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Con motivo de la aparición del fotolibro Luis Brito, editado en España por La Fábrica y presentado el pasado 20 de julio en la librería El Buscón, en Caracas, Faitha Nahmens rinde homenaje al inolvidable fotógrafo venezolano.
El azul será el color primario, el que verá al abrir sus ojos —bien abiertos siempre—, que serán leyenda. El azul lo acuna. El del mar a cuyas orillas nace en Río Caribe. El que lo cobija la mañana en que se le parte el corazón. Bajo un azul todavía gris, filtrado por el sol que recién clarea, se va. Aunque sus imágenes habitarán con mayor recurrencia el blancoynegro. Serán estos tonos extremos el contexto natural y también el ropaje tan onírico como hiperrealista de sus objetivos. Las posibilidades expresivas intimistas que ofrecen la luz y la sombra, definirán su trazo como fotógrafo, y a él.
Luis Enrique Brito encontrará en la ausencia de color, si lo es el blancoynegro, la posibilidad expresiva más liberadora de lo trascendente. Encontrará en el aparente laconismo de la tonalidad dramática, teatral, el marco para resaltar su conmovedora narrativa; enfatizar la arruga enseñoreada, la comisura dislocada, la vena emergida. Acaso también el espejo donde proyectar su vida exagerada de claroscuros.
Irá de la guerrilla, y de creer en las consignas contumaces de la dictadura del proletariado, a abogar por la libertad a rajatabla. De genio con ataque malgenioso, a la ternura más genuina, casi infantil. De fresco como un arroyo, a dios del trueno con rayos y centellas.
Querido por todos —a excepción de aquél desorbitado que se cuela en su propiedad, acaso un excamarada resentido, dirá, porque Luis Brito asumirá su viraje dogmático a viva voz y corriendo el riesgo—, el celebrado artista sería amigo incondicional y tutor voluntario de tantos iniciados en el oficio. Tutelado por el eterno amigo que tiene tomada a Caracas, Wladimir Sersa, y aconsejado per se por Tito Caula, sus pupilos también llegarán lejos: Julio Osorio, Ramón Lepage, Guillermo Suárez, Rafa Guillén, Ricardo Armas agradecerán los incesantes ¡mira! del adiestramiento básico: cuidado con pestañear. La lección de cómo desmalezar el bosque para llegar a lo valioso. Y las clases magistrales de revelado y copiado al viejo estilo. Amén de las lecturas sugeridas y demás secretos del oficio generosamente compartidos.
Panas entrañables convertidos en cofradía, guardan nostálgicos la memoria del Gusano desde su partida el 1 de marzo de 2015, cuando se hará más patente el reguero de pistas amorosas que dejó a su paso, y serán evocados los regalos insólitos, las frases memorables, los préstamos sin garantía que nunca cobrará. Y comienza el conteo de los más de 2 mil discos compactos de su legado, con tantas imágenes por organizar: muchos rótulos son poéticos enigmas.
Su amplio círculo de amigos del cine y del periodismo, que ejerce como cofradía a pocas cuadras en el Café Piú en Colinas de Bello Monte —zona caraqueña donde, más que vivir, reinaba—, le celebrará la chispa que será repentinamente incendiaria; siempre hoguera.
Aquella vez tenía en sus bolsillos —como los niños, guijarros—, aquello prometido que debía entregarle a la diseñadora gráfica y entrañable amiga suya, Waleska Belisario. Llegó a su casa al alba y le pidió que fueran a los suburbios a buscar el rollo revelado que ella esperaba. Waleska no preguntó nada, sólo le hizo caso. Pero antes debían comer en un lugar desprolijo de los extramuros de su predilección, cachapas de maíz con cochino frito, para él un manjar por el que siempre hipaba. Luego de ser complacido dijo: regresemos. ¿Y el rollo? Aquí está.
