Morir con Venecia

Fotografía de Miguel Medina | AFP

27/11/2019

I

Venecia no es la ciudad que más he amado, pero sí la que más he intentado dejar de amar.

Mi rechazo siempre ha sido incierto, inconstante. Alguna vez la he percibido como una mujer que me ignora mientras exhibe su superioridad espiritual, otras veces mi alejamiento proviene del dolor de suponerla condenada a un final que no quiero presenciar, o de la tristeza de no tener nada que ofrecer a cambio de tanta belleza, o caigo en la absurda pretensión de haberlo visto todo y estar más allá de la curiosidad y la seducción, o decido que, al no poder tenerla integra y para siempre, será nada y hasta nunca. Ahora que despliego este absurdo rosario comienzo a hacerme consciente de mis limitaciones y confusiones. Más nos define aquello que no logramos integrar a nuestras vidas que ciertas solemnes certidumbres, tan constantes, que se nos van haciendo imperceptibles, como creer en la eternidad de la especie humana.

Una inundación semeja un inmenso llanto y pareciera que ya no hay lugar en Venecia para nuestras lágrimas y lamentos. Es una paradoja que el agua sea su peor enemiga, pues alguna vez he contemplado los efectos de su ausencia. Esos mismos canales que convierten la arquitectura en música y en danza, sin la presencia del agua revelan un fango podrido que la está carcomiendo. Descubrirla seca me resultaba más impactante que anegada, pero ahora ha llegado una nueva inundación con la fuerza de todas las aguas del mundo, incluso las que una vez estuvieron perpetuamente congeladas. Ya no se puede culpar solamente a los vientos y las corrientes. Puede que no sea una ciudad inundada sino una Venecia hundida que se despide; puede que no sea un ciclo centenario sino la señal más poética de un futuro apocalíptico. La pregunta ya no es más si los hombres estamos enloqueciendo a nuestro planeta, ahora la cuestión es si estamos a tiempo de enfrentar nuestra locura y sobrevivir.

II

Jean Cocteau exclamó exaltado en una de sus visitas:

—¡Dónde se ha visto tanto Cristo caminando sobre el agua!

He conocido una opción más humana: caminar dentro del agua.

Las crecidas del otoño y del invierno las anuncian con la alarma de una ciudad a punto de ser bombardeada. Dieciocho sirenas avisan la llegada de la marea con una antelación de tres horas. ¡Cantos de sirena! ¡Tan seductores, tan apropiados para anunciar los desenfrenos del agua! Mi esposa, de padre y abuelos venecianos, me dijo asomándose al canal:

—Esta vez es en serio.

Ocurrió hace unos treinta años. Lo de “en serio” tenía que ver con la ansiedad alegre e infantil de su marido por presenciar el insólito espectáculo del acqua alta. Me había comprado unas botas amarillas de pescador de truchas y quería estrenarlas. Había llegado el momento; debía comprar los ingredientes de un chupe para veinte personas y salí bien equipado. No todas las calles tienen el mismo nivel; en la que llega al campo Santo Stefano el agua me llegó a una cuarta de la rodilla. Faltaba conseguir seis aguacates y un queso blanco (semejante a nuestro palmizulia) en el único local que podía tener estas insólitas exquisiteces, ¡y las conseguí! Ya tenía un logro que contar a mis nietos y la inundación apenas comenzaba.

De vuelta a casa sentí el agua fría inundar mis interiores. En la plaza San Marco vi unos japoneses tomándole fotos a unos zapatos de lujo que flotaban en el agua como pájaros muertos. Los noté tan exaltados que aquel parecía ser el único propósito de su viaje. El espectáculo dejó de ser divertido cuando la corriente me impidió avanzar.

Ayudándome con las grietas y molduras de las paredes, como escalando en horizontal, pude llegar al apartamento, una restauración en un depósito donde guardaban las barcas del palacio Mocenigo. Allí vivió Giordano Bruno y dos siglos después Lord Byron. Ambos dejaron para siempre sus insaciables fantasmas y se turnan las apariciones.

