Voces de la sociedad civil

Marino Alvarado: más allá de la confrontación hay que mantener el diálogo con quien piensa distinto

Marino Alvarado por EDO

09/06/2021

Marino Alvarado abrió la puerta de su casa y encendió la luz de la sala. Fue entonces cuando descubrió los fusiles apuntándolo. Cinco funcionarios de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) allanaban el lugar donde vivía alquilado. Sabía que podía ocurrir en cualquier momento. El gobierno de Luis Herrera Campins perseguía a los miembros del partido político Bandera Roja. Él era uno de ellos. 

Después de la masacre de Cantaura, una operación militar contra la guerrilla ocurrida en el centro del estado Anzoátegui el 4 de octubre de 1982, el ambiente se puso tenso para los miembros de la organización. Si bien la lucha armada en el país había terminado hacia finales de los años 60, aún quedaban movimientos subversivos, los últimos vientos de la Guerra Fría.

Marino estaba con sus hermanos y a ellos también se los llevaron presos. Los oficiales de la DIM los ubicaron en vehículos diferentes. En el camino, ante un descuido de los funcionarios, Marino botó por la ventana una libreta con números de teléfonos anotados en claves e información sobre el partido. La guardaba en la cartera. Uno de los militares se dio cuenta y le dio un golpe en las costillas con el fusil que tenía. El dolor le duró un par de horas.

Él no era un guerrillero realmente, pero tenía conocimiento de las actividades subversivas contra la democracia y conocía bien los postulados de la lucha armada, porque en su casa recibió formación de izquierda. Eso lo volvía un sospechoso para las fuerzas de seguridad del Estado. Sus padres eran inmigrantes colombianos y él había nacido en Palmira, una pequeña población cerca de Cali, en el departamento del Valle del Cauca. 

Llegó a Venezuela en 1967, con 9 años de edad. Entonces, vivía en San Bernardino y estudió hasta tercer año de secundaria en el Liceo Rafael Urdaneta. Cuarto y quinto año de bachillerato lo hizo en el Liceo Santos Michelena, también en el centro de la capital venezolana. 

A los 14 años, su padre le regaló un libro que lo marcó: El proceso de Burgos, de Gisèle Halimi, recuento de los juicios ejecutados por la dictadura de Francisco Franco en contra de 16 miembros de la ETA, una organización socialista. A ese le siguieron un cómic basado en El diario del Che en Bolivia y Las venas abiertas de América Latina del uruguayo Eduardo Galeano. Con ellos, Marino conoció las ideas de izquierda, de una sociedad justa e igualitaria.

Combinaba la lectura con tres actividades deportivas. Practicaba futbolito, karate y atletismo simultáneamente. Lo hacía en los campos de la Universidad Central de Venezuela (UCV), que entonces era el nicho de las luchas sociales de la izquierda venezolana. 

Un día, al pasar por las afueras del Aula Magna, Marino se encontró con una huelga de empleados universitarios. Él, conmovido por las exigencias de los trabajadores y decidió colaborar; los ayudó a pintar unas pancartas. Le gustó y por eso al día siguiente volvió. Fue invitado a participar en una reunión de los Comités de Luchas Populares (CLP), las fachadas legales de Bandera Roja. Desde ese momento, ingresó a las filas de la tolda y se unió a la lucha revolucionaria.  

A comienzos de los años 80, Bandera Roja mantenía focos guerrilleros en toda Venezuela, por lo cual se hizo necesario que algunos de sus dirigentes se trasladaran a varias ciudades del interior. El movimiento político se estaba reorganizando. 

A Marino le propusieron Ciudad Bolívar, cosa que le pareció interesante. Sin embargo, las cosas empezaron a salirle mal cuando, el 4 de octubre de 1982, en la población de Cantaura, las fuerzas militares del Estado venezolano masacraron a los enemigos de la democracia. El despliegue comenzó a un cuarto para las 6 de la mañana y se prolongó por un par de días. El resultado: 23 muertos de los 41 guerrilleros perseguidos.

Después del suceso, la familia de Marino le pidió que regresara a Caracas, porque el ambiente no auguraba buenos tiempos para Bandera Roja. Y aunque él les hizo caso y retornó a la capital del país, una llamada vino a subvertir su calma. Era la dueña de la casa donde vivía alquilado en Ciudad Bolívar. Lo llamaba para que fuera a recoger sus cosas porque tenía que desocupar el lugar. Marino, quien acaba de cumplir 25, salió para Bolívar la mañana del 27 de febrero de 1983. Lo acompañaban sus hermanos, uno de 29 y otro de 18. Llegaron al anochecer, el reloj de muñeca le marcaba las 6:30 pm.

Fue esa noche cuando los detuvieron a los tres. Los trasladaron a un módulo policial de Ciudad Bolívar. En la celda que les tocó había poco más de 70 personas. Todos eran presos comunes. Aunque el oficial que les abrió la reja les dijo a los reos que los tres eran violadores, Marino logró explicarles que él era un dirigente político y que sus hermanos no tenían nada que ver con lo que sucedía. 

Cuatro prisioneros que estaban en otra celda –y que eran como los líderes del presidio– escucharon la explicación. Al día siguiente, ordenaron que fueran trasladados a la suya. Al principio les asustó, luego comprendieron que consiguieron protección.

Luego de la reclusión vinieron los interrogatorios y las torturas. Una vez, en una habitación oscura, unos oficiales lo mandaron a desvestirse. Él les hizo caso. Sentado en la silla, esperando lo peor, preparado psicológicamente para el dolor, sólo escuchó la voz del policía que lo llevó hasta ese cuarto: “Vístete de nuevo, rápido”. 