Pero que nadie se llame a engaño por su empaque juguetón. Esa devoción por lo lúdico, escudo de su vulnerabilidad, no neutralizará el compromiso suscrito por el creador con su tiempo. Luis Brito no dudará en hacer gala de su repertorio de lances y zalemas para lograr lo que tenga entre ceja y ceja: desde un aventón hasta que el retratado le conceda la posibilidad de un mayor acercamiento: entrar en sus poros, llegarle al alma. Sus tomas conmovedoras, tan saturadas de elegancia, tan sutiles y a la vez tan reveladoras, sea cual fuere el tema, serán también dolorosas picanas en la yugular del disimulo.
Como autor lograría traer la esencia a la superficie, al punto de convertir los rostros de sus retratos en lenguaraces mapas biográficos, desde aquellos de los devotos de las procesiones, hasta los ancianos, los campesinos o los pacientes del psiquiátrico de Anare, pasando por actores, como Lindsay Kemp a quien le desnudó sus miedos instantes antes de salir a escena, los familiares de aquellos que fallecerían en accidentes de tránsito, los ciudadanos que protestaron en las calles ¡y hasta a las muñecas de trapo de Armando Reverón! Prodigioso, como un Gepetto, les dará vida. Al punto que hipnotizarían al escritor Oscar Marcano, al punto de desear que una figura así, vendada, ni viva ni muerta, ilustrara Cuartel de invierno, premiada compilación de sus cuentos. Durante horas Brito intentó persuadirlo con otras fotos tan buenas cuyo copyrigth no perteneciera a fundaciones de arte estadounidenses. Hasta que su vulnerable corazón asumió su vocación gentil: llévate la que quieras, yo me las arreglo con los derechos y todas las monsergas.
Tan a mano la emoción, así plasmada en su fotografía, es secreto a voces su desparpajo. El que exhibe para ejecutar cada toma sin ambages: dispara a quemarropa. Según el colega, amigo y empeñoso de la Fundación Brito, el fotógrafo y realizador audiovisual Antolín Sánchez, no cabe duda además de que para realizar la mayoría de sus retratos se arriesgará con el tan “poco ortodoxo” gran angular, lente usualmente “poco recomendable” para tales casos. Requiere, para dar con el plano más cercano, casi rozar al modelo. “Pero es que Luis Brito necesitaba sentir el dolor o la alegría del retratado”. La cercanía será medida en las porciones inagotables de empatía, no en milímetros.
Y el retratado terminará poniéndose no sólo a su lado sino de su lado. Guillermo Suárez, fotógrafo de la cofradía, quien tiene el honor de guardar entre sus tesoros el sinfín de Luis Brito, ese tela o telón de fondo de sus tomas de estudio, cuenta lo ocurrido en un viaje a la ciudad de Coro, en el estado Falcón, donde su maestro fue invitado a retratar la arquitectura local, que es patrimonio. Pasará el día obsesionado con la búsqueda del mejor punto de mira, hasta que la ocurrencia llega a su sesera en permanente ebullición: trabajará desde una grúa, de esas que alzan al cielo a los técnicos que cambian los bombillos de la luminaria urbana, montados en una cesta. No tendrá que esforzarse mucho en convencer de tal urgencia a la institución que le ha hecho el encargo.
A lo largo del día los funcionarios de la alcaldía se han convertido en su equipo de producción; súmese el pueblo completo, hasta que, convertidos en legión, le consiguen lo que pide. Cuando son ya casi las seis de la tarde, él, cual personaje de Julio Verne, inicia su ascenso a donde quiere exactamente: desde lo alto ve fachadas, la cúpula de la iglesia, los arreboles del poniente, el mar, las balaustradas, las ventanas como balcones para el romance, la plaza viva. Deja constancia con una foto fantástica y un gesto inopinado. La euforia que le produce la circunstancia la resume Brito con un climático grito que llega a las Antillas.
Hombre complejo, intenso y encantador, su vitalidad contagiosa late en su obra. Una oda a la autenticidad humana, a los paisajes tan conocidos pero reeditados y refundados de su encuadre “tan original”, como lo apunta otro amigo, —el realizador Antonio Llerandi, con quien estudia cine— que dice, como es consenso, que los clics de Luis Brito son precisos y preciosos, llenos de energía, y rehacen la realidad y la impregnan de vida, aun si disparan a la muerte. Su obra en blancoynegro es dedo en la llaga y resistencia.