Las aguas invasoras estaban a un centímetro del nivel de nuestra alfombra. Nos concentramos en preparar el chupe y el olor a cilantro nos hizo sentir de vuelta en Caracas, pero cada tanto recordaba estar en una ciudad inundada e iba a chequear el umbral (una pieza de mármol blanco en la parte inferior de la puerta).

La tercera vez, me arrodillé inclinándome hasta el suelo para observar de cerca los pequeños remolinos y las crestas de las olas que se batían contra el borde de mármol. Mi esposa me preguntó:

—¿Vas a rezar?

—Voy a soplar —le contesté.

Soplé como un niño hasta marearme, convencido de poder evitar que las aguas sobrepasaran nuestra barrera, y el umbral aún resistía cuando llegaron nuestros invitados. Venían empapados, con el hambre y la sed de los náufragos. Apenas llegar se quitaban los pantalones en el baño y salían envueltos en una toalla, con una copa de prosecco en la mano. Usamos todas las toallas que había, blancas, azules, unas playeras estampadas con colores escandalosos, luego manteles campestres y al final sábanas y fundas de almohada. Como suele suceder en Venecia, había diferentes nacionalidades, amigos de amigos. Maritza Domínguez trajo de la mano a un polaco que encontró perdido y arrinconado por el agua frente a la puerta del palazzo. Era un hombre altísimo que no quería quitarse los zapatos mojados y menos los pantalones. Hubo que usar algo de fuerza hasta que entendimos que nadie lo había invitado. Era un turista más a la deriva y finalmente se fue dando manotazos, como un monje que huye de una orgía.

El chupe fue el mejor y el único en la historia gastronómica de Venecia. La pasamos bien. Cuando volví al espigón de nuestra puerta y vi las aguas retirarse, comencé a beber como un capitán orgulloso de haber sobrevivido a una tormenta. La única pérdida que lamentar fue la de un amigo psiquiatra que sufría de una grave ludopatía. Apenas llegar, puso a secar sobre un arcón los billetes que llevaría al casino. Horas más tarde, cuando la sopa y el vino vencieron al frío y la humedad, alguien dijo en algún idioma:

—¡Abran las ventanas. Hace mucho calor!

Al abrirlas, los billetes volaron hacia el canal como mariposas absorbidas por la noche. El psiquiatra hizo el amago de brincar al canal y salvar su patrimonio, pero eran los tiempos de las liras, y la pérdida, bajo otro tipo de azar, no fue trágica. Nadie estaba triste. En ese entonces, una Venecia inundada todavía podía ser una fiesta. Nada que ver con la de 1966 o la de 2019.

Ya a punto de dormirnos y mirando el techo, mi esposa me dijo tan orgullosa como fatigada:

—Fue una verdadera fiesta veneciana.

Me giré para verla de frente y le contesté:

—A mí me pareció más bien hawaiana.

Fotografía de Marco Bertorello | AFP

III

Una de las medidas de mi relación con Venecia es haber asistido a tres entierros. El más memorable fue el de Teresa Foscari. La llamaban la Contessa Rossa, imagino que por sus coqueteos con la izquierda. También era amiga de Ted Kennedy, y de quien ella quisiera, pues era prodigiosamente seductora. Hablaba un italiano tan perfecto y expresivo, modulado y penetrante, que era imposible no entenderle. La fui conociendo en breves y sucesivas sesiones separadas por dos o tres años, suficientes para verla pasar de mujer madura y desafiante a viejecilla adorable y sabia. Años después de su muerte aparecieron las cartas de amor que le enviaba Giorgio Bassani, el autor de El jardín de los Finzi-Contini, junto al manuscrito de su novela.

Ella me dijo una de las frases que más he compartido con mis hijos y amigos:

—Lo único que lamento de haber nacido en Venecia es que nunca la vi por primera vez.

