar al Oráculo de La Boyera”. Yo me encontraba en esa fase de la tribulación profunda en la que uno busca con afán mensajes extraordinarios o reveladores, señales provenientes de un anhelado más allá: una orquídea que florece a destiempo, la conversación nocturna con una lechuza, la visita de un Caricare Sabanero en el balcón, las pausas rítmicas de los grillos nocturnos, la antena iluminada por el último rayo de luz del día. De modo que visitar al Oráculo de La Boyera de repente adquirió también un tono misterioso y necesario. No es la primera vez que se escucha que los lectores de Cadenas busquen entre sus poemas alguna señal oracular. Así que un día luminoso y fresco de septiembre, el día anterior a mi partida, nos fuimos a visitar a Cadenas. La visita a La Boyera, en el sudeste de Caracas, se puede calificar como una travesía, aunque miles de caraqueños la realicen todos los días y en múltiples condiciones. Pero si lo planteamos en términos geográficos, podríamos decir que subir a La Boyera es un viaje bastante completo, pues hay que cruzar un río, atravesar el interior de varias montañas y bordear algunos desfiladeros, sin contar los atascos en la autopista.
Durante este avistamiento, Cadenas nos recibió en la puerta de su casa, cómodo y conversador. Me llamó la atención su ligereza y su buen humor. Lo vi más joven que nunca, aunque su gestualidad evocase la gravedad de los hombres de los tiempos arcaicos. Los principales temas de conversación fueron S. Pániker, la física cuántica y las neurociencias. Cadenas es un ancestro muy pendiente del futuro. Y aunque yo había fantaseado con la imagen del Oráculo de La Boyera, nunca me atreví a formular ningún requerimiento oracular, y en los momentos en los cuales, como una brisa fría e inesperada, se asomaba el tema que me atribulaba, se imponía milagrosamente el silencio, un silencio solidario. Sabemos que los oráculos casi nunca dan una respuesta directa y que, en la mayoría de los casos, no dan respuesta, o la respuesta viene en diferido y desde otra parte. De manera que si uno visita a un oráculo debe estar consciente de que la respuesta a la cuestión pasará inevitablemente por la no-respuesta. El silencio es la respuesta. Pero sucede entonces que, mientras escribo estas páginas, creo haber recibido la respuesta oracular, esta vez bajo la apariencia de uno de los poemas de Una isla. Es un poema que dice, sin decir, lo que yo en el fondo estaba consultando:
33
Puedes ocultarte en la distracción,
cubrirte con el vaho de los viajes,
llenarte de humos del exilio,
tú no desapareces.
Las riberas están revestidas con el aceite de tu cuerpo,
el amanecer no deja de traerte.
Con qué voracidad los días se han lanzado contra tu rostro
y nada ha podido apagar el sueño en que te meces
ni la vegetación donde reluces como extraña rosa de cobre,
ni los momentos que se reunían como animales en tu regazo,
ni la escritura de los gestos como inundación de la oscuridad.
Luis Enrique Belmonte
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