Instintivo, fotógrafo hasta en sueños, y como si hubiera sellado un pacto con los dioses, aquella tarde, acaso jalonado por los espíritus de aquellas aguas caudalosas, despertará puntual de una siesta profunda, provocada por el mareo del viaje en chalana sobre el Orinoco. Embriagado por el exultante contexto, abrirá sus ojos y, duermevela aparte, alcanzará a hacer la toma celebérrima que es pieza primordial de la serie fotográfica Retorno visual al soberbio Orinoco. Viaje que hace con los fotógrafos Ramón Lepage y Henry González. Luego vuelve a dormirse. Ya atrapó la gloria.
Aquello que transcurre a través del parabrisas en un viaje por un carretera interiorana, también convocará su asombro que se volverá nuestro. Pasmado con la escenografía natural, las fotografías en alto contraste, emocional, íntimo dan cuenta de su pesar y de la bofetada que le infringe en el pecho la fila de casas muertas y desdentadas de la orilla; los perros famélicos a la vera. Así en la serie La tortilla milagrosa, viaje por el oriente de Venezuela, realizado junto a Ricardo Armas y Ramón Lepage, así en una vía troncal caraqueña.
Párate, le dirá a la periodista Elsy Manzanares, confidente a quien se permitía despertar con una llamada a las 3 de la mañana para pedirle que viera una foto que le había enviado a su bandeja de correos. Ese día el calor se ve. Pero solo él podrá distinguir, bajo la canícula, el animal minúsculo que yace desgonzado, inerme, sobre el asfalto.
La tristeza que lo atenaza lo impele a bajarse. Entonces hace un clic, uno nada más, que es denuncia y redención. No solía desfogarse en un carrusel de imágenes. Era un cazador exacto. Un sabio del instante. La foto lograda es más desgarradora que la realidad. Ese disparo será el inicio de otra de sus celebradas series que organizan sus obsesiones por temas insoslayables: la fe, la vejez, la soledad, la locura y la muerte, aquí retratada de cuerpo entero.
La figura frágil e íngrima de plumas sumisas sobre el fondo gris terroso —retrato hablado de la Venezuela actual—, se vuelve también con este homenaje objeto de compasión. ¿Y esperanza? Porque de lo más recóndito deviene el anhelo de oír el aleteo de un ave Fénix. “Fue un mediador catártico”, como dice la exdirectora del Museo de Bellas Artes, también crítico de arte, autora y catedrática María Elena Ramos, un filtro “entre la realidad y nuestros ojos”.
La sensibilidad será su herramienta a la vez que su estilo y sin duda su Meca. Extracto esencial que mana permanentemente, se arrebuja en su mira. Ojos lupa y ojos pitillo de abrevar en el fango y absorber hiel o miel, no repararán, por cierto, en la facha propia. Más que vestir con austeridad probablemente irá impertérrito con una camisa desabotonada, peligrosamente tirante en el punto más abombado de la secuencia. Confirmará su desaliño que las apariencias engañan. Su vida será tan desmesurada que no tendrá tiempo de atender la percha.
Paradójico, el esteta será reconocido en Roma como uno de los cinco mejores fotógrafos de arte. El viajero, que expondrá en galerías de Europa y América, y hallará —y dejará pistas de sus andanzas— en El Cairo, Nueva Delhi, Roma, Venecia, París, Sevilla, Barcelona, será capaz de reunir contra todo pronóstico los ingredientes para cocinar una hallaca navideña en el Monte Sinaí. El autor febril estará rastreando en la huella de los otros.
Literalmente puede ser su intención tenaz de ver el camino y sus caminantes el origen de la serie que llamará A ras del suelo. Contendrá chanclas desbordadas por pies cuarteados, así como zapatos de charol donde se reflejarán pestañas almidonadas con vocación de mariposa, o sandalias con tacón de aguja, los dedos acicalados con rojo intuido en el blancoynegro. En su mayoría, confesión de parte, estas serían tomadas a hurtadillas con el salvoconducto de su desenfado. No siempre consentidas, no siempre tras una negociación con el caminante, se agacharía sin pudor para la ejecutoria indiscreta, a riesgo de ser tomado como fetichista. ¿Pero quién no perdona la eventual trasgresión al ver el resultado? Brito expuso esta serie en la caraqueña Galería Beatriz Gil y en la Galería Spectrum de Barcelona (España): las fotos en un deliberado pequeño formato, casi como si fueran contactos, esa prueba previa que nunca le preocupó, tienen la intención de que nos acerquemos —y agachemos— como hizo él ante sus objetivos.