Esa tarde salí a pasear con esa sentencia en los ojos. En Venecia siempre habrá algo que podrás ver por primera vez, o por última. Mi padre decía que es una ciudad infinita. En París y en Barcelona siempre encontrarás segmentos anodinos que podrían pertenecer a cualquier otra ciudad. En Venecia todo es único, los leones, los postigos, los frisos, las tapas de los pozos, el rococó, los tragos, las alcachofas. No importa si tus observaciones son vagas o juiciosas, todo lo que roces o escudriñes siempre será Venecia. Te sientas en un café, levantas la mirada, y en el borde donde se une el perfil de las cubiertas con el cielo aparece una silueta de señales olvidadas, de historias convertidas en secretos que ya nadie conoce. Sirvan de ejemplo las altanas, unas acrobáticas estructuras de madera posadas como arañas sobre las tejas de los palacios cuyo único objetivo era, y aún puede ser, que las venecianas se tiñan el pelo con una mezcla de orina, azufre y sol radiante.

Siempre seré un turista ajeno a su biología. Su exclusiva naturaleza jamás cesa, es obsesivamente semejante a sí misma. Ante tanta coherencia, tiendo a pensar que basta con obedecer a las propias leyes y a la propia historia para ser bello, una máxima que nos viene bien a los viejos.

IV

El italiano es un idioma que siempre me resulta reciente, ajeno. Una prueba fehaciente de que se trata de otra lengua es que, al hablar, se me cansa la que tengo. Bajo el yugo del italiano se torna cada vez más torpe e indolente; llega incluso a la desobediencia y comienza a hablar en español sin que pueda detenerla. Quizás la razón principal es que se trata de palabras que no resuenan en el íntimo territorio de mi memoria. La palabra “miedo”, cuando la leo o la oigo, repercute por entre millares de recuerdos que se pierden en los meandros de la infancia. Paura, en cambio, limita sus ecos y referencias a cuando llegué a Venecia y comencé a balbucearla.

Esta limitación cesa cuando invoco ciertos escenarios donde mi condición de caminante ha sido bautizada y confirmada. Hasta donde sé, solo en Venecia existe el sotoportego, uno de mis términos favoritos por ese sonido reiterativo de firmeza y aguante, donde cada “o” parece una columna. Cierro los ojos, pronuncio la palabra, y solo puedo estar en Venecia.

De estos espacios de iniciación, también me apasionan las fondamentas. Si buscan la definición encontrarán que en Venecia, y solo en Venecia, vienen a ser los tramos de calle que bordean un canal o un rio. Pero pueden llegar a ser tanto más. Mientras más agua enfrentan tienden a tener más fundamento. En Venezuela llamamos fundamentoso a quien tiene mística, sensatez y dedicación para hacer las cosas como corresponde, y este es el caso de la Fondamenta delle Zattere, que recorre casi dos kilómetros acompañando al espacioso canal de la Giudecca. Siempre me ha cumplido explayando mi alma con sus amplias vistas hacia la secuencia que forman la basílica de San Giorgio y las iglesias de las Zitelle y del Redentor. Orientada hacia el sur, tiene el mejor sol de la tarde y los mejores helados, apetecibles hasta en pleno invierno.

Uno de los crímenes más graves que ha cometido un traductor fue convertir el título del breve y maravilloso libro de Josef Brodsky, La Fondamenta degli Inccurabili, en Watermark. En español confirmaron el error con Marca de agua. Si no hallaban como traducir la palabra fondamenta hubiera bastado con titularlo Los Incurables. Permítanme incluir un chiste ramplón, pero es tan cierto: “La vida es una enfermedad incurable que se trasmite sexualmente”.

Brodsky nos confiesa que su época favorita para visitar Venecia es hacia diciembre. Entonces la neblina es tan densa que sale a comprar cigarros en la noche y encuentra el camino de vuelta por las huella que ha dejado su cuerpo en la bruma. Así avanza Brodsky mientras seguimos las señales que nos regala y contemplamos la ciudad a través de un caleidoscopio. Dichoso el turista que llegue a leerlo, pues podrá quedarse en su hotel sin perder el viaje.

