Perspectivas

Los revolucionarios represores

Fotografía de Inti Ocon / AFP

02/05/2018

Los mejores teóricos de la contrarrevolución, en América Latina, han resultado ser los revolucionarios en el poder. Durante la Guerra Fría, sólo dos revoluciones latinoamericanas triunfaron y se consolidaron al mando de sus respectivos países: la cubana y la nicaragüense. La segunda, sin embargo, tuvo que dar paso a un interregno democrático para que sus líderes recuperaran las riendas del Estado y pudieran eternizarse gracias a la reelección indefinida, marca política o seña de identidad de la izquierda “bolivariana”.

La permanencia de los revolucionarios en el poder depende de una mezcla perfecta de legitimación simbólica y represión sistemática. No basta, en ese tipo de regímenes, con reprimir sin más, sino de reprimir preservando la idea de Revolución como emblema del poder. Es preciso, entonces, identificar como “contrarrevolución” todo movimiento opositor, sea pacífico o violento, a pesar de que esta segunda oposición, la específicamente revolucionaria, haya quedado descontinuada después de la caída del Muro de Berlín.

En países donde no triunfó una Revolución, como Venezuela, Bolivia y Ecuador, sino que un partido de izquierda llegó pacíficamente al poder, gracias a la democracia, los nuevos gobernantes también se apropiaron del concepto de Revolución. Ahora, a diferencia de los tiempos del Chile de Allende y Unidad Popular, la Revolución sí podía ser pacífica y democrática, algo que en los 70, los más identificados con la vía fidelista o sandinista, consideraban imposible. El éxito de aquella operación simbólica ha sido disparejo: en Ecuador, la sucesión presidencial y la alternancia en el poder, lo frustraron; en Venezuela y Nicaragua, sólo puede sobrevivir gracias a la represión.

La teoría de las “revoluciones de colores” resulta funcional a esa combinatoria de usura simbólica y autoritarismo político. El itinerario del término se remonta a los procesos de transición a la democracia en la exUnión Soviética y Europa del Este, en los años 80 y 90, y desemboca en la “primavera árabe”, entre 2010 y 2013. El gobierno ruso de Vladimir Putin, especialmente a partir de los casos de Bielorrusia y Ucrania, ha jugado un papel central en la difusión del sentido peyorativo de las “revoluciones de colores”, que vulgariza esos movimientos opositores como tramas teledirigidas por Estados Unidos.

Así como el Kremlin, y de su mano La Habana y Caracas, repiten el tópico de que la caída de los regímenes del socialismo real se debió a revueltas artificiales, obra de conjuras aviesas de la CIA y el Vaticano, el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo y sus aliados “bolivarianos” nos dicen que en Managua hay en curso una nueva “revolución de colores”, inventada por el imperialismo. Las demandas de esos miles de jóvenes que vemos en las calles de Nicaragua no son reales, como tampoco lo son el autoritarismo y la corrupción de esos ancianos revolucionarios acomodados al poder perpetuo.


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