Las imágenes serán secuencias no siempre hechas en orden cronológico. Igual van armando un discurso de pasmo, cada una, y sin duda una vez reunidas en el todo. Los nombres con que designa sus series tienen un aire literario: aquí se autorretrata el artista que quiso ser escritor. Los desterrados capta a los devotos de las procesiones de Semana Santa, encuadres cortados en el Centro de Caracas que narran el momento previo a la canción de Serrat: cuando están congregados todos en fe y no han vuelto aún el pobre a su pobreza y el rico a su riqueza; el conjunto constituye su primera exposición individual (Sala Ocre, Caracas, 1976).
Crímenes de paz junta las caras surcadas por el arado inclemente del miedo, el desconcierto, el deshabitarse, el no ser: tomadas en el Psiquiátrico de Anare, aquellos ojos imposibles remiten a un pozo sin fondo. Luis Brito se habría mimetizado bajo una bata de enfermero para la toma secreta que tal vez modificará a posteriori —ver en la imagen que se le revela una subfoto mejor, a partir de la original, no le producirá culpa alguna, de manera que se permitirá alterar el encuadre—; descubierto su ardid, el de camuflarse, será echado del hospital con todo y disfraz.
Geografía humana también es un acercamiento sin filtros ni eufemismos a la piel de los rostros envejecidos, sus vetas y filones, convertidos aquellos bajorrelieves en abismal topografía. En corteza y certeza. Segundo piso, tercera sección agrupa fotos de manos, pieza singular del tablero de gestos que atesora. En la mira de Luis Brito se vuelven parlanchinas. Elocuentes, dicen que han sido hacendosas, amorosas, que nunca tuvieron reposo, que acariciaron, que se hendieron en el maíz y en el país. Y tan enigmáticamente humanas en sus poses —él es un fotógrafo ventrílocuo y titiritero—, las muñecas de trapo del artista Armando Reverón. Insondables, casi espeluznantes, bautiza la serie fotográfica con un nombre que confirma la sospecha: Están allí.
En Invertebrados éramos, en cambio, exacerba sus ganas de alertar sobre lo humano que vamos dejando de ser. Mientras que con Relaciones paralelas compone una historia original desde la reunión de dos imágenes —una que corta ovalada, en la parte superior y la otra, rectangular, en la parte inferior— que, desde la narrativa individual de cada una, dialogan en maridaje artístico sus similitudes o contradicciones. Hasta que cae en la fe.
Días antes es un registro entrañable de la celebración de la Semana Santa en el municipio caraqueño de Chacao: en detalle, los fieles van de morado, cual nazarenos, pagando promesas, y los palmeros bajan del Ávila con aquellas hojas con las cuales hacer cruces. No puede escabullírsele a la tentación de capturar la misma celebración en Petare, con Carlos Trujillo como aliado en las tomas. Un Cristo con la cruz a cuestas va por las humildes callejuelas. Hay un ladrón real que es perdonado, hay llanto y arrepentimiento. Y un milagro.
También espiritual, ¿Recuerdas a Eleanor Rigby? que contiene a los ángeles suspendidos en el cielo poderoso, figuras aladas que cuidan las tumbas y mausoleos caraqueños del Cementerio General del Sur. Hasta que se mete en cuerpo y alma en la Semana Santa de Sevilla, de 1986. Compone la procesión como si fuese una partitura. Monjas y creyentes de negro, el Cristo y la Dolorosa, los ojos tras las celosías del misterio de la fe mirándonos a través de los suyos. Ataviados con sombreros de pico, el medioevo nos sacude por rebote. A él tanto, que luego de completar la serie, parida en ocho horas, decidirá convertirse. Se bautizó ese año al regresar a Venezuela.