V

En un día cualquiera, acosado por una horda de turistas, el veneciano camina con pasos raudos y marciales, viendo el suelo, ensimismado y nada feliz. Es en las noches, una vez que los invasores han vuelto a sus hoteles, o se han marchado en barcos pantagruélicos y mucho más altos que los campanarios de las iglesias, cuando emergen los expertos en el arte de caminar.

Uno de mis maestros fue Daulo Foscolo, descendiente lejano de Ugo Foscolo, autor de una novela que ha sido obligatoria para generaciones de italianos: Las últimas cartas de Jacopo Ortis. Stendhal la considera “una pesada imitación de Las cuitas del joven Werther”, aunque ciertamente apreciaba la poesía de Foscolo. Recién llegado a Florencia, después de visitar las tumbas de Maquiavelo, Miguel Ángel y Galileo en la iglesia de la Santa Croce, le dio el famoso ataque de excitación incontenible que hoy llamamos “Síndrome de Stendhal”. Cuenta el propio escritor que logró calmar sus nervios leyendo en el banco de una plaza un poema de Ugo Foscolo, parte indispensable de su equipaje en Italia. Hoy les dan pastillas de rivotril a los turistas que llegan al hotel con convulsiones por excesos de sensibilidad.

Habiendo sido ingeniero de las aguas, Daulo conocía bien una ciudad modelada por las corrientes. Josef Brodsky se hospedó en uno de sus apartamentos (desde donde salía a dejar rastros en la niebla). Brodsky se queja en su libro de haber agarrado una pulmonía por dormir recostado a uno de los muros de su habitación, aunque creo que más daño le hicieron sus noctámbulos cigarrillos que la falta de calefacción.

El tío Daulo me enseñó cómo cada paso en Venecia le da ritmo y sentido a la conversación. Al principio íbamos uno al lado del otro mientras yo hablaba a todo fuelle con mi acrobático italiano, y no noté cuando Daulo intentó aminorar la marcha, hasta que estiró un brazo y acercó levemente su mano a la trayectoria de mi cuerpo para imponer su ritmo y anunciarme que era su turno de hablar. Al hacerlo, volteó la palma hacia arriba como una bandeja donde presentar con más énfasis sus argumentos. Cuando estaba por llegar a la conclusión, se detuvo y dio un par de pasos hacia atrás, obligándome a girar y mirarlo de frente. Ya no recuerdo cuál era el tema; lo importante es que Daulo me estaba enseñando la sintáxis de caminar y conversar por Venecia.

A partir de esta primera lección, fui concientizando mi propio estilo que consiste, básicamente, en explorar sin rumbo ni propósito. Me gusta hacerlo en buena compañía, pero no tengo el repertorio rítmico y gestual de Daulo; prefiero avanzar sumido en largas jornadas de silencio y, luego, sentarme a compartir las experiencias en un café pasando de la introversión a explayados desahogos.

Venecia es una ciudad tan pequeña que puedes atravesarla de punta a punta en unas cuatro horas (incluyendo la sentada y conversada en el café), y tan densa que te puede tomar años si te dejas llevar por las alternativas de sus quinientos puentes. Fue vagando, o girovagando (otra palabra que mi lengua saborea y resuena en mis pantorrillas) como llegué a San Nicolò dei Mendicoli. No me extiendo en datos y descripciones (uno no debe promover sus amores e intimidades), solo diré que mi suegro no la conocía y fue la única vez que logré saber algo que él ignorara. Cuando la recuerdo o cuando retorno, siento que esta pequeña iglesia sería ideal para montar un teatro de títeres e intentar explicarles a nuestros nietos el final de Venecia.

