El presidente de Francia, Emmanuel Macron, y el de Estados Unidos, Donald Trump, estrechan sus manos durante una rueda de prensa en la Casa Blanca el 24 de abril. Fotografía de Ludovic Marin / AFP
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Macron hizo bien en vincular la regresión aislacionista con el ascenso del nacionalismo, el racismo y la xenofobia en las derechas conservadoras de Europa y Estados Unidos. Ambos fenómenos están interrelacionados.
Si no ha leído a Timothy Snyder, historiador de la Universidad de Yale, el presidente francés Emmanuel Macron, a quien no faltan recursos intelectuales, ha llegado a las mismas ideas por otro lado. En su brillante discurso ante el congreso de Estados Unidos, el joven político ha hecho una cita oportuna del presidente Franklin D. Roosevelt: “The only thing we have to fear is fear itself”.
Tras varias escenas cariñosas con Donald Trump, Macron tomó la palabra en el Capitolio y refutó una a una las creencias que sostienen el giro en la política exterior de la actual administración. El eje estuvo puesto en la necesidad de retomar la ruta del multilateralismo en las relaciones internacionales, pero por el camino el presidente francés contrarrestó todas las premisas de Trump y la nueva derecha occidental.
El multilateralismo es preferible al aislacionismo por su mayor sintonía con el sistema democrático constitucional que predomina en el orden doméstico de la mayoría de las naciones. Pero también ha demostrado más capacidad preventiva, en una era tan peligrosa como la nuestra. Siempre será menos inseguro un planeta en que los líderes de las dos Coreas conversan, se mantiene a flote el acuerdo nuclear con Irán y Estados Unidos, y Europa y Rusia negocian su estrategia con Siria.
El multilateralismo, por supuesto, no asegurará la paz global, que a estas alturas ya es inalcanzable, pero puede contener amenazas. El aislacionismo, en cambio, apuesta a una seguridad intramuros, a costa de la multiplicación de riesgos a nivel global. La paz se piensa como un bien exclusivo, que depende del reforzamiento de las fronteras con los vecinos o del blindaje ante la interferencia de otros. En ambos casos, el aislacionismo parte de una asunción de la irremediable peligrosidad del mundo.
Macron hizo bien en vincular la regresión aislacionista con el ascenso del nacionalismo, el racismo y la xenofobia en las derechas conservadoras de Europa y Estados Unidos. Ambos fenómenos están interrelacionados, como sostiene Snyder en sus dos últimos libros: On tyranny (2017) y The road to unfreedom (2018). Lo que estamos viviendo es una recuperación política del conservadurismo que, esta vez, sí pone en tela de juicio las bases liberales y multiculturales de la filosofía contemporánea de los derechos humanos.
Por esa vía se llega a un cuestionamiento profundo de la universalidad de valores como la libertad y la igualdad. El rechazo al universalismo favorece cualquier superchería ideológica, desde la de quienes niegan el holocausto, la evolución y la llegada de Neil Armstrong a la Luna hasta la de quienes sostienen que el cambio climático, el calentamiento global o la contaminación del aire son embustes del liberalismo.
“No hay un planeta B”, dijo Macron, y señaló correctamente el nacionalismo como plataforma de nuevas modalidades autoritarias, como la rusa, exhaustivamente analizada por Snyder en sus libros. El historiador de Yale cuenta que la oligarquía post-soviética, que gobierna ese gran país desde fines del siglo XX, eligió a Iván Ilyin, un hegeliano fascista de los años 20 y 30, defensor del “modelo orgánico” del Estado, como su guía filosófico.
Pero lo que sucede en Rusia, según Snyder, también sucede a menor escala en todos los países europeos y Estados Unidos. El autoritarismo ruso abastece las fantasías de reconfiguración imperial de las derechas occidentales, que han asumido el proyecto globalizador que siguió a la Guerra Fría como un nuevo Tratado de Versalles, que abrió las fronteras a la migración y las obligó a negociar sus prioridades.
Rafael Rojas
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