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Alguien de la familia calcula que esta fotografía fue hecha entre 1973 y 1977. La misma autora no puede precisarlo, pero estima que la fecha correcta debe ubicarse hacia finales de ese periodo. La imagen fue hecha por la cineasta Marilda Vera con una Nikkormat que usaba por aquella época, en la que, según recuerda, se dedicó mucho a la fotografía.
Aparecen el escritor, periodista y editor Miguel Otero Silva y su hija Mariana Otero Castillo. Nadie recuerda el lugar. Pero parece ser un almuerzo, en un restorán, regado con diversos vinos, a juzgar por la abundancia de copas. Marilda Vera dice que tiene otras imágenes de ese momento, donde también aparece María Teresa Castillo, directora del Ateneo de Caracas, madre de la muchacha. No recuerda nada más.
Las amigas de Mariana Otero sonríen y se enternecen al contemplar la foto. Las tres, Tania Sarabia, Eva Ivanyi y Carmen Ramia, coinciden al usar la palabra “complicidad” para definir la relación que unía a padre e hija y en señalar la precoz incursión de la muchacha en los protocolos de la parranda para acompañarlo.
—Se adoraban —dice la actriz Tania Sarabia, amiga de infancia de Mariana—. Se admiraban mutuamente y tenían una gran comunicación en la que prevalecía el sentido del humor. Les encantaba salir juntos a tomar tragos. Él se sentía orgulloso de ella y si algo no le gustaba se lo manifestaba con ironía llena de humor.
Letras y Psicología
Mariana Otero nació el 8 de octubre de 1948. Este día tendría unos 28 años. Pocas muchachas habría en el mundo que, a esa edad, hubieran tenido trato tan cercano con las más grandes figuras de la intelectualidad del momento, muchos de los cuales fueron huéspedes de ‘Macondo’, la residencia de la familia en el este de Caracas. No muchas habrían viajado por el mundo, visitado museos y asistido a conciertos y representaciones teatrales con tal asiduidad. Y, por cierto, deben contarse con los dedos de una mano las que, cumpliendo estos requisitos, sumaran también el de ser lectoras tan voraces como esta que vemos aquí con una barbilla idéntica a la del padre.
—Miguel la formó en sus gustos por los escritores, los pintores y los músicos —dice la vestuarista Eva Ivanyi—. Le transmitió su manera de ver y vivir la vida. Por ejemplo, ella empezó a beber desde muy joven, precisamente porque iba a todas esas reuniones con su papá. Ahí se la ve fumando porque ella fumó por mucho tiempo, incluso cuando Miguel hacía mucho que ya había dejado el cigarrillo. Él era su ídolo. Y él la consintió en todo.
Eva Ivanyi explica que para este momento, Mariana Otero había estudiado Letras, en la UCV, y se había graduado también en Psicología, en la Sorbona, en París. Ella misma aludiría a estos estudios, en una entrevista con Antonio Constante, quien le dice: «tú te licenciaste en Letras, participaste en primera persona con el movimiento literario de la época, fuiste casi una pasionaria en los acontecimientos de la renovación universitaria». A lo que Mariana Otero responde: «Te agradezco que me otorgues un rango que no me corresponde. Ni pasionaria ni protagonista de primera línea. Sí participé con pasión en el movimiento de la renovación de la Escuela de Letras de la UCV. Alterné con sus líderes y respaldé sus pronunciamientos. Eso que vivimos como una pequeña revolución nos marcó a todos, a unos más y a otros menos».
Y en otro momento de la misma entrevista, ella alude a su frecuentación de la bohemia y a su decisión de irse a estudiar a Europa: «Cuando te dije que había hecho de Sabana Grande mi escogencia, no te mencioné la República del Este, ese territorio de la irrealidad que fue sitio de encuentro de la inteligencia y de la bohemia. De esa época, claro que tengo recuerdos. Viví a fondo una nocturnidad que comenzaba al bajar el telón y se prolongaba hasta al amanecer en ‘Las cien sillas’. […] Vivíamos de noche y muchas veces, amanecíamos en mi casa oyendo música académica y leyendo poemas surrealistas. Esos desenfrenos me hicieron reflexionar y por eso decidí darle un golpe de timón a mi existencia y por eso me fui a Francia a estudiar y… a vivir».