Fotografía de Marco Bertorello | AFP

VI  

Venecia nació en unas marismas rodeadas de una laguna poco profunda, una situación que no auguraba estabilidad ni permanencia. Todas las circunstancias que parecía tener en su contra fueron el basamento de sus siglos de poderío y de su estética irreproducible. La geografía puede ser la madre de la historia, y Venecia estaba en el lugar ideal para las nuevas rutas comerciales que se establecerían entre el Mediterráneo occidental y oriental. Incluso sus carencias la orientaron en la dirección correcta: al no poseer tierras en el continente se volcó hacia el Adriático y abriría rutas marinas hacia el norte de África y el Asia menor, hacia la seda y las especies. Dominar el mar, tarde o temprano implicaría dominar sus costas.

Además de la geografía, la beneficiaron los ciclos de la historia. Surgió entre el colapso de la extensa red de comercio del moribundo Imperio Romano y el lentísimo comienzo de nuevos sistemas de intercambio. En la humedad y el aislamiento de sus pantanos nace y se va nutriendo de otros finales, el de Aquilea, la ciudad de fundación romana que fue una vez la más importante del Véneto, y la decadencia de los imperios bizantino y lombardo.

Lo que ha sido la web a finales del siglo XX y comienzos del XXI, lo fue la flota de Venecia entre finales de la Edad Media y el Renacimiento. Surge como un sistema de comunicación racional, mercantil e independiente de ideologías religiosas. Me recuerda a los fenicios, aunque estos quizás sean más conocidos por su alfabeto que por sus batallas, y los venecianos llegaron a ser competentes mercenarios. Llámese tolerancia religiosa u olfato comercial, lo cierto es que Venecia prefería el intercambio con musulmanes y judíos, y más tarde con los protestantes, a los enfrentamientos o las persecuciones. Aunque, insisto, podían también ser avasallantes y sangrientos piratas si lo consideraban conveniente, una variante que conoció bien Constantinopla.

Cuando las edificaciones lacustres sobre palafitos (una suerte de Venezuela) se convirtieron en palacios apetecibles a posibles invasores, ya Venecia contaba con una flota formidable que por varios siglos sería invencible. Llegó a ser la segunda ciudad más poblada de Europa, solo superada por París. Entonces comenzó su decadencia. Con la toma de Constantinopla por los turcos ya no serían los dueños del Mediterráneo. Al mismo tiempo, la expansión naval de Portugal y el descubrimiento de América, desplazarían las grandes corrientes comerciales hacia el océano Atlántico.

Entonces apareció una fórmula propicia a las viejas glorias de los imperios: el turismo. La ciudad contaba con el espectáculo de sus fachadas y, tras ellas, desde la ópera y el teatro hasta la lotería y la prostitución. Sus festividades se hicieron famosas y el carnaval se extendió con diferentes máscaras y ritos a lo largo del año. En el Gran Tour de Europa, Venecia ofrecía el refinamiento de la decadencia. Las grietas y emanaciones de su estancamiento repelían y atraían con la misma fuerza y la oferta era extensa, insólita.

Lord Byron combinó sus infructuosos intentos de aprender armenio y sesiones de amor con 250 mujeres, “menos obstinadas que la lengua armenia”. Montaba a caballo a lo largo del Brenta, nadaba en el Lido y luego descansaba y recitaba versos que estaban apenas naciendo en el Antiguo Cementerio hebreo. Es Byron quien bautiza el tristemente famoso Puente de los Suspiros (el suspiro de los condenados a muerte). No está mal para un turista inglés. ¿Cómo luciría el Mocenigo durante la estadía de Byron, con sus 14 sirvientes, dos monos, un zorro, dos mastines y la estrategia de los amores que iban y venían?

En este proceso de convertir la ciudad en espectáculo, Venecia tendría cada vez más casinos y menos barcos. Durante el apogeo de su poderío llegó a tener tres mil; cuando la invadió Napoleón no llegaban a la docena. Bonaparte fue tajante: “Tengo 80.000 hombres. No quiero más inquisidores. No quiero más un Senado. Seré un Atila para Venecia”. Fue igual de raudo, pero más civilizado. Se llevó muchas de sus riquezas, pero también introdujo mejoras. La plaza San Marco tiene una ala napoleónica y el nombre le hace justicia, pues Bonaparte fue el promotor del nuevo diseño. Le otorgó un final, no demasiado dramático, a la república más constante y longeva de Italia. No la destruyó, simplemente confirmó la realidad de una institución con más huesos que músculo. Venecia ya había dejado de ser una realidad para convertirse en una escenografía para el arte, un modelo para la Ilustración y una inspiración para Rousseau y su Contrato Social. Había sido una democracia con una proporción excesiva de oligarquía, pero mucho más justa que los modelos absolutistas que se expandían por Europa.