Marino notó cierto nerviosismo entre los funcionarios. Horas después entendió lo que ocurrió; la consulesa de Colombia fue a visitarlo a la cárcel, su madre la había llamado. Marino era ciudadano colombiano y, por consiguiente, responsabilidad del gobierno de ese país. Se escabulló de una posible tortura dolorosa. Salvado por la campana como quien dice. 

Los tres fueron juzgados por tribunales militares. Sus hermanos fueron puestos en libertad cinco meses más tarde. A Marino le tocó una condena más larga en la Cárcel de La Pica, al oriente del estado Monagas. En ese tiempo leyó muchos libros sobre historia de Venezuela. Le gustaba el Derecho, era algo que quería estudiar antes de estar preso. Allí pensó que esa sería una de las cosas que haría al obtener de nuevo la libertad. 

Dos años y medio más tarde, en 1985, salió de La Pica cuando el recién instalado gobierno de Jaime Lusinchi dictó una serie de sobreseimientos a los presos políticos. Marino fue parte del tercer lote que salió de la prisión.

La realidad económica era distinta a la que imperó hasta 1983. Las consecuencias del Viernes Negro, ocurrido dos semanas antes de su arresto, habían impactado severamente en la economía venezolana. Atrás quedaron los años 70, la época de opulencia económica. 

Marino quería estabilidad y se propuso lograr lo que soñaba tanto detrás de las rejas: quería estudiar. Presentó la prueba en la Universidad Central de Venezuela e ingresó a la Escuela de Trabajo Social, sin embargo, después pudo encaminarse hacia la Escuela de Derecho, donde no estuvo al margen del acontecer político.

A pesar de la experiencia en la cárcel por su vinculación a Bandera Roja, como estudiante ucevista participó en la formación, junto a otros compañeros, de un grupo estudiantil llamado “Derecho para todos”, con el que invitaban a expertos y brindaban asesoría jurídica gratuita a las personas de bajos recursos.

Estando en esa organización conoció a la gente del Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea), que dictó un taller sobre la formación en Derechos Humanos. Fue allí cuando una compañera le comentó que en esa organización habían abierto un concurso para juristas.

A Marino le faltaban pocos meses para recibir su título de abogado, sin embargo, decidió postularse. Una entrevista fue suficiente para que las autoridades de Provea se dieran cuenta del potencial que tenía Marino, no sólo como activista social, sino también como orador. 

Ingresar a la organización significó para él una ampliación dentro de su campo profesional; aparte de dedicarse a los litigios nacionales e internacionales, igualmente adquirió experiencia como investigador en el área de Derechos Humanos. Paralelamente, ejercía como abogado privado para una oficina.

Corrían los años finales de la década de los 90 y un malestar político recorría cada rincón de Venezuela. Las expectativas crecían alrededor del militar Hugo Chávez, un outsider que había salido de la cárcel y era candidato a las elecciones presidenciales de diciembre 1998. 

Para muchos, Chávez representó una esperanza para el nuevo período presidencial que se avecinaba. Su proyecto prometía una transformación. Detrás de él se encontraban los dirigentes de la mayoría de las tendencias políticas de izquierda que hasta el momento habían estado fuera del poder. Marino y su familia no dudaron en respaldar al candidato. Él los llenó de esperanza.

Tras la victoria presidencial de Chávez, el 6 de diciembre de 1998, el equipo de Provea solicitó una reunión con el nuevo presidente, la cual no fue difícil de conseguir. La organización venía de trabajar con Rafael Caldera y con los entonces activistas sociales Julio Borges y Leopoldo López. En la reunión con Chávez, Marino y sus compañeros le expresaron una preocupación: temían que siendo militar, también se militarizara la gestión pública. 

Ese día, a comienzos de 1999, Marino le obsequió a Chávez un libro con un discurso de Jorge Eliécer Gaitán, el líder colombiano asesinado en 1948. Su madre lo tenía guardado y se lo había mandado a Chávez como obsequio.

Sin embargo, el primer choque ocurrió un año después, la publicación de un informe sobre la violación de los Derechos Humanos por parte de los militares en el contexto del deslave de Vargas desató la ira del nuevo mandatario. 

En su programa dominical Aló Presidente, Chávez atacó a los activistas de Provea acusándolos de pretender manchar la imagen de las Fuerzas Armadas mientras sus integrantes sacrificaban la vida por el país. Años más tarde, frente a las evidencias, el mandatario reconocería su error, pero las relaciones ya se encontraban deterioradas. Hugo Chávez los engañó. 

Los vínculos con el poder siempre se mantuvieron y eso es algo que considera fundamental cuando se trata de defender los Derechos Humanos. A pesar de que el gobierno de Nicolás Maduro ha sido represivo, no ha dejado de mantener contacto con su administración. Eso le ha sido beneficioso en varias oportunidades, incluso cuando él mismo ha sido el afectado.

El 1 de octubre de 2015, a las 5:30 de la tarde, unos delincuentes entraron a su apartamento ubicado en el sector Bellas Artes de la capital venezolana, donde Marino se encontraba con su hijo de 8 años. El hecho ocurrió después de que Diosdado Cabello hiciera unas declaraciones en su contra. Sin embargo, carece de pruebas que lo inculpen.

Esa noche, el Ministerio Público se comunicó con él e inmediatamente se encargaron del caso. No hubiera sido así si no lo conocieran. Él admite que la comunicación es importante: “Lo reivindico porque más allá de la confrontación hay que mantener el diálogo con gente que piensa distinto”.

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Este texto se produjo bajo la dirección y coordinación  de la asociación civil Medianálisis (medianalisis.org) como parte de un proyecto para reseñar y destacar el trabajo de la sociedad civil en Venezuela.


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