—Cuando ella vivía en París, Miguel viajaba para verla —dice Carmen Ramia—. Tenían una relación muy particular, de compañeros, de contertulios, que perduró hasta la muerte de él, quien le dedicó su última novela “La piedra que era Cristo”. Él se jactaba de lo culta y talentosa que es Mariana, así como de su aguante para echarse palos y no rascarse, como lo tenía él, por cierto. Así como podían disfrutar una prolongada parranda, Mariana puede pasarse una noche completa leyendo. Es una lectora impresionante, que lee de todo. Dos días antes de morir, Miguel quiso pasar el fin de semana con Mariana. Fue una gran despedida, no hicieron sino reír, pasarla bien. De regreso en Caracas, Miguel tuvo ese aneurisma y murió, el 28 de agosto de 1985. En esta foto se ve el idilio, la espectacular relación, que tenían.
Una Julieta divertida
Es posible que esta fotografía haya sido hecha en Caracas y quién sabe si el encuentro era en celebración de la puesta en escena de “Romeo y Julieta en versión libre y venezolana”, escrita por Miguel Otero Silva con Mariana Otero en el rol de la joven enamorada. La pieza, de tono paródico, se estrenó el 6 de marzo de 1975, en el Teatro Nacional de Caracas, bajo la dirección de Álvaro de Rosson. (El vestido de ella tiene unas mangas que podrían ser de un vestuario, digamos, veronés. En cuanto al maquillaje, marcado y eficiente, puede haber sido hecho por ella misma; Eva Ivanyi dice que el cineasta Franco Rubartelli recaló un tiempo como huésped en Macondo y la enseñó a maquillarse, arte al que ella se aplicó con gusto y destreza. También le impartió rudimentos de posado).
En la entrevista que Mariana Otero le concedió a Antonio Constante (todo un logro, puesto que la timidez e introversión de ella son muy considerables), este le pregunta por ese montaje y le inquiere acerca de quién fue la idea de incorporarla al elenco. «Absolutamente de Álvaro [de Rosson]», le dijo ella, «quien tuvo que discutir mucho con mi papá para que aceptara que yo interpretase a Julieta».
—Mi papá —siguió Mariana— temía que por ser yo amateur, e hija de él, la crítica fuese particularmente dura conmigo. Por su parte, Álvaro me había visto actuar en un montaje humorístico que, sobre una adaptación de Don Juan Tenorio, habían hecho Aníbal Nazoa y Adriano González León. Fue un montaje exitoso y divertido que solo se presentó en casa de amigos. En este montaje participaban, entre otros, Rodolfo Izaguirre, Mary Ferrero, Alfonso Montilla, Belén Lobo, Américo Rivero Unda y el mismo Adriano. Yo hacía de Doña Inés y mi trabajo le gustó mucho a Álvaro, quien, desde entonces, acariciaba la idea de incluirme en alguna de sus puestas. […] Mi papá se entusiasmó tanto con el resultado, que iba casi todas las noches al teatro y se sentaba, aunque sólo fuese un rato, en la platea para ver, además de la representación, cómo reaccionaba el público. Este reaccionó de tal forma que la obra se convirtió en un éxito que, semana tras semana, llenaba la sala. Debo decir que, muy a su pesar, tuvo que reconocer (¡con orgullo!) que yo no le dejaba los versos cojos… era la única en hacerlo. Para él la métrica era crucial y su reconocimiento me desagravió, pues, hasta ese entonces, me había sentido subestimada.
De subestimada nada. Al contrario. De hecho, Luis Pastori ha contado que una noche, en una reunión en casa del entonces senador por el estado Anzoátegui (Miguel Otero Silva había nacido en Barcelona), «en vistas de que su hija Mariana había estado muy indiferente con él, escribió en un papelito: Cada vez que te tropiezo, / más pretenciosa te veo: / Hija del Hombre-Congreso / y la Mujer-Ateneo».
—Sí —sentencia Eva Ivanyi— siempre tuvo una cara preciosa y pelo magnífico, que le toma trabajo peinar por lo abundante. Y en esa época, sabía que era bonita y admirada. Era la niña de los ojos de Miguel.
Milagros Socorro
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