Lo que más me conmueve es la sumisión con que Venecia ha retornado a sus orígenes, a la fragilidad que una vez la hizo Sereníssima. Las marismas, las corrientes y mareas que la hacían inexpugnable, están hoy invadidas por los desequilibrios del planeta. Ahora tiene en su contra su localización y su nivel en el Adriático, más el ciclo histórico e histérico de una humanidad que se jura omnipotente mientras se devora a sí misma.

VII

El modelo veneciano se comprende mejor al compararlo con Florencia, y en esta comparación los testigos más elocuentes son los edificios. Mary MacCharty, quien escribió Las piedras de Florencia y Venecia observada, nos propone que Florencia es una ciudad masculina y tosca comparada con la feminidad recargada de Venecia y sus descaradas concesiones al placer. En Florencia, edificaciones como el palacio Medici o el palacio Vecchio parecen fortalezas. Tendrían más sentido en medio de un campo hostil que en el centro de una ciudad pacífica. Son excluyentes y nada revelan de su interior; prefieren tener una vida apartada y secreta. No sé si ésta sea la masculinidad a que se refiere MacCharty.

Los de Venecia tienden a ser tan transparentes como lo permitan sus estructuras. El palacio Grassi y Ca d’oro parecen haber sido concebidos para convertirse siglos más tarde en las galerías de arte que son hoy en día. Cuando navegamos de noche por el Canal Grande y vemos sus fachadas iluminadas, sentimos que no fuimos invitados a la fiesta. Son palacios incluyentes, ostentosos en el peor de los casos. De nuevo me pregunto si esta es la feminidad que seduce a la autora de Venecia observada.

Es fácil concluir que la diferencia entre una fortificada exclusión y una radiante exposición se debe a la vida política. Sabemos que en Florencia hubo luchas intestinas (un adjetivo que nos habla de la lucha por comerse la mejor parte del pastel y hasta las vísceras), al punto que su historia está marcada y clasificada por los conflictos entre los güelfos, quienes apoyaban al Papa, y los gibelinos, quienes apoyaban el Emperador del Sacro Imperio Germano. ¿Cómo podía estar en paz una república subordinada a factores tan foráneos, o sometida a un poder tan absoluto, extenso y duradero como el de los Medici?

Venecia, en cambio, parece nunca haber vivido conflictos internos capaces de dividirla en dos bandos irreconciliables. El sistema para elegir sus autoridades es casi imposible de explicar por lo complicado, pero funcionaba y la mantuvo cohesionada. Es lógico pensar que la arquitectura iba a reflejar esta paz interna, esta democracia tan oligárquica como exitosa.

¿Y si fuera al revés? Es evidente que los suelos de Venecia no se prestan para las pesadas y abigarradas fortalezas florentinas. Esas masas de pantano con el terreno firme a unos 25 metros exigen liviandad, transparencia, aperturas. Entiendo que los edificios se soportan en una multitud de pequeños pilotes de madera que operan comprimiéndose unos contra otros hasta generar un empuje horizontal contra la masa de barro. Este sistema estructural que funciona por integración algo habrá influido en el espíritu de la república. La idea me atrae porque sustenta la tesis de que para Venecia todo lo que tenía en su contra terminó a su favor, al menos por once siglos. Es seductora esta idea de que sus marismas moldearan su arquitectura y la arquitectura sus instituciones.