Más maravillas con su firma, las series Evanescencias, no apenas flores contra fondo negro: son imágenes que restauran la belleza y son eco del quejido. Nadadores de mi pueblo: ay, los pescados también contra fondo negro, parecen revelarnos su agonía. Sigue viendo y viéndose en el país con Tributo a ellos, realizado junto a Adán Zárate en el peculiar pueblo aragüeño, Colonia Tovar, fundado por alemanes. Y en los murales kitsch y desprolijos del terminal de pasajeros de Carúpano, la serie que llama sin ambages El jardín del horror. Y de cada serie hay representación en esa reunión de su trayectoria, que es el libro Luis Brito, a secas, qué más, editado en España por La Fábrica, presentado este 20 de julio en la ciudad y que rinde homenaje a aquél que estudió cine en Caracas y Roma y trabajó en el departamento de fotografía del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes… y se hizo ojo principal de la calle humana.
De talante también de fósforo, su lengua sin pepitas, el cineasta Iván Feo —en su cinta Tosca Luis Brito hace un cameo, como también lo hará en la peli Reverón de Diego Rísquez— se dulcifica con el testimonio: lo echa en falta. Lo conoció cuando frisaba los dieciséis, los dos par de imberbes de armas tomar. Trabajaron en proyectos entrañables. Pese al mal inicio compraron una cámara Bolex de 16mm, por cuotas, “pero no pudimos filmar nada pues nos la robaron a los 5 días de comprada”. Sí lograron realizar El hombre de los perros (1976); es la respiración de un indigente que ha perdido el hilo de su propia vida. “El nombre del pobre loco tuerto que protagonizaba el corto era Sebú”. Sólo hasta el 2000 fue editado, con música de Gorecky. “Gusano, cuyo apodo se lo puse yo, era un protagonista con su cámara para la de todos”, dice; podía reptar o escalar para hacer los suyo. “Subías la mirada y te sorprendía verlo arriba de un árbol comiendo cambur”.
Incansable rastreador de imágenes para la colección del puzzle interno que es su laboratorio, que es su sesera, no podrá tomarlas todas. Inolvidable aquella del río Nivaldo que se desborda cuando no tiene todavía los 4 años, y se anegó el cementerio, las urnas quedaron a merced de las aguas que llegaban de todos lados, hasta del cielo. Imposible la de su último suspiro, que es parte de la colección emocional de sus amigos. Una foto oral y coral, todos la cuentan. Luis Brito o Lérido Monroy o Gusano, el fundador del colectivo de fotógrafos que convoca a Vladimir Sersa, Jorge Vall, Ricardo Armas, Fermín Valladares y Alexis Pérez-Luna, el que de niño quería ser pirata, el reconocido con el Premio Nacional de Fotografía y tantos laureles, bajó temprano de su apartamento a la calle, serían las seis y tantas de la mañana. Comenzó a caminar en zigzag y cayó en la acera. En segundos se corrió la voz y fue rodeado por todos con devoción, cosa que no sintiera ansiedad ninguna. Gian Franco Misciagna, de Café Piu, recuerda que el cielo, de gris, pasó en su honor al azul Brito, el más chillón y espeso. Pero luego volvió a ser gris hasta desfogarse en un chaparrón: como si las nubes contenidas no pudieran más. Lloraron a mares, como todos. Bajo la lluvia, Iván Feo, que preguntó sin obtener respuesta si nadie tomaría la foto —“él no se la habría pelado”—, como todos, también abrió su paraguas, los había de todos colores. Gusano fue gusano de luz, gusano de colores.
Su mirada, que venía de adentro como la del verso de Cadenas, soy el que está detrás de mis ojos, seguirá oteando el trance desde cielo. Fabulador y armador de situaciones tan próximas al disparate, y tan capaz de sortear con absoluta gracia o ferocidad los imprevistos, acaso permanece atento a los fugaces espejos de agua al cabo del aguacero, los oasis de su imaginario. A la planta verde terco que nace en una fisura imposible de la autopista. Tras las cabriolas de una hoja que no quiere caer. A la hora oscura y, sobre todo, a la luz al final del túnel.
Faitha Nahmens
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