VIII

Uno de los problemas de acostumbrase a caminar a lo largo de las fondamentas y a navegar en vaporettos, es que terminas detestando a los automóviles. No se trata de un punto de vista; es algo fisiológico. Al mes de estar en Venecia me mareaba cuando agarraba el autobús para ir a Padova. Son dos mundos tan distintos el de las islas con sus canales y la tierra firme que se extiende por miles de kilómetros.

En el siglo XVI, la república de Venecia dominó todo el Veneto, el Friuli y parte de la Lombardía. La aristocracia o “patriciado”, como les gustaba llamarse, se interesó en la agricultura y apareció Andrea Palladio para hacerles sus villas, una mezcla de templo griego con casa de hacienda. Los primos de mi esposa tienen tierras más al norte, cerca de Belluno, con una villa alejada de las influencias de Palladio. Cada vez que voy me parecen más bellos los paisajes de Casteldardo, pero me toma un día y una noche acostumbrarme a la villegiatura y dejar de marearme.

Así como el recalentamiento global debe ser la pesadilla del veneciano, en estas tierras al norte ha traído una buena noticia: la temperatura se ha hecho ideal para sembrar la uva del prosecco. Lo que antes eran campos de maíz se han revalorizado y grandes compañías los alquilan por períodos de cinco años para sembrar y cultivar cientos de hectáreas de viñedos.

Alvise Foscolo nos llevó a pasear por los sembradíos meticulosamente ordenados mediante rayos laser y llamó mi atención que frente a cada hilera habían plantado una rosa. Aquello me pareció de una coquetería inaudita, hasta que Alvise me explicó cuál era el motivo:

—Lo que las rosas tienen de bellas lo tienen de frágiles. Si llega algún hongo afectará primero a los pétalos de la rosa y más tarde a las uvas. Así podemos tomar medidas a tiempo.

Lo que había juzgado como una extravagancia de pronto se convertía en una serie de mártires o soldados de avanzada, y ya no pude dejar de pensar en esas rosas espléndidas ubicadas en la vanguardia, mientras las filas de viñedos pueden estar tranquilos sabiendo que cuentan con tiempo para reaccionar.

De vuelta a la ciudad de los Cristos que caminan sobre el agua y en invierno bajo ella, pensé en algo que me atormenta por ser demasiado obvio, al punto que me ha tomado tiempo decidirme a escribirlo. Venecia es esa rosa cuya belleza nos advierte que una plaga se aproxima. La voracidad y persistencia de la última inundación (no debería decir la última, sino la más reciente y con pocas ganas de marcharse) pretendemos achacarla, para no ser tan pesimistas, a actos de una corrupción endémica en Italia. Fue una mala escogencia llamar al proyecto “Moisés”, quien separó las aguas, no las detuvo, pues creo que el proyecto ha dividido y debilitado a los venecianos: unos lo consideran inútil y los demás imposible. Lo que tiene de fastuoso e inoperante está sirviendo de camuflaje a una corrupción más profunda, al más grave y total de los corrompimientos, a la rotura de nuestra relación con la naturaleza, pretendiendo ignorar que su capacidad de respuesta es tan generosa como implacable, y quizás irreversible. Ya escucho hablar con resignación que la muerte de Venecia es cuestión de tiempo.

Teresa Foscari escribió un prefacio al libro Venezia fino a quando, de Giulio Obici, donde se describen las tragedias de Venecia y de Florencia el 4 de noviembre de 1966. Teresa nos dice que lo doloroso no es solo que esté en juego la belleza de Venecia, también el testimonio de once siglos de civilización. En el 2019 se ha exponenciado la amenaza. Ya no son los siglos que han quedado atrás, también los que nos aguardan. Pareciera que la particular espectacularidad y unicidad de Venecia nos está escondiendo la universalidad y urgencia de su mensaje de auxilio.

Gustav von Aschenbach, quien fue a Venecia buscando inspiración y murió de cólera frente al mar mientras contemplaba a un bello joven polaco llamado Tadzio, ya no está tan solo. Pronto no habrá tanta diferencia entre una muerte en Venecia y la de todos junto a Venecia.


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